domingo, 21 de agosto de 2016

La violencia tan tentadora

Por James Neilson
En comparación con otros países, y con su propio pasado, a partir de la implosión de 2002, la Argentina ha sido un remanso de paz política en que hasta algunas palabras provocadoras detectadas en una red social pueden ser suficientes como para provocar alarma, pero muchos temen que la tregua informal así supuesta tenga los días contados. Coincide con ellos la plana mayor del gobierno de Mauricio Macri. 

Preocupados por lo que podría sucederle a un presidente que se había acostumbrado a comportarse como un ciudadano más, charlando amablemente con vecinos de barrios necesitados sin la proximidad molesta de guardaespaldas bien armados de mirada torva, los encargados de su seguridad quieren que en adelante se mueva en un coche blindado. Puede que se sientan constreñidos a pedirle a Mercedes-Benz prepararles media docena o más de tales vehículos, ya que, alentados por el éxito de los primeros ataques tanto verbales como físicos, los deseosos de sembrar miedo en la sociedad están llenando las redes y contestadores de mensajes truculentos, entre ellos uno dirigido contra Gabriela Michetti.

De no haber sido por los motivos, la decisión de blindar a Macri hubiera pasado inadvertida, ya que en el mundo crónicamente conflictivo en que vivimos escasean los mandatarios nacionales que pueden caminar por la calle sin una escolta policial o incluso militar, pero por una cuestión de imagen, quería que la Argentina adquiriera la reputación de ser un país extraordinariamente tranquilo. También esperaba que su propio ejemplo ayudara a pacificar a los militantes políticos más beligerantes, impidiendo de tal modo que su gestión terminara siendo un calvario.

Con todo, el nerviosismo que sienten los macristas cuando piensan en lo que podría ocurrir a menos que tengan mucho cuidado puede entenderse. Saben que la violencia es contagiosa y que un brote al parecer menor podría verse seguido por una escalada de otros que son llamativamente peores que les sería forzoso reprimir. Es comprensible, pues, que rehusaran minimizar el significado de lo que sucedió hace poco más de una semana, en Mar del Plata, donde un tropel de militantes mayormente kirchneristas cruzó una línea roja al apedrear el vehículo en que viajaba el jefe de Estado. Lo mismo que con la inflación, es mejor reaccionar con vigor frente a cualquier síntoma del mal de lo que sería mantener cruzados los brazos con la esperanza de que entre en remisión sin que sea preciso hacer nada feo.

Aún más inquietante que la irrupción de la violencia en el escenario político es la voluntad evidente de los agresores de convencerse de que Macri realmente “es la dictadura” y que por lo tanto merece ser tratado como tal. Oponerse a un mandatario democrático es una cosa, rebelarse contra una dictadura es otra; las reglas, si las hay, son muy diferentes.

También preocupa el hecho innegable de que Cristina y los ultras que dependen económica o emotivamente de ella tengan motivos de sobra para rezar para que el gobierno de Cambiemos se hunda cuanto antes en medio de una tormenta socioeconómica inmanejable. Para los más influyentes, encabezados por Cristina misma, es la única alternativa a la cárcel. No ignoran que si el orden actual se consolida y más jueces comienzan a aplicar la ley con el rigor debido, como para extrañeza de nadie está poniéndose de moda, no les será dado conservar la libertad por mucho tiempo más.

Día tras día, siguen multiplicándose las causas en contra de los mandamases K. Algunas son gravísimas: traición a la Patria por el pacto con la República Islámica de Irán, integrar una “asociación ilícita”, robar miles de millones de dólares y así por el estilo. Puesto que no les servirían para mucho las argucias jurídicas confeccionadas por los abogados astutos que han contratado, para defenderse no les cabe más opción que la de agitar el peligro de la ingobernabilidad con el propósito de enseñarles a Macri y los magistrados que no les convendría en absoluto subestimar su capacidad para hacer del país un infierno. El planteo es sencillo: apuestan a que, luego de pensarlo, la mayoría preferiría un gobierno de ladrones politizados duros a uno de debiluchos ineptos. Como dijo en una oportunidad Osama bin Laden: “Cuando la gente ve un caballo fuerte y un caballo débil, por naturaleza elegirá el caballo fuerte”.

Si bien casi todos los habitantes del país juran que no les gusta para nada la violencia política, a través de los años la estrategia del miedo ha brindado buenos resultados a quienes aluden a la importancia de la “gobernabilidad” o sea, de lo arriesgado que sería dejar el destino del país en manos de personajes, como los radicales, que son menos aguerridos que los peronistas cuando de conquistar el poder para entonces aferrarse a él se trata. Aunque parecería que, por ahora cuando menos, los líderes del ala moderada del peronismo están resueltos a hacer buena letra, a juicio de los kirchneristas más furibundos hay tanto en juego que son reacios a acompañarlos.

Estiman que los costos políticos de intentar una variante, de baja intensidad se supone, de la lucha ya tradicional contra el gorilaje usurpador no serían tan onerosos como muchos quisieran prever. Según las encuestas que se han difundido últimamente, a pesar de todo lo ocurrido, y destapado, en los meses últimos, en las zonas más sensibles del conurbano bonaerense Cristina ha retenido un nivel de apoyo que envidiarían muchos políticos peronistas que están procurando impresionarnos con su apego a los valores de la democracia republicana.

Si es verdad que, como tantos dicen, la violencia verbal siempre engendra violencia política, al país le aguarda una etapa tumultuosa, pero a menudo quienes gritan consignas de connotaciones terroríficas sólo están desahogándose al exteriorizar así la frustración que sienten por la ampliación del abismo entre sus sueños delirantes y la triste realidad. En el caso de los marplatenses, sospecharán que ya puede ser demasiado tarde para que los soldados de “la resistencia” kirchnerista, la que se ha aliado coyunturalmente con facciones pendencieras de la ultraizquierda criolla, hagan algo más que echar cascotes contra autos gubernamentales, sin que los demás peronistas decidan expulsarlos del redil.

Con lentitud exasperante, pero así y todo de manera continua, la evidencia de que en sus doce años en el poder Néstor Kirchner, Cristina y sus adláteres actuaron como los capos de una familia mafiosa decididos a subordinar todo lo demás, incluyendo, desde luego, el futuro del país, a un proyecto basado en la idea de que sería revolucionario trasladar los recursos nacionales a sus propios bolsillos, bóvedas, cuentas bancarias e imperio inmobiliario, ha ido erosionando tanto su poder de convocatoria que ni siquiera el ajuste económico que está en marcha les ha permitido mantenerlo intacto.

Asimismo, aunque por lo pronto ha sido escaso el impacto en el sentir mayoritario del suicidio colectivo que, para consternación del resto del mundo, está protagonizando Venezuela, parece que hasta los menos interesados en las vicisitudes de otras partes de la “patria grande” han tomado conciencia de que el camino K hacia la utopía de sus fantasías nos llevaba a una catástrofe humanitaria en escala inédita. Con todo, aunque los hay que pronostican que centenares de miles, quizás millones, de venezolanos intenten buscar asilo en otros países de la región, transformando así a la República Bolivariana de Hugo Chávez en la Siria de América latina, es legítimo dudar que un fracaso tan inenarrablemente grotesco indujera a Cristina y sus admiradores a cambiar su forma de pensar.

Que este sea el caso debería preocupar a la gente de Cambiemos. Para aplacar a los que gritan “Macri basura, vos sos la dictadura”, de tal modo dando a entender que lo toman por una reencarnación de Videla o Galtieri, Macri y los miembros de su equipo confían en que se imponga el poder de los hechos. Creen que, dentro de poco, la mayoría abrumadora entenderá que Cristina y sus socios fueron los únicos responsables de sus penurias, pero sus esfuerzos en tal sentido no han tenido los resultados que habrán previsto. Por irracionales que sean, las convicciones políticas, lo mismo que las creencias religiosas, suelen ser muy tenaces.

Desde las elecciones del año pasado, la ciudadanía asiste a un duelo extraño entre los partidarios pragmáticos de la realidad por un lado y, por el otro, los que ven todo a través de un prisma ideológico, uno que ellos mismos han contribuido a construir, cuya relación con el país que efectivamente existe es a lo sumo tangencial. En principio, no debería serle del todo difícil al oficialismo imperante triunfar en la lucha que está librando contra los paladines del relato populista, pero aunque los datos concretos que los macristas están en condiciones de movilizar para justificar lo que están haciendo son contundentes, los esquemas mentales reivindicados por los kirchneristas, sus amigos y sus ex amigos progresistas siguen contando con adherentes que se niegan a abandonarlos. Para tales personas, que incluyen a aquellos magistrados que defienden el derecho de todos y todas, con la excepción de los más pobres, a pagar virtualmente nada por el gas que consumen y están maniobrando para frenar cualquier aumento en las tarifas de la luz, la realidad es lo de menos.

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