Por Jorge Fernández Díaz |
En la página 72 de la filosa y desmitificadora biografía
"Cristina Fernández", su inefable protagonista pronuncia una frase de
resonancia asombrosamente actual: "Yo, para ese viejo de mierda, no pongo
mi firma". El elegante epíteto aludía a Perón y su interlocutor de
entonces era Antonio Cafiero, que buscaba la firma de la gran dama para construir
un monumento del General.
A la vuelta de la historia, esa estatua terminó
levantándola Mauricio Macri (está ubicada en la plaza Agustín P. Justo),
Cafiero se ha convertido en el ideólogo post mortem de la segunda renovación
peronista y la Pasionaria del Calafate intenta desesperadamente retener
"compañeros" en su secta de fanáticos mientras llama "monos y
gorilas" (sic) a sus enemigos. Un importante miembro de su gabinete, que
huyó hace años de su lado, recuerda cuando una tarde la ex presidenta le soltó
a quemarropa: "Yo no soy peronista; el viejo fue un hijo de puta. Nos dejó
a Isabel y se cagó en el trasvasamiento generacional". Este evitismo
posmoderno y resentido, revival setentista de una izquierda pequeñoburguesa y
arrogante ("le querían enseñar peronismo a Perón", dice Bárbaro),
encierra la cultura que dominó plenamente la última fase cristinista. Néstor
había querido diluir al peronismo (por entonces en manos de Duhalde) con la
transversalidad, pero luego se rectificó. Su viuda, ya libre de elegir, con el
54% de los votos y los susurros de Chávez y Fidel, gobernó con su élite
radicalizada y camporista, y redujo el peronismo a servidumbre. El escritor
Alejandro Dolina es ilustrativo al interpretar la derrota electoral: "Una
de las estupideces que cometimos fue la expulsión de los aliados, les dimos un
trato insecticida. Nos quedamos discutiendo sobre la pureza del proyecto".
¿Por qué es relevante toda esta disquisición? Porque a los múltiples inversores
del mini-Davos, los que tienen intención de abrir en el país sus compañías y
crear empleo genuino, no les asusta demasiado el volumen del déficit fiscal ni
la inflación, sino saber si el peronismo acompañará o boicoteará este camino
virtuoso, y qué haría dentro de cuatro u ocho años si eventualmente recuperara
el poder. Esa inquietud se la trasladaron a los miembros del Gobierno, a los
analistas independientes y a Sergio Massa, a quien ya visualizan como jefe de
la oposición. Se trata de la pregunta del millón, y se solapa con un segundo
interrogante: ¿de qué hablamos cuando hablamos de renovación peronista?
El último sábado de trasnoche, el canal Encuentro repetía
una larga entrevista a un intelectual kirchnerista que había sido hecha durante
la "década ganada". El intelectual desplegaba, de manera eufórica,
recuerdos míticos de los años 80, cuando el pobre era peronista y los
sindicalistas andaban en colectivo, y lo superponía con la alegría posterior
que experimentaban los vecinos gracias a las bondades del modelo de Cristina:
se estaba viviendo un verdadero clima de fiesta en el conurbano. Discutir un
sentimiento es imposible, diría Sebreli, pero ese testimonio nocturno sirve
para explicar el problema. Treinta años después, los sindicalistas son
multimillonarios y están bajo sospecha (preguntar en la cárcel de Marcos Paz
por un tal "Caballo" Suárez), muchísimos dirigentes se han
enriquecido ilegalmente, gobernadores e intendentes se inclinaron por un
feudalismo rapaz, la mayoría de los pobres carecen de identidad partidaria, y
el resultado indica que la fiesta fue velorio: después de diez años de viento
de cola y poder absoluto, el 45% del trabajo sigue en negro, el 30% de la
población permanece debajo de la línea de pobreza, el 47% de los habitantes del
conurbano carece de agua corriente y el 77% no tiene cloaca; veinte millones de
argentinos acusan alguna carencia social básica (educación, vivienda, alimentos
y salud); se volvió crónica la dádiva del subsidio de emergencia (algo que
hubiera escandalizado al propio Perón), sustituyeron el sistema federal por un
yeite de toma y daca, se pactó con las mafias policiales y se permitió la
instalación del narcotráfico a gran escala en la Argentina. No son por asomo
los que eran al comienzo de la democracia, como sugiere el nostálgico escritor
del canal Encuentro, ni perdieron por hechos meramente instrumentales, como
infiere Dolina. Y estas líneas marcan que la segunda renovación no encontró
todavía su destino principalmente porque la autocrítica no ha sido profunda ni
eficaz.
El peronismo del siglo XXI no debería copiar ninguna de las
múltiples estaciones de Perón, que mutó de parecer tantas veces como cambiaron
los vientos de la historia. Nadie sabe cómo hubiera jugado el juego de la
democracia republicana, un concepto que sólo se puso tímidamente en pie a
partir del triunfo de Alfonsín y que duró muy poco. Ese sistema aspiracional,
hoy refundado, tiene un lugar para el peronismo, siempre y cuando éste se
desprenda de su movimientismo cerril: yo soy el pueblo; los demás son la partidocracia
cipaya y deben ser combatidos. El sistema del partido hegemónico, por lo
contrario, no tiene lugar para el resto de las fuerzas políticas, porque en el
extremismo de creerse el "ser nacional" concibe la alternancia como
una traición a la patria. Esta tara, que fue creada para tiempos añejos y que
impide el funcionamiento de un bipartidismo moderno, permanece, sin embargo, en
el disco rígido del peronismo, que debería resetear su programa. Parece lógico
y fácil, pero se trata de una superstición muy arraigada: cualquiera que haya
sido bautizado en el Jordán justicialista sabe que esa creencia autoritaria
viene con el dogma y está marcada a fuego. Los peronistas de la nueva
generación, que en voz baja son lapidarios con Cristina Kirchner y que buscan
con vehemencia destetarse de ella, admiten que ese punto es central y
revisable, aunque sucede con ellos lo que con cualquier idólatra religioso: las
conversaciones privadas son racionales y hay admisión de las zonceras propias
(calificadas como meras metáforas del folklore), pero luego en público no
pueden apartarse de la idea insostenible. Por el temor a Dios.
La autocrítica de fondo que una segunda renovación tampoco
puede eludir se cifra en un hecho evidente: impulsar o consentir una gestión
dispendiosa pero insustentable los mantiene en el populismo y los somete
cíclicamente a crisis graves y consecuentes. Regalar gas y electricidad hasta
agotar el stock y perder la soberanía energética hubiera repugnado al líder de
Puerta de Hierro. Y trabajar para el puro presente es un suicidio político para
cualquier fuerza que quiera mantener vigencia real.
Nueve ex presidentes latinoamericanos, bajo la denominación
Club de Madrid, acaban de producir un lúcido documento en el que se describe el
cambio de ciclo en la región. Los altos precios de las materias primas y los
bajos tipos de interés provocaron, entre otros factores, un crecimiento
económico que creó empleo no calificado y mantuvo la desigualdad. Esa etapa
próspera pero irregular está hoy agotada, y la nueva clase media reclama ahora
"democracias más efectivas, más transparentes, con una nítida separación
de poderes y mayores mecanismos de control y rendición de cuentas".
Repudian el hiperpresidencialismo y la corrupción, y temen regresar a la
pobreza de la que provenían. El peronismo 3.0 debería tomar nota de este
diagnóstico y ser capaz de aggiornar
su pensamiento y su metodología, lejos de la dama que malogró las
oportunidades, que apuesta al pasado y al helicóptero, y que tanto odiaba a
Perón.
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