Por Pablo Mendelevich |
No todo el mundo le ha prestado atención, quizás, a la
envergadura del debate que acaba de comenzar en el Congreso. Después de cien
años, modificar la forma de votar traerá importantes cambios político
culturales: se trata de pasar en todo el país de la lista sábana a la boleta
única y del método de ensobrado manual a un procedimiento electrónico.
Semejantes cambios convertirían a las legislativas de 2017, cualquiera fuese el
resultado, en históricas.
Claro, también lo serían si la apuesta del gobierno
fracasara, si no se llegara a implementar el nuevo sistema o si la Justicia
Electoral dijera, avanzado el proceso, que no está en condiciones de garantizar
la invulnerabilidad de las máquinas de votar. En ese caso la idea no sería
aplicar la boleta única postergando sólo el sistema electrónico sino que se
volvería a la elección tradicional completa, algo bastante parecido a una
frustración. De allí que las discusiones técnicas que se están llevando a cabo
en el Congreso son fundamentales. Hoy mismo hay en la Cámara de Diputados un
seminario organizado por la ONG Argentina Elige, del que participa Samuel
Issacharoff, asesor de Obama en temas electorales.
Los especialistas están divididos respecto del voto
electrónico. Unos dicen que si bien no existen sistemas infalibles, el proyecto
del gobierno está en una buena senda, pero debe ser discutido y mejorado, sobre
todo en lo referido a la capacidad de auditar. Otros, que no simpatizan con el
voto electrónico, como Delia Ferreira Rubio, temen que sea tarde para empezar
el debate parlamentario que marcha a poner todo patas para arriba en 2017. Las
primarias nacionales son el segundo domingo de agosto -dentro de un año-, pero
el proceso electoral debe comenzar en febrero. En comicios nacionales hay
alrededor de cien mil mesas electorales, lo que demandaría algo más de cien mil
máquinas. Está claro que la reforma que se planea es muy ambiciosa, aunque no
habría que exagerar las expectativas. El gobierno sostiene que servirá para
acabar con el clientelismo. Venezuela, uno de los países con voto electrónico,
lo desmiente. También es una reforma costosa. Circula la versión de que al
Gobierno lo entusiasma la tecnología coreana antes que ninguna otra.
Mientras el proyecto sea eso, un proyecto, hay algo que
podríamos llamar la paradoja del ciudadano perdido en las tinieblas del cuarto
oscuro. Basta ser argentino y ser votante habilitado para conocer del asunto:
boletas electorales kilométricas con infinitos candidatos para los cargos más
diversos. Sábanas abarrotadas de nombres en su gran mayoría desconocidos que a
su vez inundan el aula de una escuela con una oferta de montoncitos apilados
que cubren diez o quince pupitres, cuyo remanente descuartizado, desde el piso,
refrenda el sello artesanal del método. No se requiere esfuerzo alguno para
imaginar el agobio de quien entra al cuarto oscuro a ejercer la soberanía
popular bajo el supuesto teórico de que está sabiendo a quiénes ensobra. Es más
o menos lo que sienten los domingos de elecciones (domingos que ya llegan a
sumar media docena) millones de votantes, salvo los que alivianan el desafío
llevando, ya sea a conciencia o bajo inducción, la boleta de su preferencia en
el bolsillo.
¿Cuál es la paradoja? Que los mismos políticos que elección
tras elección complicaron el sistema hasta el absurdo, que embrollaron todo,
que multiplicaron las posibilidades con colectoras, listas espejo, candidatos
testimoniales, candidaturas múltiples, y el año pasado sumaron dos secciones
más (las del forzado Parlasur) a la boleta que en varios distritos ya superaba
el metro diez; es decir los políticos a quienes la independencia y capacidad de
discernimiento del elector les importó un bledo, ahora reclaman simpleza y
perfección para el sistema de voto electrónico con boleta única, cosa que el ciudadano
no se llame a engaño apabullado por una botonera que es similar a la de un
cajero automático. Es cierto, en un país que tiene la mitad de la población sin
bancarizar, el modelo del cajero presagia dificultades. Pero los defensores del
voto electrónico responden a eso que Salta fue la provincia precursora y si
bien allí se aplicó el sistema en forma escalonada a lo largo de tres
elecciones, los resultados fueron satisfactorios. Salta era y sigue siendo una
provincia peronista, gobernada por el ex filo kirchnerista Juan Manuel Urtubey,
lo cual prueba que el voto electrónico no divide aguas por alineamiento
partidario. Este es uno de los temas en los que Urtubey contrarió en su momento
a Cristina Kirchner, como hoy hay diputados peronistas salteños que en este
tema se distancian del pataleo de su bloque.
Mauricio Macri implantó el voto electrónico en la ciudad de
Buenos Aires de un saque y a esa altura Córdoba, gobernada por el peronismo no
kirchnerista, y Santa Fe, en manos socialistas, ya venían aplicando sus
respectivos modelos de boleta única. Casi podría decirse que la disputa es
territorial antes que partidaria: Salta y Ciudad de Buenos Aires siguieron un
modelo y Córdoba y Santa Fe, otro.
El vetusto sistema de las boletas de papel no encuentra hoy
defensores aparte de Cristina Kirchner, quien dijo el año pasado que el día que
lo saquen ella dejará de ir a votar. Pero ¿cómo determinar la sinceridad de los
políticos que le piden al sistema electrónico un cien por ciento de eficacia,
algo que en ningún caso los técnicos garantizan?
Lamentablemente no se inventó todavía un decantador que
discrimine lo técnico de lo político. Está claro que la posibilidad del hackeo
(otra cosa es quién contrata al hacker) es un tema técnico. Los técnicos explican
una interesante diferencia entre la falibilidad del sistema informatizado por
el que hoy se mueve el dinero y un sistema electoral electrónico. En el primer
caso, si se comete un error, hay mecanismos resarcitorios. Pero una elección
que "falla" es un problema impensable. Un riesgo que no se puede
correr. Ese es el dilema que hoy enfrentan los legisladores, listos, de un modo
u otro, para hacer historia.
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