Por Nelson Francisco Muloni |
Un joven es muerto. Otro joven más. Un padre cae por una
bala impía. Una niña es estragada y arrojada en los pastizales. La maestra
esparce su sangre alimentando la tierra montaraz. Una marcha pide justicia. Y
la luna se tiñe de oscuridades porque no se puede medir el valor de una vida.
Alguien clama venganza. Un juez ofrece garantías.
La tragedia argentina no es única. Pero se acrecienta cuando
la cercanía nos olisquea la pobre piel que nos envuelve y la muerte toca la
puerta de al lado. Debate y poluciones salivales se expanden en estudios de
televisión y en centimiles gráficos.
Los políticos hablan de sensaciones o de herencias, de
acuerdo a como les vaya de sisa el traje de la hipocresía. E imaginan tácticas
de saturación, escudos antinarcos o golpes en el pecho ante el empeño de los
santos para construir un edén argentino en el que el otro sea la patria y el vecino,
un nuevo cómplice que sepa esconder dólares al pie, justamente, de esos santos.
Mientras tanto, la muerte violenta no discrimina por edades:
acepta lo que esté a mano. Se asegura que en la pobreza anida, por el hecho de
serlo, la serpiente de la delincuencia mientras que la riqueza, en cambio,
convierte a quienes la ostentan, en sacrosantos caballeros (y damas) de
Castelgandolfo. Nadie alude a la simpleza y, por ello mismo, a la fortaleza de
la educación. La ocultan debido a la “urgencia de la cuestión social” como si
la educación, precisamente, no fuera la herramienta única, insondable y
profunda para que esa “cuestión social” quedara, al menos, constreñida a la mengua
constante por exigua que fuera.
La nebulosa de la ignorancia es la conveniencia de los
poderosos. La violencia es la llaga en la planta del pie de una sociedad cuya
educación ha sido devastada y, en consecuencia, se expande, esa violencia, digo,
a todos los órdenes, desde la inseguridad delincuencial hasta el atropello beligerante
que llenan las cotidianeidades de los argentinos. Porque a la muerte hay que
sumarle la ofensa callejera; la agresión a docentes por parte de padres
fracasados como tales, es decir, desnaturalizados; el desamor a un viejo
abandonado por la puta burocracia política, o la fiesta descerebrada de jóvenes
disfrazados de nazis, por convicción o, precisamente, por ignorancia.
Muerte, violencia, inseguridad, atropellos, son los escudos
del poder. La ignorancia, su bandera. La educación es la insoslayable vena por
la que debiera circular el bienestar social en todos los sentidos que se busque
reflejar. No hay forma de eludir la conflictividad social si la educación es un
valor depauperado. Porque la sociedad en la que crece la ignorancia es una
sociedad destinada al caos. A la pobreza total, porque sin educación, no hay
trabajo y sin éste, no hay productividad ni crecimiento económico. Sólo ruinas
de lo que fuimos. Y violencia, muerte y desolación por futuro. Pura tragedia.
La escritora sudafricana Nadie Gordimer sostenía que la educación es un derecho tan esencial como
el derecho al aire y al agua, según cita Carlos Fuentes. Precisamente, el
escritor mexicano decía que “la base de
la desigualdad en América Latina es la exclusión del sistema educativo. La
estabilidad política, los logros democráticos y el bienestar económico no se
sostendrán sin un acceso creciente de la población a la educación”.
Y asegura Fuentes más adelante: “Hoy, la ampliación de la democracia en la escuela consiste en saber
qué es el poder; cómo se distribuye entre individuos, grupos y comunidades;
cómo se reparten los recursos de países ricos poblados por millones de pobres;
y entender que la militancia ciudadana no se limita a los partidos, sino que se
puede ejercer, efectivamente y en profundidad, desde la pertenencia a clase
social, sexo, barrio, etnia o asociación”.
Entonces, la delincuencia, la violencia y la tragedia
cotidiana producto de aquellas, no se combaten saturando de policías las calles
ni armando escudos inservibles. El presupuesto único y eficaz es la educación,
sin la cual, la sociedad jamás podrá llegar al punto de partida de su propia
transformación. Seguirá, en consecuencia, esperando inexorablemente, morir de
pena…
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