Por Guillermo Piro |
Al parecer, esa estupidez insustituible que adorna el título
pertenece a la batería de frases célebres de un político, jurista y sociólogo
español llamado Enrique Tierno Galván, quien tuvo a su cargo, entre otras
cosas, la redacción del Preámbulo de la Constitución Española de 1978. Más
libros, más libres un corno. Hagan una excursión a mi casa, o a la casa de cualquier
lector encarnizado e inflexible para constatarlo en primera persona.
Los libros se cagan en nuestra libertad. Los libros son un
ejército invasor, cruel, implacable. Su Lebensraum –el “espacio vital” del que
hablaba Friedrich Ratzel, concepto al que recurrió Hitler para justificar su
proyecto del Tercer Reich– es el aire que respiramos. Para los libros, nosotros
somos Polonia.
Los libros son tantos que empujan nuestras fronteras, se
agrupan en todos los rincones, hacen torres en nuestras mesas de luz, vigilan
apilados en los peldaños de las escaleras, nos impiden caminar sin tropezar con
ellos, o peor aún, tropezando con ellos. Y sobre nosotros, bibliófilos y
bibliómanos, ondea una pesadilla todavía más negra: la de terminar como el
compositor francés Charles-Valentin Alkan, que el 30 de marzo de 1888 fue
hallado muerto en su casa, aplastado por el derrumbe de su biblioteca.
Es fácilmente comprobable que, a pesar de su debilidad
innata, los libros consiguen sobrevivir mucho. Más que nosotros, por lo menos,
lo cual ya es algo siniestro e inquietante. Desconfío de la longevidad. Es por
eso que desde hace mucho lucho con esa idea de que los libros no se tiran a la
basura, privilegio que no corresponde a ninguna otra especie merceológica. Todo
se tira a la basura, todo: ropa vieja, sobras de comida, pilas de revistas,
bombillas quemadas, objetos que molestan y ocupan espacio sin otorgar a cambio
ningún beneficio. ¿Con qué criterio deberíamos tirar el cenicero de barro que
nos robamos de un restaurante de Puerto Madero y conservar, en cambio, un libro
de Florencia Bonelli, que molesta y ocupa mucho más espacio? ¿Para qué fin
hipotético, hormiguitas mías, guardamos cosas que no vamos a volver a usar
nunca más?
Y si por alguna razón volvieran a servirnos –pero confíen en
mí, no van a servirnos–, las bibliotecas públicas están ahí para eso. El otro
día leí esta sentencia: “Si vas a regalar algo, que sea un libro”. No me
resulta fácil discutir ese lugar común, porque desde hace años nadie se atreve
a regalarme un libro por miedo a que lo tenga repetido.
El problema no es sólo que tienen razón, sino que al haber
perdido yo mismo cualquier dominio de mi biblioteca y de lo que contiene, los
libros repetidos me los compro solo. Hace años, un amigo le regaló a su novia
un taladro. Ella comprendió que él no había entendido mucho de sus intereses, o
que al menos le importaban muy poco, y lo dejó. Quien se equivoca al regalarnos
un libro se hizo una idea errada de nosotros. De lo que se deduce que quien
regala un libro está dando óptimas razones para romper una amistad.
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