Por Pablo Mendelevich |
En los pasillos del Congreso se habla con sordina de la idea
de agrandar la Cámara de Diputados hasta llevarla de las actuales 257 bancas a
cerca de 328. Es una paradoja complicada. La sordina se debe a que el desajuste
del número de bancas con relación al crecimiento demográfico que hubo en más de
tres décadas crea un efectivo problema de representatividad, pero como la
representatividad ya trae una vieja crisis de orden cualitativo, la clase
política no se anima a explicarle a la sociedad que para cumplir con la
Constitución habría que encargarle al carpintero nuevas bancas.
No cuatro o
cinco: setenta. Bueno, setenta bancas con sus correspondientes sillones
automáticos, tarjetas magnéticas, adaptación del sistema de votación, dietas,
secretarias, asesores, empleados, reformas edilicias, oficinas, sueldos,
aguinaldos, pasajes aéreos y, probablemente también, nuevos baños en el
Palacio.
Sí, se produciría un aumento considerable del presupuesto
parlamentario y aunque genuinamente ello supondría cumplir con la Constitución,
no van a faltar los ciudadanos de vida prosaica que pregunten por qué hay que
hacer cumplir la letra constitucional justo ahora, cómo no se acordaron antes,
cuál es el beneficio, cómo va a impactar esto entre los que escuchan a diario
que la política sirve para mejorar la calidad de vida de la gente. Eso en la
franja de los que preguntan con amabilidad.
Muchos políticos de diferentes partidos, tanto oficialistas
como opositores, ven la idea con buenos ojos, si bien preferirían que a la gente
se la explique alguien de otra bancada. Se estaba discutiendo cómo presentarla
cuando se vio que ya que el rubro era ampliaciones quizás convenía ampliar en
un mismo acto el cupo femenino, asunto que cae mejor y puede ser encuadrado
dentro de lo políticamente correcto. La idea de subir el cupo femenino del
tercio actual al 50 por ciento sería más conversable, entre otras cosas, porque
no cuesta plata. La discusión sobre si el género o sólo la idoneidad deben
primar como requisito para ser diputado ya animó en los últimos días varios
debates radiales. Y a su vez ambos temas irían colgados de la reforma electoral
que envió el Poder Ejecutivo al Congreso, uno de cuyos puntos más salientes es
la boleta única electrónica. La rehabilitación del Congreso como lugar de
discusión es ciertamente auspiciosa, aunque resulta indudable que ofrece más
riesgos que el modelo vertical practicado en la Era K, porque en la complejidad
de un tratamiento multifrontal la calidad legislativa está menos garantizada.
Pero volviendo a la ampliación, esta vez no se trata de
agrandar la nómina de puestos electivos con diputados de cartón. No viene otro
Parlasur como el que se votó al terminar 2014, ese reservorio de mercodiputados
que se entrenan para cuando dentro de sólo tres años ya sean diputados
grandecitos capaces de hacer leyes de verdad. Entrenamiento cuyo ejercicio más
lustroso hasta ahora fue discutir la expulsión del colega José López, al final
abortada porque el arrojador de bolsos se resignó a hacer lo que en el
peronismo se llama dar un paso al costado y renunció a la banca (dicho banca
aquí sólo en sentido parlamentario). Sería curioso que el kirchnerismo, que
obligó a la ciudadanía a digerir dos nuevas secciones en una boleta electoral
que ya era bien larga para elegir no una sino dos clases de mercodiputados
-vale repetirlo, de baja o nula productividad-, ahora rechazase la ampliación
constitucional de la cámara apelando a motivos de austeridad. En todo caso sólo
sería una curiosidad más.
El incumplimiento de la Constitución en este rubro tiene una
larga historia. Después de resolver que Clarín era el gran enemigo de la
Patria, Néstor Kirchner puso todo el sistema de agitación estatal a trabajar
por la causa de la ley de medios. Como se recuerda, su primer argumento, el más
repetido, decía que la ley de Radiodifusión venía de Videla y que por eso no
debía permanecer vigente ni un minuto más, pese a que el Frente para la
Victoria llevaba seis años en el gobierno y apenas si había mencionado antes el
asunto. Campeón mundial del silogismo retorcido, a cualquiera que osase objetar
algo del proyecto oficial de la ley de medios el kirchnerismo le atribuía la
intención de querer mantener la ley de Radiodifusión de Videla, lo cual
significaba, según los generosos distribuidores de epítetos, ser apologista de
la dictadura.
Lo paradójico es que a ese kirchnerismo que clamó hasta el
cansancio que no podía subsistir la ley de radiodifusión (a esa altura
reformada cien veces) porque era una ley de facto, nunca le importó que la
Cámara de Diputados funcionara en cuanto a diseño y magnitud según dos decretos
dictados en su despedida por el general Reinaldo Bignone, el último dictador.
Esas instrucciones para la democracia son, créase o no, las que rigen hoy. En
verdad, ningún gobierno hizo nada por modificarlas, pese a que el artículo 45°
de la Constitución ordena actualizar la cantidad de diputados con cada censo
nacional, es decir, cada diez años.
El sarcasmo de Georges Clemenceau que dice que la guerra es
un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de los militares se vuelve
rocambolesco si en la frase se reemplaza guerra por democracia. Pero así fue.
Bignone firmó en 1983 los decretos ley 22.838 y 22.847 para determinar cómo
sería el nuevo Congreso. Todas las elecciones nacionales que desde entonces se
hacen cada dos años para renovar la cámara por mitades se rigen por el método
de representación que dejó Bignone en base al censo nacional de 1980.
Su segundo decreto, inspirado a su vez en una norma que
había dictado el general Alejandro Lanusse en la desembocadura de la dictadura
anterior, estableció una nueva base de reparto de un diputado cada 161 mil
habitantes o fracción superior a 80.500, más la asignación de 3 diputados extra
a cada provincia. Y estableció un piso de 5 diputados por provincia como
mínimo.
El desbarajuste federal agravado por la mora determinó que
haya algunas provincias subrepresentadas y otras sobrerrepresentadas. Eso no
está bien, desde luego, y empeora a medida que la población aumenta. Pero para
corregirlo se requiere consenso social, porque resolver el aspecto aritmético
de la representación a costa de renovar la crisis de representatividad
remanente de 2001 no parece un buen negocio.
El peor fantasma es el de una confluencia de las dos
ampliaciones a favor del nepotismo practicado habitualmente por un sector de la
clase política casi sin distinción de partidos y de territorios. No es un temor
infundado, basta observar a modo de ejemplo que de entre las nuevas
gobernadoras mujeres, una llegó al poder por su hermano (Alicia Kirchner), otra
por su marido (Claudia Ledesma Abdala de Zamora). O que las dos presidentas que
tuvo la Argentina sucedieron a sus respectivos cónyuges, quienes las habían
encumbrado. Y si es por el cupo, en el Senado abundan los casos de esposas,
hijas, hermanas y cuñadas de caudillos provinciales. Quiere decir que la
posibilidad de que el beneficio sea usufructuado para consagrar castas
familiares con regencia masculina existe. Quizás lo renovador sería pensar en
mecanismos capaces de garantizar espacios a las mujeres con vocación política
ajenas a los círculos feudales.
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