Por Carlos Gabetta (*) |
París, 1979. Al cabo de una reunión relacionada con la
represión a colegas en la Argentina de entonces, Gérard Gatinot, secretario
general del Sindicato Nacional y de la Organización Internacional de
Periodistas, me invita a cenar en su casa. Conduciendo él mismo un viejo
Renault 5, llegamos a una modesta y confortable vivienda en un barrio popular,
donde su esposa nos esperaba con la mesa puesta y una blanquette. Allí vivía,
sin servicio alguno, ayudando a su mujer con los platos y llevando a la cama a
sus hijos.
Buenos Aires, 2010. Subo a un taxi. El chofer me cuenta que
es peón y paga al dueño $ 400 diarios, “más el gas y el sánguche”; que trabaja
14 horas de lunes a domingo y que al final se “lleva a casa” unos 100 o 150.
Los domingos son todos suyos y allí “redondea”. Pregunto cuánto vale el coche
(sesenta mil pesos) e improviso unas cuentas. El patrón obtiene $ 10.400 cada
26 días. Calculando que pagar patente, seguro, mecánico, obra social, etcétera,
le insuma como mucho $ 5.400, le quedan cinco mil por mes; sesenta mil al año.
Puede comprar un coche anual, ya que el negocio rinde el 100%, mientras el
peón, con suerte, “se hace” unos seis mil mensuales trabajando incluso los
domingos. El chofer murmura, resignado, “así es”. Pregunto entonces por qué su
sindicato no los defiende. Me dice: “Los dirigentes son casi todos dueños de
flotillas. El secretario general es el dueño de la más grande. Este coche es
suyo…”. Me alboroto, fingiendo que recién me entero, y le digo que es una
barbaridad, que deberían denunciarlos, sacarlos de la dirección del sindicato.
“Sí, responde, curran como locos… ¿Pero usted, qué haría en su lugar; no
aprovecharía y agarraría toda esa mosca?”.
La mayoría de las veces que he mantenido esta conversación,
obtuve una respuesta similar. La última vez que pregunté, el chofer pagaba $
1.100 por día y el coche costaba $ 170 mil. El lector haga las cuentas.
Algún sindicalista francés, o alemán, habrá que se quede con
vueltos y tenga alguna propiedad lujosa, pero debe cuidarse mucho de la Justicia,
porque donde los descubren la pagan; sobre todo de sus propios afiliados, que
no les dejan pasar una. Además, el tiempo legal en el puesto no les da para
gran cosa. Luego, vuelven a trabajar, se jubilan, o hacen carrera política.
Pero aquí la corrupción es de tal dimensión y tan extendida,
aceptada, que lo condiciona todo. Respecto a la inflación, pensar cuánto podría
costar viajar en taxi en un régimen de contratación normal. Respecto al
consumo, cuánto aumentaría si los trabajadores se llevaran una parte justa,
decente, de la tasa de ganancia. Respecto a la sociedad, la respuesta final de
los taxistas muestra hasta qué punto la percepción de la corrupción ha pasado
del escándalo a la de lógica, inevitable, oportunidad de progreso. Cuando José
Pedraza fue preso a causa del asesinato de un sindicalista de base, se supo que
tenía residencia en Puerto Madero. El plástico Jorge Triaca presumía de un
haras propio, fue miembro del Jockey Club y en el Juicio a las Juntas declaró
desconocer que hubiese sindicalistas desaparecidos. Y siguen las firmas, hasta
la gran mayoría.
No están obligados a hacer declaración de bienes y
permanecen en sus puestos por tiempo indefinido. Cuando el presidente Alfonsín intentó poner orden con una Ley de
Asociaciones Profesionales, le hicieron 11 paros nacionales, masivamente
seguidos por sus bases. A Menem, ninguno. La Justicia, también pasablemente
corrupta y muy atemorizada, no los investiga; la administración pública
tampoco. Los gobiernos les temen. La sociedad mira para otro lado.
Pensándolo bien, si no se entiende esto no se entiende al
peronismo. Pensándolo mejor, no se entiende al país, ya que por acción u
omisión, a la mayoría del resto, empresarios y funcionarios a la cabeza, le
corresponden las generales de la ley.
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