Por Pablo Mendelevich |
En la conferencia que ofreció hace poco en el living de su
casa de Calafate, Cristina Kirchner informó que dispone de cálculos que le
permiten saber que la inflación actual llega al 50 por ciento. Una curiosidad
por partida doble, dado que la palabra inflación había sido prohibida en el
léxico oficial cuando ella gobernaba y que quienes la medían en forma privada
eran perseguidos por el Estado. La ex presidenta ahora está alarmada por lo que
aumenta el queso en el supermercado que queda en la otra cuadra, así dijo.
Incluso señaló en la supuesta dirección del supermercado.
Dada su sensibilidad frente a los pobres, el aumento
desmadrado del costo de la vida le produce una tremenda preocupación que
necesita compartir con todos. No es que haya perdido la fe como negadora
practicante, sólo que a sus aflicciones no las regula la realidad, las regulan,
como de costumbre, las necesidades del discurso. En su promocionado homenaje al
modelo bolivariano de Hugo Chávez, por ejemplo, omitió mencionar que en
Venezuela la inflación está en el orden del 700 por ciento.
El mecanismo de las palabras y los conceptos prohibidos fue
una de las aristas grotescas del kirchnerismo que más rápido se esfumaron al
asumir el gobierno de Cambiemos. Lo notable no ha sido el levantamiento
automático, sencillamente natural, de este otro cepo, el de las palabras, sino
la negación de la negación que practican ahora quienes apenas ayer entendían
que el lenguaje público merecía ser manipulado de manera impudorosa.
La convivencia cotidiana de los argentinos con palabras como
inflación, corrupción, coparticipación, alternancia, inseguridad, y desde luego
con las realidades que ellas representan, tal vez hoy expande la sensación de
que esas palabras siempre han estado allí. Pues no, no estaban, se encontraban
vedadas, por más que ahora retumben con frescura en las bocas de quienes hasta
diciembre de 2015 podían ser acusados de blasfemos si llegaban a mencionar con
todas las letras cualquier asunto que para "la jefa" fuera tabú.
El aspecto cuantitativo agrega una paradoja a los silencios
selectivos. Cristina Kirchner ha sido, de lejos, el presidente argentino que
más habló en toda la historia. Con sus discursos encadenados llenó bastante más
que el equivalente a dos biblias. Recopilación pendiente, dicho sea de paso,
que hasta ahora nadie se pelea por editar.
Mauricio Macri, empresario por herencia, llegó a la política
con el título de ingeniero procedente del mundo del fútbol. No trajo el
magnetismo pícaro y a veces explosivo de Perón, la cadencia reflexiva de
Frondizi ni la destreza para calentar auditorios de Alfonsín con un rezo laico.
Tampoco la parquedad de Yrigoyen, pero por contraste con su verborrágica
antecesora luce más bien ahorrativo en el rubro y sobre todo reacio a la
fraseología ideologizada. Podría decirse que es un líder menos fogoso, que tiene
clara conciencia de que su turno vino después de la incontinencia omnisciente
de quien habló sin parar durante ocho años.
Además de las palabras prohibidas, entre eslóganes,
modismos, eufemismos y cristinismos el relato K armó una lengua propia. Nadie
había llegado tan lejos con el habla desde el poder, y eso que hubo
experiencias intensas, como la del primer Perón, y descollantes en la mentira,
como la del fugaz y dramático triunfalismo de Galtieri. Ahora bien, ¿tiene el
nuevo gobierno una terminología distintiva y el afán de emular la dedicación
del kirchnerismo a la colonización del idioma de los argentinos? A pesar de los
kirchneristas que hablan de que Macri busca imponer un relato propio es difícil
inventariar un diccionario inconfundible identificado con Cambiemos. Parece
haberse vuelto, más bien, a un ecosistema del discurso público mucho menos
dirigista.
Palabras medulares del relato K como proyecto y modelo, que
se encuentran en vías de extinción, no tienen sustitutos. En todo caso los más
críticos hablan, para cuestionarlo, de un proyecto del macrismo al que
califican de entreguista, pero el macrismo por lo general no se reconoce a sí
mismo como algo que responde a ese sustantivo tan servicial al encubrimiento de
la escasa planificación que tenía el kirchnerismo. En todo caso el PRO, como
tantas veces se dijo, apela a un lenguaje extraño al vocabulario tradicional de
la política, emparentado con el discurso de la autoayuda, algo que se verifica
con nitidez en el estimulador descafeinado "se puede".
Neologismos descalificativos como destituyente y gritos
épicos como "vamos por todo", pilares del credo, quedaron fuera de
circulación. También se dejó de hablar por completo del "cincuenta y
cuatro por ciento", porcentaje icónico que se blandía como una cruz frente
a los vampiros al solo efecto de reivindicar el derecho de Cristina Kirchner a
ser autocrática.
La revolución semántica que pretendía la ex presidenta
cuando forzaba el doble género, el famoso "buenas tardes a todos y
todas", no fue recogida (afortunadamente, diría Cervantes) por su sucesor.
Pero el Estado conserva hoy intacto en algunos rincones ese remedio para el
machismo de la lengua que arruina más de lo que repara. Una publicidad de la
provincia de Buenos Aires, por ejemplo, informa que se vacunará a los niños y a
las niñas, verdadera tranquilidad para quienes temían que sólo se vacunasen
varones: resabios linguísticos de progresismo engolado. Ciertas voces, como el
verbo eufemístico exteriorizar, difundido por el fallido blanqueo kirchnerista,
persiste por otros motivos: lo que se reitera es el blanqueo. Aquel se llamaba
Exteriorización voluntaria de la tenencia de moneda extranjera en el país y en
el exterior. El de ahora fue bautizado como Sistema voluntario y excepcional de
declaración de tenencia de moneda nacional y extranjera y demás bienes en el
país y en el exterior, pero los funcionarios del gobierno de Cambiemos hablan
de exteriorizar, incluso así arengan a quienes, podría decirse, tienden a
preservarse interiorizados. No es que exteriorizar no sea un tecnicismo
correcto sino que su extravagante conjugación remite al pasado K.
Son sólo ejemplos. La designación fondos buitres, mantiene
cierta vigencia, si bien en el debate de la ley que autorizó una renegociación
de la deuda pendiente compitió con holdouts.
Aquí la novedad es que buitre dejó de ser un insulto de Estado, un calificativo
tóxico distribuido por cadena nacional.
El tema es inagotable. Hay cientos de expresiones
impregnadas con el sabor de una época que se jactó y se sigue jactando, no sin
razón, de su intensidad. Pero las palabras siempre dicen cosas. Incluso cuando
se marchitan.
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