lunes, 22 de agosto de 2016

Un bife y un omelette

Por Guillermo Piro
En mi intento por refutar la larga serie de lugares comunes que giran alrededor del libro, me encuentro con una tríada simpática y locuaz. La primera reza: “Los libros deben ser vividos”.

Lo decía siempre una amiga que sólo compraba libros usados, con especial predilección de su parte por los subrayados en rojo, las manchas marrones de brebajes imprecisos, las cuentas del supermercado a manera de señalador olvidado, las casitas dibujadas por el niño de la casa y las frases escritas del estilo: “Llamó el ingeniero Alfredo Buscafusca. Llamarlo”.

Podría observar que leer y vivir no son la misma cosa, que por el contrario son casi los dos polos opuestos de un dilema cuyo modelo sería: “La bolsa o la vida”. Podría agregar que son las dos antípodas de un continuum que va de Mallarmé, para quien todo lo existente está destinado a terminar en un libro, a Rimbaud, que abandona el papel y la tinta para ir a traficar armas a Abisinia. Podría decir que los libros deben ser leídos, y que la vida tiene que ser vivida: a cada cual lo suyo. Pero la verdad es que no tengo una verdadera refutación de este lugar común: se trata simplemente de mi prejuicio contra el de ellos.

El otro dice: “Ciertas cosas no pueden ser comprendidas leyendo, tienen que ser vividas en carne propia”. Aplicado al Kamasutra, es un argumento aceptable, pero el problema es que es algo que la mayoría de las veces oí objetar durante animadas discusiones sobre los derechos humanos en países remotos. “¿Estuviste alguna vez en Cuba? ¿Y entonces cómo podés decir lo que estás diciendo?”. El sobreentendido delirante de ese razonamiento sería éste: “La semana que pasé en Varadero y mis impresiones ocasionales acerca de la vida en La Habana y en Cayo Coco valen más que los informes de Amnesty International y de Human Rights Watch”. El corolario, más inquietante aún, es éste: “¿Cómo te atrevés a hablar del Tercer Reich, si no vivías en Berlín en 1930?” Los libros existen justamente para eso.

“Los libros son alimento para el alma”. Suena bien, ¿no? Pero a menudo son una invitación velada y sugestiva a la bulimia literaria. Necesitados de válidas conclusiones dietéticas y toxicológicas podemos afirmar, sin embargo, que ciertos libros son como frutos venenosos. Yo ordeno mis lecturas en un espectro que va de los libros-crustáceos (en general filósofos alemanes, con los que hay que luchar con corazas y exoesqueletos a fin de llegar, exhaustos, a un minúsculo pedacito de carne roja) a los libros-sopa crema de verduras (aquellos que se vanaglorian de su estilo ligero y que no encuentran resistencia alguna en su marcha por el interior de nuestro organismo). Luego vienen los libros indigestos y los predigeridos, que no necesitan aclaración alguna. La idea de este orden me viene de cuando era adolescente y mi padre, al ver sobre la mesa La sociedad abierta y sus enemigos, de Karl Popper, y un libro de un efímero ensayista francés, me preguntó: “¿Qué hacen juntos un bife y un omelette?”

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