Por Jaime Fernández-Blanco
Inclán
Hegel decía que “todo lo que es real es racional, y todo lo
que es racional es real”. La realidad, por tanto, estaría dictada por nuestra
mente. Otros filósofos, como Platón, Descartes, Husserl, etc., también
defendían que, en mayor o menor medida, existe una correlación entre nuestras
ideas y la realidad.
Y es un pensamiento que las ciencias (a fin de cuentas las
ramas del saber que se interesan por el estudio concreto de la realidad,
mientras que la filosofía buscaría una idea ‘global’) podrían estar
demostrando: lo que vivimos está íntimamente ligado a lo que hay en nuestro
cerebro, al menos en buena parte.
¿Qué significa esto? Que nuestros pensamientos podrían,
verdaderamente, transformar la realidad. Que tendríamos el poder de
reinventarla a partir de nosotros mismos. Cuando creemos que podemos hacer o
conseguir algo, se crean las condiciones para que ese ‘algo’ se cumpla. Y a la
inversa.
Se trata de un campo que se ha planteado desde diversos
prismas: físicos, neurológicos, filosóficos, etc., y al que todavía le queda
mucho recorrido, pero trataremos de dar aquí una idea aproximada de la misma
desde sus diferentes vertientes y posibilidades.
La vía física
Los experimentos llevados a cabo por científicos con partículas
elementales estarían llegando a una conclusión clara: la mente puede crear. O
más bien, escoger entre diferentes opciones para formar la realidad. Parece
establecerse que las micropartículas cambian de comportamiento dependiendo de
la actitud del observador, pudiendo comportarse como una onda o como una
partícula. Puesto que nosotros estamos compuestos por millones de átomos,
nuestras expectativas y comportamientos influyen en las partículas de las que
nos componemos. Nuestra realidad sería producto de las mismas.
El átomo es un compuesto de partículas (protones, neutrones
y electrones) cuya estructura, como dato llamativo, recuerda poderosamente al
universo (planetas girando alrededor de soles y electrones girando alrededor de
núcleos). Lo que ahora se sabe es que la materia de la que se componen los
átomos es prácticamente inexistente. Las partículas dentro de un átomo ocupan
un lugar insignificante, siendo el resto ‘vacío’. Esto podría traducirse como
que el átomo es mucho más maleable de lo que pensamos en realidad. No son
‘cosas’, sino ‘tendencias’, posibilidades. Y la física plantea una cuestión:
entre esas diferentes posibilidades, ¿quién escoge? El observador. Nosotros.
Una de las teorías más famosas de la mecánica cuántica, la
teoría de los universos paralelos (surgida en 1957), viene a decir que nuestra
realidad es un número de ondas que conviven en un espacio-tiempo como
diferentes posibilidades, de las cuales una se convierte en ‘la realidad’. La
nuestra. Lo que vivimos.
Si tenemos en cuenta todo lo expuesto anteriormente sobre el
funcionamiento de las partículas respecto al observador, sus similitudes
físicas en el universo y la teoría cuántica de que existen múltiples universos
disponibles como realidades, se plantea la teoría de que somos nosotros mismos
los que decidimos nuestra realidad, del mismo modo que hacemos con las
partículas/posibilidades que la componen. Nuestros pensamientos determinarían
qué realidad, de entre todas las posibilidades disponibles, vivimos. Si la
realidad es una enorme estación de radio con miles de frecuencias, nuestra
consciencia es la que se encarga de sintonizar la emisora.
Eso ofrece un nuevo enfoque, cuya interpretación tiene
consecuencias biológicas.
La vía biológica
Mantengamos el siguiente punto de vista: la base de toda
nuestra realidad está en el punto de vista desde el que procesamos e
interpretamos la información que recibimos de la misma. ¿De qué modo realizamos
estas interpretaciones? Desde nuestras emociones y sentimientos. Y aquí entra
en juego nuestro cerebro y los posibles resultados para nosotros y nuestra
vida.
Cuando un sujeto ve algo, en el cerebro se activan una serie
de regiones. Lo curioso es que si ese sujeto cierra los ojos e imagina ese
mismo objeto... ¡las regiones que se activan son las mismas! Nuestro cerebro no
diferencia lo que es real de lo que es imaginario, solo difiere en el nivel de
intensidad. Los circuitos que se activan son los mismos ante una simple
fantasía que ante la más cruda realidad, y esos circuitos son la base que usa
el cerebro para generar una respuesta emocional.
La región que se encarga de generar dicha respuesta es el
hipotálamo. Ahí se crean los péptidos, compuestos asociados que son los
responsables de las reacciones de nuestro cuerpo a nuestros sentimientos. Simplificando
un proceso mucho más complejo: ante una información externa, generaríamos una
emoción; esta haría que se produzcan unos determinados péptidos y estos se
descargarían desde nuestro cerebro hasta nuestras células a través de sus
receptores.
Rutinas de
pensamiento
¿Y qué tiene todo esto que ver con la creación de la
realidad? Pues el hecho de que nuestras células tienen memoria y tal y como
decía Aristóteles: “Toda virtud o defecto es un hábito de la experiencia”. Las
células se acostumbran con el paso del tiempo a recibir unos determinados
péptidos ante los diferentes factores externos y crean rutinas automáticas de
pensamiento. Es decir, si vemos un ascensor y sentimos miedo por la posibilidad
de quedarnos encerrados, nuestro cerebro, ante ese miedo, descarga en nuestro
cuerpo la respuesta física adecuada contra una amenaza: aumento de la
temperatura corporal, respiración acelerada, aumento del ritmo cardíaco, etc.
Nuestro cuerpo no sabe si ese miedo es real o infundado, pero eso no importa, su
objetivo es mantenernos vivos. Así, si cada vez que vemos un ascensor sentimos
pánico, la respuesta de nuestro cuerpo terminará por ser automática:
ascensor-miedo-respuesta defensiva. Estos hábitos de pensamiento con respuesta
asociada son, ni más ni menos, que lo que llamamos ‘personalidad’.
A donde queremos llegar con todo esto es a que, si pensamos
que somos unos perdedores, unos tímidos patológicos castrados socialmente, unos
pusilánimes incapaces de terminar o empezar nada, lo más probable es que eso sea
el resultado de hábitos de pensamiento y actuación arrastrados durante muchos
años que, cuanto más sigamos repitiendo, seguirán construyendo ese tipo de
personalidad, porque es la que estamos alimentando una y otra vez en un bucle
continuo de emoción-respuesta-emoción-respuesta. Ad infinitum. Y como hemos
visto en el apartado anterior sobre la física, son nuestras creencias las que
podrían determinar qué tipo de realidad seleccionamos para vivirla.
Esto explica el por qué placebos y, en menor medida, drogas
y medicamentos, funcionan. Rompen el bucle. Por ejemplo: un hombre tiene
insomnio. Piensa que no puede dormir y, al acostarse, ese pensamiento le
acompaña, resultando que cuanto más piensa que no puede dormir, menos duerme.
Al día siguiente se toma una pastilla una hora antes de acostarse, lo que
refuerza el pensamiento de ‘hoy sí duermo, porque he tomado una pastilla para
ello’, y efectivamente, duerme. Más allá de los elementos químicos que inducen
al sueño, una parte muy importante de dicho resultado es el mecanismo cerebral.
Esa confianza en el resultado deseado influye mucho en la posibilidad de que se
genere la respuesta adecuada (dormir, en este caso). Así funcionan los
placebos: engañan a nuestro cerebro con una falsa esperanza para que este genere
una respuesta nueva, y esta, con la repetición, termina generando una nueva
rutina. Es algo que está demostrado: pacientes con graves enfermedades que
confían en superarlas tiene un porcentaje de supervivencia mayor que pacientes
que tiran la toalla.
Esta ‘reeducación’ cerebral es lo que se conoce como
plasticidad, la capacidad de nuestro órgano-rey para adaptarse y reprogramarse.
El peso de las
creencias
Uno podría pensar: “¿Y? Sigue siendo la realidad el primer
paso, la que establece el principio de todo el circuito. Y no la controlamos”.
Sí y no.
Nuestras creencias no solo establecen nuestra respuesta,
sino también la asimilación de los datos externos. Nuestros sentidos (nuestra
herramienta según las filosofías empiristas, positivistas, etcétera, para
conocer la realidad) registran cada día una cantidad increíble de información,
cientos de miles de bits por segundo; sin embargo, solo somos capaces de acceder
a un pequeñísimo porcentaje, en torno a unos 2.000 de esos bits. Lo que
llamamos ‘realidad’ es solo una mínima parte de lo que hay a nuestro alrededor.
¿Y qué elementos se encargan de filtrar esos datos? ¿Quién separa la paja del
trigo? Nuestras creencias, de nuevo. Lo que captamos del mundo se construye
desde nuestro interior porque es él, nuestro pensamiento, el que selecciona
aquella información que se agolpa en nuestra consciencia. Escogemos entre las
diferentes posibilidades de la existencia. Generamos rutinas de pensamiento.
Cada asociación de ideas que logremos crea una conexión
neuronal gracias a la memoria asociativa, de modo que ante una situación
similar, como hemos visto, reaparecerá un pensamiento que dará lugar a una
respuesta automática. Otro ejemplo diario: quienes han sufrido una ruptura
amorosa traumática tendrán más problemas para encontrar el amor de nuevo, pues
en su cerebro se ha asociado la idea de amor con sufrimiento. Cuanto más se
asocien a esa idea, más difícil será para ellos abrirse emocionalmente,
dificultando el volver a enamorarse.
La ventaja de conocer todo esto es que nos permite ver los
patrones de funcionamiento de nuestra mente, y con ello, la posibilidad de
tratar de revertirlos de manera consciente. Ante pensamientos negativos podemos
obligarnos a pensar positivamente; ante sensaciones desagradables podemos
intentar controlarnos y guardar la calma, generando en ambos casos nuevos
patrones emocionales positivos de estímulo-respuesta; seleccionando información
externa de un modo más adecuado a nuestros fines; escogiendo la posibilidad
deseada de aquellas realidades que se nos ofrecen.
Un saber de siempre
Lo curioso es que dichas teorías ya habían sido aplicadas
desde hace milenios, aunque ahora tengamos más certezas.
En la antigüedad, los esenios (movimiento judío establecido
tras la revuelta macabea) visualizaban aquello que deseaban, como si ese fin
hubiera sido ya alcanzado. Similar actitud tiene el rezo cristiano en el que
‘se le pide’ a Dios y se cree, con fe, que este nos dará sin importar el cómo.
Filósofos como Wittgenstein postulaban que el mismo concepto de fe era una
parte inestimable de la felicidad, y Julián Marías defendían la esperanza como
la herramienta básica para alcanzar la misma en vida. Concepciones más
modernas, como la programación neurolingüística, hacen hincapié en que, puesto
que pensamos como hablamos, la manera en que nos expresemos puede determinar
nuestro pensamiento, y con él, nuestra interpretación de la realidad. El
proceso de ‘visualización’ es también común entre los deportistas de élite, que
reproducen mentalmente el objetivo, logro o tirunfo que desean alcanzar.
¿Tenían razón los filósofos que sostenían que controlamos la
realidad? Más o menos. No dejará de haber guerras en el mundo simplemente
porque pensemos que no debe haberlas. No alteraremos las leyes naturales por
creer que estas son manipulables. Pero sí demuestran los hechos que la
influencia de nuestro pensamiento afecta a la realidad. Sin ser una panacea que
convierte el mundo en un edén, existen datos empíricos que parecen demostrar
que nuestra mente es mucho más poderosa de lo que pensamos.
La apuesta de Blaise Pascal respecto a la existencia de Dios
decía: “Aun cuando la probabilidad de la existencia de Dios fuera extremadamente
pequeña, sería compensada por la gran ganancia que se obtendría de ella: la
gloria eterna”. Del mismo modo, la creencia de que nuestra mente tiene
capacidad para transformar la realidad, aunque sea solamente probable, está
revertida de un beneficio inmenso respecto a la creencia contraria. Significa
que todo puede cambiar. Una perspectiva demasiado bonita como para dejarla
pasar, ¿no creéis?
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