Por Manuel Vicent |
El papa Francisco acaba de beatificar al cura
Jacques Hamel, degollado por un yihadista mientras celebraba misa en una
iglesia de Francia. La degollación es un acto ritual del fanatismo religioso
que se pierde en la oscuridad de los tiempos y aún hoy los fieles cristianos se
postran a rezar ante las carnicerías a las que fueron sometidos algunos mártires.
Cuadros de santos con sus cuerpos minuciosamente
ensangrentados se exhiben también en los museos para el consumo estético.
Caravaggio fue el artista más inspirado a la hora de pintar estas atrocidades.
Nadie ha superado en cantidad y calidad a sus degollaciones.
Holofernes decapitado por Judith, Clitemnestra por Orestes, Goliat por David,
Isaac por Abraham con el puñal en el aire y sobre todo La degollación de san Juan Bautista, que se
conserva en la catedral de Malta, su obra maestra, en la que el pintor no dudó
en estampar por una vez su nombre sobre la sangre junto a la daga del esbirro.
Estas salvajadas Caravaggio las adornaba con
ángeles desnudos sin más abrigo que sus alas, cuyos modelos eran mozalbetes,
algunos con cara de vicio, sacados de los bajos fondos de Nápoles.
En la pintura barroca se llama naturalismo a esta
forma de expresar en claroscuro, luz sobre fondo negro, la expresión de los
rostros y la contorsión dramática de los cuerpos en un éxtasis entre el dolor y
el placer, un trabajo que los cardenales sádicos encargaban a los artistas.
Caravaggio tampoco era un modelo de virtud; de
hecho su vida es el mejor ejemplo de claroscuro, puesto que en cierta ocasión
manejó certeramente la navaja homicida y de ahí le venía, tal vez, la atracción
y experiencia para pintar degüellos mientras huía de la ley.
Caravaggio fue un especialista en convertir en arte supremo la sangre luminosa de los
cuellos decapitados, ante la cual rezan los fieles y lloran de emoción los
estetas.
© El País (España)
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