Por Carlos Ares (*) |
Como el personaje de Vargas Llosa de Conversación en La Catedral que se pregunta “¿Cuándo se jodió el
Perú?”, en el bar de Lima donde se sitúa la novela, o como canta Jaime Roos en
Los Olímpicos sobre los uruguayos... “Uruguayos/ uruguayos/ dónde fuimos a
parar/ Antes éramos campeones/ Les íbamos a ganar/ Hoy somos los sinvergüenzas/
Que caen a picotear”, si el lector de esta columna acepta un café en El
Hipopótamo o en el Derby, alrededor del Parque Lezama, en algún momento nos
quedaremos en silencio, mirando pasar la tarde en la ventana, pensando lo
mismo, quizá en términos más vulgares, más nuestros: “¿Cuándo fue que nos
fuimos a la mierda?”.
¿Cuándo y por qué comenzó a importarnos todo un carajo y forzamos
los límites de la convivencia hasta reventarlos? No los de la ley que se nos
impone, sino los propios, los que nos hacen ser una persona. Esos que
desmienten al tango, porque no es lo mismo “ser derecho que traidor”, por
ejemplo. ¿En qué momento empezamos a culpar siempre a otro, a negar, a
encubrirnos con el discurso de que no podíamos ser “el boludo” que se queda
afuera cuando todos “entran”?
Es probable que haya sido a causa de la última dictadura.
Ya, antes, llevábamos varios años quebrando los pactos, los acuerdos, la
Constitución, pero ahora hasta los golpes de Estado previos parecen dramas
menores frente a lo que sucedió después. Fue en los primeros años de esos
trágicos 70 cuando se despreció la vida. Matar pasó a ser un acto de justicia.
Y la venganza comenzó a servirse en caliente. Secuestrar, torturar, eliminar,
aniquilar, erradicar, reprimir fueron los verbos maestros del poder. Hasta el
punto de “desaparecer”, “no estar”, como decía Videla, “ni vivos ni muertos”. Y
desaparecimos, miles físicamente y millones como sociedad, como proyecto, como
promesa, como cultura. Cultura entendida, según T.S. Eliot, “como todo aquello
que hace que la vida merezca la pena ser vivida”.
A más de treinta años, esa explicación, la dictadura como
causa y consecuencia, es necesaria pero no suficiente para entender todo lo que
sucedió después. Hay una responsabilidad que, en parte, les cabe también a los
gobiernos democráticos. Alfonsín, según admitió, no supo o no pudo echar las
raíces y desarrollar la construcción de ciudadanía, el debate de ideas, los
apoyos mutuos, la alternancia en el poder, la igualdad ante la ley.
Agotados por las resistencias tardías de los carapintadas,
desesperados por el fracaso económico, nos saqueamos de paciencia, y en ese
desencuentro con la fe democrática regresamos al peronismo, donde el discurso
populista de Menem prendió en campo fértil. “La patria morena”, “la revolución
productiva”, “el salariazo”. El líder que no iba a defraudar arrasó con lo poco
que quedaba de esperanza. Dictó los indultos a Firmenich y Videla, entre otros,
y en poco tiempo traicionó todas las palabras dadas y las promesas hechas. El
mensaje que bajaba desde el poder era: “Mírenme. Vean cómo miento. Cómo hago lo
contrario de lo que digo. Síganme. Todo está permitido”.
El “favor” pedía “retorno”. Los barrios se cerraron.
Colocamos rejas, cámaras, alambres de púa. El que no mafia no mama. La policía
hizo su negocio. El narco tomó posesión de la tierra de nadie, contrató a sus
“soldaditos” y comenzó la guerra. Sálvese quien pueda. El que no es un criminal
es cómplice o es víctima.
Desde entonces, la muerte parece ser el único motor de
nuestra historia. Tuvo que morir, violada, asesinada, María Soledad en
Catamarca para terminar con el régimen feudal de los Saadi. Tuvo que morir,
apaleado, el soldado Carrasco para terminar con el servicio militar
obligatorio. Tuvieron que morir 52 personas en la masacre de Once para que se
ocuparán de los trenes. Tuvieron que morir fusilados los pibes Kosteki y
Santillán, durante la gobernación de Felipe Solá, para que Duhalde adelantara
las elecciones. Tuvo que morir Mariano Ferreyra para que finalmente un
sindicalista, José Pedraza, fuera preso. Costó muertos terminar con Cavallo. Y
sin contar los muertos de hambre, de necesidad, de olvido, de pena, de nada, de
tantos que ni siquiera movieron la aguja de la vida.
(*) Periodista
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