Por Guillermo Piro |
En mi intento por refutar la larga serie de lugares comunes
que giran alrededor del libro, me encuentro con una tríada simpática y locuaz.
La primera reza: “Los libros deben ser vividos”.
Lo decía siempre una amiga que sólo compraba libros usados,
con especial predilección de su parte por los subrayados en rojo, las manchas
marrones de brebajes imprecisos, las cuentas del supermercado a manera de
señalador olvidado, las casitas dibujadas por el niño de la casa y las frases
escritas del estilo: “Llamó el ingeniero Alfredo Buscafusca. Llamarlo”.
Podría
observar que leer y vivir no son la misma cosa, que por el contrario son casi
los dos polos opuestos de un dilema cuyo modelo sería: “La bolsa o la vida”.
Podría agregar que son las dos antípodas de un continuum que va de Mallarmé,
para quien todo lo existente está destinado a terminar en un libro, a Rimbaud,
que abandona el papel y la tinta para ir a traficar armas a Abisinia. Podría
decir que los libros deben ser leídos, y que la vida tiene que ser vivida: a
cada cual lo suyo. Pero la verdad es que no tengo una verdadera refutación de
este lugar común: se trata simplemente de mi prejuicio contra el de ellos.
El otro dice: “Ciertas cosas no pueden ser comprendidas
leyendo, tienen que ser vividas en carne propia”. Aplicado al Kamasutra, es un
argumento aceptable, pero el problema es que es algo que la mayoría de las
veces oí objetar durante animadas discusiones sobre los derechos humanos en
países remotos. “¿Estuviste alguna vez en Cuba? ¿Y entonces cómo podés decir lo
que estás diciendo?”. El sobreentendido delirante de ese razonamiento sería
éste: “La semana que pasé en Varadero y mis impresiones ocasionales acerca de
la vida en La Habana y en Cayo Coco valen más que los informes de Amnesty
International y de Human Rights Watch”. El corolario, más inquietante aún, es
éste: “¿Cómo te atrevés a hablar del Tercer Reich, si no vivías en Berlín en
1930?” Los libros existen justamente para eso.
“Los libros son alimento para el alma”. Suena bien, ¿no?
Pero a menudo son una invitación velada y sugestiva a la bulimia literaria.
Necesitados de válidas conclusiones dietéticas y toxicológicas podemos afirmar,
sin embargo, que ciertos libros son como frutos venenosos. Yo ordeno mis
lecturas en un espectro que va de los libros-crustáceos (en general filósofos
alemanes, con los que hay que luchar con corazas y exoesqueletos a fin de
llegar, exhaustos, a un minúsculo pedacito de carne roja) a los libros-sopa crema
de verduras (aquellos que se vanaglorian de su estilo ligero y que no
encuentran resistencia alguna en su marcha por el interior de nuestro
organismo). Luego vienen los libros indigestos y los predigeridos, que no
necesitan aclaración alguna. La idea de este orden me viene de cuando era
adolescente y mi padre, al ver sobre la mesa La sociedad abierta y sus
enemigos, de Karl Popper, y un libro de un efímero ensayista francés, me
preguntó: “¿Qué hacen juntos un bife y un omelette?”
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