Por Javier Marías |
El narcisismo de nuestra época está alcanzando cotas
inimaginables. Hay un creciente número de individuos tan enamorados de sí
mismos que dan por sentado que lo que ellos hagan, opinen, tengan o incluso
padezcan es bueno o está dignificado. He contado que la Real Academia Española
recibe protestas y presiones para que suprima la siguiente acepción de
“autista” (como adjetivo y como sustantivo): “Dicho de una persona: Encerrada
en su mundo, conscientemente alejada de la realidad”.
Los quejosos no tienen en
cuenta que, como he explicado mil veces –y no he sido el único–, la RAE carece
de potestad para enmendarles la plana a los hablantes. Si a ellos se les antoja
emplear “autista” en sentido figurado, para referirse a alguien ensimismado,
impermeable al exterior y a sus semejantes, a la Academia no le queda sino
recoger ese uso. Pertenece a la lengua porque así lo han decidido los
hablantes. También se soliviantan muchos por esta acepción de “cáncer”:
“Proliferación en el seno de un grupo social de situaciones o hechos
destructivos”. Y se añade el ejemplo: “La droga es el cáncer de nuestra
sociedad”. Este sentido metafórico de la palabra está extendidísimo, y a la RAE
no le cabe sino registrarlo. Esta institución, en contra de lo que muchos
quisieran, no prohíbe ni impone nada; tampoco juzga; a lo sumo advierte,
mediante las marcas “Vulgar” o “Negativo”, que tal o cual vocablo pueden
resultar malsonantes o denigratorios.
Pero el narcisismo de muchos individuos roza el absurdo o
cae de lleno en él. Hay enfermos de cáncer que consideran falta de respeto la
inclusión de la acepción mencionada. Parecen decirse: “¿Cómo va a ser
destructivo algo que yo tengo? Eso es una ofensa”. Siempre se ha hablado de
tumores “malignos”, y todos sabemos lo destructivo que es el cáncer. Algunos de
los que lo padecen, sin embargo, han decidido que, si ellos lo albergan, no
puede ser maligno ni destructivo, o que al menos no debe emplearse el nombre
como sinónimo de algo negativo. Otro tanto ocurre con “autista”, como si serlo
fuera algo neutro y no una desgracia. Su uso figurado agravia a los afectados.
Pero lo cierto es que ambas cosas son negativas, se miren como se miren, y nada
tiene de particular que los hablantes lo entiendan así y se valgan de los
términos en sentido no literal (y negativo). Pero en fin, ya saben que hoy está
mal visto hasta decir que alguien es sordo, o ciego, no digamos tullido o
lisiado. Quien sufre una carencia o un defecto a veces no está dispuesto a
admitir que no ver o no oír lo sean. Pretenden que lo consideremos una especie
de “opción”, algo “elegido”, cuando no lo es. Claro que hubo el caso de dos
lesbianas estadounidenses sordomudas que, hace años, y a la hora de fecundarse
una de ellas artificialmente, exigieron que su nasciturus heredara su
sordomudez: querían para él la misma “forma de vida” que a ellas les había
tocado en suerte, de la que habían logrado sentirse orgullosas…
Hace pocas semanas hablé aquí de la extrema susceptibilidad
de mucha gente, que intenta imponernos a los demás. La Defensora del Lector de
este diario se hizo eco recientemente –y además les dio en buena medida la
razón– de las susceptibilidades desaforadas de varios lectores que habían tomado
por “burla” del cáncer del novelista gráfico Frank Miller los comentarios que
sobre su demacrado aspecto había hecho en una entrevista Jacinto Antón,
probablemente el mejor periodista cultural que haya en España. Dado que Miller
es un celebérrimo autor de cómics violentos y desmesurados, Antón decía cosas
tan terribles como que “se parecía extraordinariamente a Freddy Krueger” (lo
cual era cierto, a la vista de las fotos), como podía haber dicho que se daba
un aire a Nosferatu. También lo afrentaba al compararlo con un Ecce Homo, es
decir, con el Cristo una vez hecho un Cristo, como tanto se dice en el lenguaje
coloquial. Esto equivalía, según los quisquillosos lectores, a “burlarse con
saña” (!) del enfermo, o a “reírse en la cara de una persona… aquejada por una
enfermedad” (!). Y la Defensora, para mi sorpresa (EL PAÍS suele estar a favor
de la libertad de expresión, y no debería temer tanto a los tiquismiquis,
intolerantes por naturaleza), acababa amonestando al periodista: “Sus
comparaciones no dejan de ser una aproximación humorística a una realidad nada
cómica: los estragos causados por una enfermedad muy seria”. ¿Humorística?
¿Reírse en la cara? ¿Burlarse con saña? No se sabe en qué quedamos. Quizá haya
que pasar por alto el aspecto de alguien por llamativo que sea; quizá haya que
silenciar las enfermedades sin más, porque cada uno es muy libre de ofrecer el
aspecto que quiera o se le haya puesto, por la razón que sea. Y al fin y al
cabo el cáncer no es maligno, puesto que muchos lo tienen. A este paso, llegará
el momento en que ni siquiera se admita que es una enfermedad. Y llegará
también el momento en que no se podrá hablar de nada, por si acaso. Hacia él
nos encaminamos a grandes zancadas, para acabar con la libertad de expresión.
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