Por Norma Morandini (*) |
Ante situaciones extraordinarias, los cordobeses echamos
mano de la frase “somos el rostro anticipado del país”. Tal cual sucedió dos
años antes del golpe militar del 24 de marzo de 1976, cuando el derrocamiento
del gobierno de Obregón Cano y su vice, el sindicalista Atilio López, por la
sedición del jefe de policía, anticipó el rostro más sufrido de nuestro país,
la violencia política, las muertes y los secuestros.
Sin embargo, los
cordobeses debimos esperar este siglo para reconstruir y condenar en los tribunales
el rompecabezas del terror de los campos de detención clandestinos La Perla, La
Ribera y el D2, el Departamento de Informaciones de la Policía cordobesa. Tan
igual a la maquinaria de muerte diseñada para hacer desaparecer los cadáveres y
negar los delitos, con la singularidad de nuestra historia cordobesa, sus
rebeldías y sus dirigentes sindicales respetados como Agustín Tosco. Llegamos
tarde a la justicia pero esa distancia temporal trajo algunas novedades que
podrán anticipar nuevas responsabilidades y actualizar postergados debates. La
primera vez que un tribunal reconoce también como delitos de lesa humanidad, o
sea, que no prescriben, los cometidos antes del 76, durante el gobierno
democrático de Isabel de Perón. La primera vez que se reconocen tanto el robo
de bebés como las violaciones sexuales como parte del plan sistemático de
exterminio.
Entre el Juicio a las Juntas en el inicio de la
democratización, cuando todavía podía sentirse el terror de la dictadura –los
autos Falcon estacionaban en la puerta de los tribunales– y este otro, en la
cuarta década democrática, ya sin miedo ante las bravuconadas de los que a los
gritos prometen venganzas, con miles de cordobeses que esperaron la lectura de
la sentencia en la calle, el tiempo fue modificando la relación con ese pasado
trágico. Hasta las palabras fueron mutando. La expresión “guerra sucia”, tan
común en el inicio de la democratización, ahora escandaliza y al “proceso de
reorganización nacional”, como se nombró al régimen militar, ahora se lo
designa como “dictadura cívico militar”; las víctimas de ayer hoy son héroes
revolucionarios.
Desde que, en el Juicio a las Juntas, una sobreviviente que
había narrado las torturas a las que fue sometida pasó a mi lado y exclamó:
“¡Oh! Olvidé narrar cómo me violaron”, constaté que ésa fue una tortura
adicional a las mujeres pero, también, la más difícil de narrar. Y la que se
perpetúa en la violencia y los crímenes contra las mujeres.
La primera y única vez que asistí al juicio contra Menéndez,
yo misma me violenté cuando uno de los abogados de la querella le pidió a una
sobreviviente que describiera la felatio a la que fue obligada. Con su marido
en la sala, entonces, me pregunté: ¿era necesario?
El día que la fiscal de la megacausa ESMA leyó su alegato
ante una sala casi vacía, con tan sólo la única presencia del hermano de Helena
Holmberg, la hija del ex embajador en Venezuela, Hidalgo Solá y yo, no pude
resistir la descripción de los abusos sexuales que no había escuchado antes. Si
cuento esta intimidad del dolor, es nada más que para advertir sobre el
sufrimiento que esconden estos juicios y nos imponen la actitud más difícil, la
de la comprensión y la compasión para evitar que con tanta liviandad nos
sigamos lastimando. Si no convertimos la historia trágica en aprendizaje
democrático, la que habrá triunfado es la dictadura porque nuestros corazones
se resintieron y devuelven lo que recibimos a manos llenas: el odio y la
crueldad con la que se envenenó y asesinó nuestra convivencia política.
(*) Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado
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