Por Manuel Vicent |
Desde aquel aciago 11 de septiembre en que cayeron
derribadas las Torres Gemelas, cuyo aniversario se conmemora hoy, la historia
ha tomado un carácter escatológico, desenfrenado y violento, hasta el punto que
desde entonces todos los veranos ya son siempre el último verano. Esa sensación ha acompañado el final de estas vacaciones
cuando bajo un calor de 40 grados y un ventarrón oscuro, de repente a la caída
de la tarde se levantaron varias nubes rojas por el este como un insólito
crepúsculo y alguien comentó: vaya, hoy el sol se pone por el lado contrario.
El gran resplandor formado por donde solía amanecer todos
los días hasta esa misma mañana no se debía a ninguna postrimería sino al
incendio ritual de cada verano, solo que esta vez ardían las calas y montes de
Xàbia que fueron el horizonte de los mejores años de nuestra vida. Las llamas
estaban reduciendo a ceniza gran parte de la memoria de los placeres acaecidos,
de las promesas y los sueños imposibles.
Sucedió el día en que había que cerrar la casa para volver
al trabajo condenados a respirar el humo de pajas que generan las palabras de
los políticos.
Pese al fuego unos amigos, el poeta Tono, el actor Cervino y
el patrón Héctor decidimos salir a pescar y navegar por última vez esa
madrugada como una forma de enfrentar el placer al apocalipsis. Desde alta mar
se veían los montes ardiendo cuyo resplandor desafiaba con ventaja a la
poderosa luz del sol saliendo del agua. Esta vez los dedos de rosa de la aurora
se debían a una catástrofe, pero tendido y mudo en honor de la belleza estaba
el mar, según verso de Virgilio.
Y hubo un momento en que en torno a nuestro barco comenzaron
a saltar los delfines. El fin del mundo puede esperar, gritó alguien lanzándose
al abismo. Siempre se ha dicho que los delfines, si te ven en peligro, te cogen
en brazos y te llevan a casa.
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