Por Guillermo Piro |
Al igual que otros tantos aspectos cotidianos de la vida, la
comida también está presente en las novelas.
Una moda reciente consiste en
recrear los platos más famosos de la literatura y después fotografiarlos
–supongo que también comerlos, pero no hay registro de eso.
Hace unos años la
diseñadora y directora de arte estadounidense Dinah Fried fotografió cincuenta
y publicó un libro, Fictitious Dishes: An Album of Literature’s Most Memorable
Meals (“Platillos ficticios: un álbum de las comidas más memorables de la
literatura”), y el blog The Little Library Café, de Kate Young, sigue
aggiornándose con recetas inventadas a partir de las descripciones encontradas
en libros. Ahora el proyecto online Fictitious Feasts (“Festines ficticios”),
del fotógrafo francés Charles Roux, se inscribe en esa línea.
Roux estudió fotografía, arte y literatura, y le interesan
particularmente las naturalezas muertas. El mismo compone la escena, buscando
la vajilla adecuada en mercados de pulgas, pidiéndola prestada a parientes y
amigos y luego cocinando él mismo los platos.
Roux comenzó inspirándose en las célebres magdalenas del
comienzo de En busca del tiempo perdido, y siguió luego con la fiesta del té de
Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carrol, y luego con la sopa de
pescado de Moby Dick, el sándwich de queso suizo del El cazador oculto, de
Salinger, y los riñones de cordero a la parrilla de Leopold Bloom, del Ulises
de Joyce.
Tanto Roux como Fried se miden con un plato que escapa a la
norma, o que más bien rompe con todas las normas. En un pasaje de La
metamorfosis, de Kafka, Gregorio Samsa, “convertido en un monstruoso insecto”,
recibe la visita de su hermana, quien le deja un plato de comida que Gregorio
no prueba. Finalmente Gregorio, resignándose a su condición de insecto, se
alimenta del contenido del tacho de basura: “Había vegetales viejos, medio
podridos, huesos de la cena de la noche, cubiertos con una salsa blanca que se
había endurecido, unas pocas pasas y almendras, unos trozos de queso que
Gregorio había declarado incomibles hacía dos días, un bollo de pan seco y algo
para untar con manteca y sal”. Las versiones de una y otro difieren tanto como
cualquier plato exquisito cocinado por dos personas distintas.
¿Qué se come en la literatura actual? No tengo idea, no presto
atención a esas cosas. A la literatura actual, me refiero. La última mención a
la comida que creo recordar proviene de un poema de Williams Carlos Williams,
Sólo te aviso: “Me comí/ las ciruelas/ que estaban en/ la heladera/ y que/
probablemente/ guardabas/ para el desayuno/ Perdóname/ estaban deliciosas/ tan
dulces/ y tan frías”.
Volviendo a Roux y Fried, sugiero el siguiente juego: ver
las fotografías –previa apuesta, naturalmente– y tratar de adivinar a qué libro
pertenece el plato sin leer los epígrafes. Es un modo tan edificante de pasar
el rato como cualquier otro, pero en la mayoría de los casos despierta el
apetito. Exceptuando el plato predilecto de Gregorio Samsa, que más bien
resulta repugnante, la mayoría de ellos pueden convertirse en una buena ocasión
para conocer, aunque sea superficialmente, un libro por otros medios.
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