Por Jorge Fernández Díaz |
El peronismo es una dama indecisa frente a un placar lleno
de disfraces. Algunos de esos exóticos vestidos le permitieron, hace tiempo,
destacarse en el gran baile de máscaras de la política argentina, pero hoy esos
trajes parecen imprudentes o anacrónicos. La confusión por esta inesperada
derrota no le permite a la bailarina elegir cabalmente el disfraz adecuado y entonces
se revela una verdad última: por este accidentado camino lleno de bandazos y de
metamorfosis oportunistas la identidad se ha extraviado, y tal vez haya que
tomarse un tiempo y reflexionar en el diván acerca de quién es uno y cuál es el
rumbo que debe tomar para no oxidarse.
Hasta hace 10 meses, el peronismo
marchaba triunfalmente a su destino de corporación todopoderosa y partido
único; ahora es una diáspora, una nada desteñida en busca de un color. Fuera
del Estado, el peronismo es un no-lugar y nadie sabe muy bien dónde queda su
domicilio. Los sucesivos y cambiantes uniformes del General ya son piezas de
museo, y los ropajes de Menem y Kirchner pasaron rápidamente de moda. En la
desesperada, algunos miran a Roma y ruegan instrucciones celestiales, pero para
el papa Francisco la política local es apenas un hobby de las tardes lúdicas de Santa Marta. Otros líderes juegan
tenis o golf para aflojar las tensiones.
Cada vez más "compañeros", con criterio razonable,
invocan entonces el fantasma de Antonio Cafiero, que fue el más radical de los
peronistas y que supo civilizar el partido después de la barbarie: "Somos
la muerte", pintaban los muchachos en las calles de 1983. ¿Se acuerdan?
Cafiero tendió un puente con Alfonsín, que era el más peronista de los
radicales, lo apoyó frente a los intentos destituyentes y lo venció lealmente
en las urnas. Luego fueron grandes amigos. La idea de ambos consistía en
generar un bipartidismo entre socialdemócratas y socialcristianos, y abandonar
las zanjas irreconciliables. Es lo más cerca que estuvimos de construir una
democracia republicana. También esa chance se nos resbaló de las manos.
Cafiero, escaldado por el viejo desprecio de las clases
medias y altas, siempre advertía: "La experiencia histórica demuestra que
se puede gobernar sin el peronismo, se puede gobernar con el peronismo, pero no
se puede gobernar contra el peronismo". El actual intendente de Tres de
Febrero es un militante del Pro y un historiador heterodoxo que reivindica a
Yrigoyen y a Perón, y que a la vez es capaz de escribir apasionadamente a favor
de Sarmiento. Acaba de convocar a una peronista histórica para manejar el área
de educación y a las manzaneras de Chiche para el trabajo social, y arregló con
los sindicatos condiciones laborales que Hugo Curto les negaba. "No se
trata de un operativo de cooptación partidaria, es simplemente que no quiero
perderme los actores y los valores positivos del peronismo", explica Diego
Valenzuela. Ese pequeño ejemplo, ese microcosmos en el corazón del conurbano
refleja lo que resulta una práctica más amplia y quizás inédita: jamás un
gobierno no peronista fue tan poroso a las ideas de sus adversarios lógicos,
tan desprejuiciado y abierto a ese sector, tan poco gorila, para decirlo en los
términos que usaba don Antonio. La coalición gobernante no es rígida sino
flexible, y se plantea como la contracara del cristinismo residual, pero no
quiere ninguna grieta con el resto del peronismo, con el que dice tener
afinidades. Y esa actitud reduce las tensiones (se necesitan dos para una
pelea) y produce, en consecuencia, un reacomodamiento insólito de todo el
tablero. Incontables cuadros peronistas se han incorporado a Cambiemos, y varios
dirigentes piensan hacerlo si no los convence otro candidato competitivo.
Algunos, en secreto, ya argumentan incluso que aunque no lo sepa "Macri es
bastante peronista". La caracterización viene de la mano del recuerdo:
tanto Menem como Duhalde identificaron ese mismo physique du rôle en el ingeniero y quisieron convencerlo dos veces
de ser el candidato presidencial por el PJ. La ortodoxia económica, que hoy
está profundamente desencantada con el Gobierno, siente algo parecido: el
macrismo es un kirchnerismo educado, porfía. La impresión se refuerza porque
Macri quiere sacudirse de encima el estigma de la "derecha", y se
resiste a privatizar, recortar planes sociales y renunciar al rol activo del
Estado, estandartes peronistas que no siempre el peronismo mantuvo en alto.
La pregunta, sin embargo, sigue siendo la misma y es
acuciante: tras la caída del Muro de Cristina, ¿qué quiere decir hoy ser
peronista? Y no vale aquí un declaracionismo de buenas intenciones; esa
obviedad hay que dejarla para Unicef. Además, durante estos setenta años la
sociedad entera ha ido metabolizando sus banderas, y por lo tanto ha vaciado de
contenido al Movimiento.
La maximización teatral del kirchnerismo, su impostación
paroxística, intentaba con malas artes otorgar carácter donde ya no lo había.
Esa teatralidad rozó la parodia, resultó un viaje al pasado y condujo a este
fracaso: la Pasionaria del Calafate fue Ahab, y el peronismo la ballena blanca.
Al final uno se llevó al otro al fondo del mar, y ahí permanecen todavía.
Uno de los padres de esta renovación declamada, Julio
Bárbaro, responde la gran pregunta: "El peronismo es apenas un recuerdo
que da votos". Otra de las estrellas de aquella generación renovadora fue
José Manuel de la Sota: hace 20 años que ya no forma parte del partido, pero
admite que lo asiste "un espíritu justicialista" (sic). ¿Será eso al
fin el peronismo, un espíritu más que un cuerpo? En todo caso habría que
recordar a Montaigne: "Las arrugas del espíritu nos hacen más viejos que
las de la cara". Tanto Bárbaro como De la Sota acompañan a Sergio Massa,
quien no tiene ningún apuro en tender puentes de plata hacia justicialistas en
situación de calle: teme que se le cuelen sujetos con más prontuario que votos
y lo manchen en vísperas de una campaña donde la transparencia será crucial.
Algunos "cerebros" de su espacio tienden a pensar que se está
gestando lentamente una coalición espejo: un frente renovador y progresista
donde el peronismo ocupe el lugar del radicalismo en Cambiemos y Stolbizer el
trono de Carrió, y que también sea un arca para socialdemócratas,
desarrollistas, liberales e independientes. En ese caso avanzaríamos en la
Argentina hacia una democracia de personas, pero sobre todo de alianzas: una de
ellas más propensa a las inversiones y al desarrollo; la otra más inclinada
hacia el Estado y el asistencialismo. En definitiva, una traducción argenta de
las derechas e izquierdas de las naciones desarrolladas, que suelen alternar
acumulación y reparto en dosis sensatas, sin renunciar a los otros objetivos y
tejiendo políticas de Estado permanentes. Hay quienes creen que el proletariado
sigue siendo peronista, pero las encuestas demuestran lo contrario. También que
los economistas de ambas veredas tienen diferencias abismales. Puede ser que
entre Kicillof y Broda eso sea cierto, pero con una mano en el corazón, ¿no
existen más coincidencias que desacuerdos entre Prat-Gay, Pignanelli, Redrado,
Sturzenegger, Lavagna y Miguel Bein? Esos parecidos facilitan pactos de centro;
esos matices habilitan pulseadas electorales sin cuestiones de vida o muerte en
una república compartida. Quizás el peronismo no deba elegir esta vez ningún
disfraz. Y pueda salir al ruedo sin máscaras, dispuesto a integrarse al baile
colectivo bajo la premisa de Borges: nadie es la patria, pero todos lo somos.
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