Por Jorge Fernández Díaz |
"Este Macri nos mata de hambre; a veces me dan ganas de
que vuelvan los otros", dijo un muchacho robusto con cara roja y curtida,
y traza de albañil. Su compañero, que era más flaco y llevaba un bolsito al
hombro, se detuvo en lo alto del puente en zigzag que cruza Dorrego a la altura
de Guatemala, y le respondió con voz rotunda: "No, chabón, los otros ni a
palos, se chorearon todo". No alcancé a distinguir cuál de los dos resumió
el mal momento: "Qué desgracia", dijo, y siguieron caminando su
resignación.
Pasó hace algunas semanas delante de mis narices; no es un focus group de efectividad científica,
pero capta a la perfección el target
del máximo sufrimiento. Entre abril y mayo se perdieron cerca de 94 mil empleos
privados, y se sabe que el 90% de ese drama corresponde al rubro de la
construcción. El año pasado, a causa de una economía desquiciada, los costos
alcanzaron el techo y la rentabilidad se hizo muy finita: muchos constructores
guardaron los planes de obra para mejor ocasión. Y promediando septiembre, los
gobernantes de la felicidad perpetua quemaron las naves: apagaron la obra
pública y volcaron esa plata al consumo inmediato; había que generar un clima
artificial durante los meses de las elecciones. Y que el próximo se arreglara
con Dios.
A este cuadro se agrega, por supuesto, el miedo de la clase
media, que en el conurbano bonaerense pospuso los arreglos y redujo severamente
los gastos; el resultado fue la agonía de las changas y el cierre de cientos de
pequeños comercios. Este contexto puso a temblar principalmente a quienes
trabajaban en negro y ganaban un promedio de 15.000 pesos por mes, segmento no
beneficiado por los planes sociales ni por las paritarias. Admite el Movimiento
Evita que los gobiernos de Macri y Vidal mantuvieron -y en algunos casos
reforzaron- la política asistencial de los Kirchner. El problema es otro, como
explicó esta semana Emilio Pérsico, de buena sintonía con la ministra Carolina
Stanley: "Antes había demanda de trabajo y de más derechos, y ahora hay
demanda de alimentos. Hemos abierto seiscientos comedores en el conurbano y
otros tantos en el resto del país. Hoy en los asentamientos y barriadas más
pobres ya no van a los merenderos únicamente los chicos, sino la familia entera
y a buscar comida".
El populismo multiplicó las villas, medró con la miseria y
consolidó las desigualdades. La nueva administración no carece de sensibilidad
social (mantuvo planes y ayudas), pero años de estanflación sumados a una
ineludible cirugía para superar ese infortunio dejó provisionalmente a miles de
argentinos en la lona. Esta verdad es innegable. Bergoglio, esta vez bien
informado, aludió a ella desde Roma; habrá este domingo mucha gente en la
marcha de San Cayetano.
Los fríos números, sin embargo, muestran que este escenario
difícil es todavía menos grave que la ardiente experiencia de 2014, sólo que
entonces nadie esperaba demasiado y hoy existe una ansiedad sobrecogedora y una
expectativa gigantesca, por instantes sobrenatural. Hace tres años se registró
una inflación de 38% de punta a punta, una devaluación del 31% y una
contracción del PBI del orden del 2%. Casi cualquier economista profesional,
por más discrepancias que mantenga con el programa heterodoxo de Prat-Gay, sabe
que la inflación actual contiene doce puntos meramente coyunturales debido a
medidas necesarias: la quita de retenciones, la devaluación por el cepo y la
actualización de las tarifas. Y que la culpa de las dolorosas secuelas
corresponde en una proporción de nueve a uno al anterior inquilino de Balcarce
50. El uno restante es, sin duda, el zafarrancho tarifario, duro porrazo
político y jurídico del macrismo. Un affaire
que erosiona su reputación de planificador eficiente.
El Gobierno, por otra parte, tiene objetivos muchas veces
contradictorios: bajar la inflación y reactivar con premura, y al mismo tiempo
es como adelgazar mientras se engorda. La inyección de la obra pública es el
Séptimo de Caballería, aunque por ahora siguen cayendo flechas y balas sobre
los colonos, y sólo se escucha en la lejanía el toque de carga y el rumor de
los cascos.
Pese al malestar que campea en algunos despachos oficiales
con ciertos empresarios, intermediarios y supermercadistas, lo cierto es que
muchas compañías de gran porte están proyectando ahora mismo inversiones
multimillonarias. El problema es que la Argentina se quedó hace rato sin
burguesía nacional, y que muchas casas matrices se manejan únicamente con los
datos que les hacen llegar sus CEO, ejecutivos atados al bonus de fin de año y
obligados a cobardías cortoplacistas: el nivel de inflación y la incertidumbre
de un gobierno no peronista son suficiente excusa como para convencer a sus
jefes extranjeros de que vayan con pies de plomo. En cambio, los accionistas
que operan en el país están obligados a la audacia para no perder mercado, y
tienen entonces una mirada más expansiva y estratégica. No existe en el
escenario de largo aliento ningún accidente macroeconómico a la vista, la
negociación política de Macri ha demostrado ser bastante exitosa, los tropiezos
de estos meses están dentro de lo razonable para un período que los hombres de
negocios caracterizan como de transición y las perspectivas les parecen en
general muy buenas.
El economista Daniel Artana, habitualmente crítico del
oficialismo, advierte que la industria cayó un 7% y que la inflación interanual
será del 40%. Pero vislumbra un rebote en la actividad por cuatro razones: la
expansión de la inversión pública, un aumento en el consumo por la mejora de
ingresos de dos millones de jubilados y pensionados, la entrada adicional de
capitales por el blanqueo y la recuperación de salarios en moneda constante
"como consecuencia de la menor tasa mensual de inflación y algunos ajustes
en las negociaciones salariales". Artana denuncia la falta de una agenda
de desarrollo, pero proyecta un crecimiento de entre el 3 y 3,5% para 2017 y
una inflación cercana al 25% al final de una temporada que estará signada por
una mejora palpable y por los comicios cruciales de medio término.
Todas estas realidades paralelas y a veces discordantes se
combinan en estos tiempos tan raros. Algunos de los analistas más sofisticados
y una gran parte de la sociedad politizada suelen descontextualizar demasiado
rápido la etapa histórica: el país está saliendo de un régimen y entrando en otro,
y ese tránsito es inédito, traumático y está sembrado de trampas y paradojas
disímiles. Hubo en la Argentina dos democracias en pugna feroz, y por lo tanto
no se trata de un juego de continuidades, sino de graduales rupturas. Con una
monumental crisis asintomática que nos conducía a un crac inexorable, una
conciencia social frágil y fluctuante, y un final siempre incierto.
A Cambiemos habrá que reclamarle mucho realismo y mano de
seda, y que no se abandone con tanta facilidad al abuso de las estadísticas.
Que no pasemos tan rápido de Axel al Excel. Para el primero, la segunda
inflación más alta del mundo no existía, las economías regionales estaban
fenómeno y hablar de pobreza significaba estigmatizar a los pobres. Para los
flamantes muchachos del Excel todo se reduce a una fórmula infalible. En el
medio estamos los argentinos, tratando de no caer en la demagogia ni en la
insensibilidad social. Los albañiles del puente en zigzag son huérfanos
políticos y víctimas dolientes de carne y hueso. No creen en relatos ni en
planillas. Sólo esperan, y le rezan a San Cayetano.
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