Por James Neilson |
Extraño destino el de la Argentina. Luego de décadas de
brindar la impresión de ser un país resuelto a depauperarse por razones que
fronteras afuera nadie entendía, se ha dotado de un gobierno comprometido con
un ideal que es llamativamente prosaico: la normalidad. Según Mauricio Macri,
en adelante la Argentina respetará las reglas de la llamada comunidad
internacional, comportándose como los países serios, pero sucede que ya no hay
ninguno que merecería calificarse de “serio” o “normal”.
Aun cuando Hillary derrote a Trump en las elecciones
presidenciales, Estados Unidos continuará sufriendo una severa crisis de
identidad que lo mantendrá paralizado, mientras que en Europa, el Reino Unido,
Francia, Alemania, Italia, España, Suecia, Holanda y los demás parecen estar en
vísperas de cambios traumáticos. En todos lados, distintas variantes del
populismo avanzan con rapidez. Los más pesimistas prevén una etapa acaso
larguísima de estancamiento generalizado que atribuyen al cortoplacismo que es
la característica más notable de los gobiernos democráticos actuales. Es como
si el mundo entero estuviera argentinizándose.
Así las cosas, habrá sido un acierto por parte de los
macristas elegir “la normalidad” como su objetivo prioritario. En una época tan
problemática como la nuestra en que muchos sienten nostalgia por lo que hasta
hace poco creían permanente pero que, para su desconcierto, resultó ser una
ilusión pasajera más, a la Argentina le conviene ser considerada una especie de
isla de sobriedad en que, para la envidia ajena, viejos principios recién
desenterrados han recuperado su vigencia. También le conviene a Macri. Lejos de
perjudicarlo, su propio estilo un tanto pedestre, nada pretencioso y despojado
de sutilezas, lo ayuda. A diferencia de muchos otros líderes latinoamericanos,
parece tener los pies firmemente puestos sobre la tierra, lo que, en tiempos
movedizos en que la inestabilidad propende a generalizarse, es toda una
ventaja.
En las semanas últimas, Macri ha podido aprovechar una serie
de oportunidades para difundir un mensaje muy sencillo; la Argentina se ha
curado del mal populista y está por reanudar la marcha ascendente que
interrumpió hace más de medio siglo para ir en busca de atajos. Después de la
reunión del G-20 en Hangzhou, vino el “mini-Davos” en casa, o sea, en el Centro
Cultural Kirchner, seguido por una visita triunfal a la bolsa de Wall Street,
donde fue recibido con aplausos, varios encuentros con medios financieros
influyentes británicos y estadounidenses, una sesión con Bill Clinton y sus
amigos –lo que podría ocasionarle algunos disgustos si en noviembre gana el
Donald– y, para rematar, el discurso de rigor, por fortuna breve, que pronunció
ante la Asamblea General de la ONU, en que tocó muchos temas que son caros a la
progresía occidental. Habló escuetamente del cambio climático, la igualdad de
género, pobreza cero, los derechos humanos, la convivencia pacífica, lo
enriquecedora que es la diversidad y, claro está, el desafío planteado por los
refugiados “de Siria o de sus países vecinos”, además de una alusión, para
consumo interno ya que en el exterior hay muchos conflictos que son un tanto
más significantes, a lo bueno que sería solucionar “amigablemente” el problema
casi bicentenario de las Malvinas. Dice que la primera ministra británica
Teresa May está dispuesta a iniciar conversaciones en torno al asunto.
Macri ya ha logrado convencer a los poderosos del mundo de
que no es Cristina. Es algo, pero para que sirva para desencadenar la avalancha
de inversiones con la que sueña, sería necesario convencerlos de que la
Argentina ya no es el país que, durante doce años, se arrodilló dócilmente ante
el kirchnerismo, tolerando con ecuanimidad un nivel de corrupción realmente
extraordinario y permitiendo que personajes como Guillermo Moreno y Axel
Kiciloff manejaran la economía de tal modo que la llevaban hacia una catástrofe
equiparable con la provocada por los chavistas venezolanos.
Para frustración del gobierno macrista, muchos inversores en
potencia se resisten a creer que en los meses últimos la sociedad argentina
haya experimentado una metamorfosis milagrosa. Aunque saben que la mayoría ha
reaccionado con estoicismo frente a los intentos por restaurar un mínimo de
orden, sospechan que sólo se trata de un intervalo, después del cual todo
volverá a la deprimente normalidad local. El escepticismo que sienten puede
entenderse. Son conscientes de que en cualquier momento los temibles sindicatos
peronistas podrían rebelarse contra “el ajuste”, como suelen hacer toda vez que
hay un intruso en la casa de Perón. Asimismo, el que un “moderado” con
aspiraciones presidenciales como Sergio Massa haya propuesto suspender las
importaciones por algunos meses les habrá brindado motivos suficientes como
para postergar por un período similar las decisiones concretas que tendrían en
mente, mientras que no les habrá impresionado gratamente la actitud asumida por
la Corte Suprema ante el tarifazo energético.
No sólo en Nueva York, sino también en otras localidades en
que los líderes políticos se congregan con la esperanza de formar relaciones
que, andando el tiempo, podrían resultarles beneficiosas, Macri se ha esforzado
por ubicarse en el centro del mapa ideológico al expresar opiniones muy
parecidas a las reivindicadas por Barack Obama acerca del cambio climático,
según ambos “el desafío más grande de la humanidad”, y los refugiados
mayormente musulmanes que están huyendo de los conflictos salvajes que están
desgarrando Siria, Irak, Afganistán, Pakistán, Yemen y Libia, con repercusiones
dolorosas en otras partes del mundo islámico.
Sin embargo, en Estados Unidos y Europa sectores ciudadanos
cada vez más amplios se resisten a compartir tales prioridades progresistas, en
buena medida porque las soluciones propuestas costarían muchísimo dinero sin
que haya garantías de que tendrían los resultados deseados, o, como en el caso
de los inmigrantes, documentados o no, por suponer que tendrían un impacto muy
negativo en la vida de los crónicamente rezagados. Para algunos, combatir el
cambio climático requeriría el desmantelamiento de buena parte de la industria
moderna y, como acaban de recordarnos los atentados islamistas en Nueva York,
New Jersey y una ciudad de Minnesota, mientras que es lindo hablar de
convivencia multicultural, en ocasiones la realidad puede ser muy fea.
Cuando Macri habla de la eventual recepción e integración
social de refugiados procedentes del Oriente Medio y, es de suponer, África del
Norte, piensa en la asimilación exitosa de las comunidades sirio-libanesas que
tanto han contribuido al país, pero mucho ha cambiado en el transcurso de las
décadas últimas. En el pasado no muy lejano, los únicos interesados en el
fanatismo yihadista eran historiadores especializados; en la actualidad,
preocupa mucho a todos los gobiernos, incluyendo a aquellos que, como el
estadounidense, insisten en que no hay vínculo alguno entre el “terrorismo
internacional” y un culto religioso determinado.
Pues bien: asegurar que entre los acogidos por el país en el
marco del programa esbozado por Macri no haya topos islamistas, como aquellos
que ya han perpetrado atrocidades en Europa, no sería nada fácil. Tampoco lo
sería encontrar a familias sirias que sinceramente preferirían un futuro
argentino a uno alemán o sueco. Mientras que muchos refugiados querrían esperar
hasta que haya terminado la confusa guerra civil para entonces regresar a su
país natal, razón por la cual se resisten a distanciarse demasiado de Siria,
otros podrían ver en la Argentina nada más que una vía de acceso a Estados
Unidos o el norte de Europa. Si bien no hay motivos para creer que Macri sólo
haya pensado en los eventuales beneficios que le reportaría congraciarse con el
establishment occidental, la verdad es que sorprendería que muchos refugiados,
o los emigrantes económicos que se las han arreglado para engrosar las filas de
quienes están trasladándose a Europa, optaran por probar suerte en la
Argentina.
Macri y quienes lo rodean no se equivocan cuando dan por
descontado que el país debería de verse beneficiado por la voluntad evidente de
sus homólogos de otras latitudes de tratarlo como el hombre que está liderando
una revolución anti-populista en América latina. Todo CEO sabe que una buena
imagen vale muchísimo dinero, razón por la que tantos países gastan miles de
millones de dólares o lo que fuera para mejorar la propia. Pero, huelga
decirlo, desde el punto de vista de los empresarios y financistas que podrían
decidir el éxito o el fracaso del proyecto macrista, la imagen de la Argentina
no depende sólo de la impresión dejada por el jefe de Estado en los cónclaves
internacionales. A menos que la economía pronto levante cabeza lo bastante como
para privar a los revoltosos, y a políticos más habituados a sacar provecho de
las dificultades que a procurar atenuarlas, de pretextos para declarar
terminado un experimento a su juicio exótico para entonces proclamar la
necesidad de resucitar el orden corporativista y populista ya tradicional,
Macri será recordado como un “liberal” extranjerizante que cometió el error
imperdonable de intentar diluir las sacrosantas esencias nacionales.
0 comments :
Publicar un comentario