Por James Neilson |
En comparación con otros países, y con su propio pasado, a
partir de la implosión de 2002, la Argentina ha sido un remanso de paz política
en que hasta algunas palabras provocadoras detectadas en una red social pueden
ser suficientes como para provocar alarma, pero muchos temen que la tregua
informal así supuesta tenga los días contados. Coincide con ellos la plana
mayor del gobierno de Mauricio Macri.
Preocupados por lo que podría sucederle a
un presidente que se había acostumbrado a comportarse como un ciudadano más,
charlando amablemente con vecinos de barrios necesitados sin la proximidad
molesta de guardaespaldas bien armados de mirada torva, los encargados de su
seguridad quieren que en adelante se mueva en un coche blindado. Puede que se
sientan constreñidos a pedirle a Mercedes-Benz prepararles media docena o más
de tales vehículos, ya que, alentados por el éxito de los primeros ataques
tanto verbales como físicos, los deseosos de sembrar miedo en la sociedad están
llenando las redes y contestadores de mensajes truculentos, entre ellos uno
dirigido contra Gabriela Michetti.
De no haber sido por los motivos, la decisión de blindar a
Macri hubiera pasado inadvertida, ya que en el mundo crónicamente conflictivo
en que vivimos escasean los mandatarios nacionales que pueden caminar por la
calle sin una escolta policial o incluso militar, pero por una cuestión de
imagen, quería que la Argentina adquiriera la reputación de ser un país
extraordinariamente tranquilo. También esperaba que su propio ejemplo ayudara a
pacificar a los militantes políticos más beligerantes, impidiendo de tal modo
que su gestión terminara siendo un calvario.
Con todo, el nerviosismo que sienten los macristas cuando
piensan en lo que podría ocurrir a menos que tengan mucho cuidado puede
entenderse. Saben que la violencia es contagiosa y que un brote al parecer
menor podría verse seguido por una escalada de otros que son llamativamente
peores que les sería forzoso reprimir. Es comprensible, pues, que rehusaran
minimizar el significado de lo que sucedió hace poco más de una semana, en Mar
del Plata, donde un tropel de militantes mayormente kirchneristas cruzó una
línea roja al apedrear el vehículo en que viajaba el jefe de Estado. Lo mismo
que con la inflación, es mejor reaccionar con vigor frente a cualquier síntoma
del mal de lo que sería mantener cruzados los brazos con la esperanza de que
entre en remisión sin que sea preciso hacer nada feo.
Aún más inquietante que la irrupción de la violencia en el
escenario político es la voluntad evidente de los agresores de convencerse de
que Macri realmente “es la dictadura” y que por lo tanto merece ser tratado
como tal. Oponerse a un mandatario democrático es una cosa, rebelarse contra
una dictadura es otra; las reglas, si las hay, son muy diferentes.
También preocupa el hecho innegable de que Cristina y los
ultras que dependen económica o emotivamente de ella tengan motivos de sobra
para rezar para que el gobierno de Cambiemos se hunda cuanto antes en medio de
una tormenta socioeconómica inmanejable. Para los más influyentes, encabezados
por Cristina misma, es la única alternativa a la cárcel. No ignoran que si el
orden actual se consolida y más jueces comienzan a aplicar la ley con el rigor
debido, como para extrañeza de nadie está poniéndose de moda, no les será dado
conservar la libertad por mucho tiempo más.
Día tras día, siguen multiplicándose las causas en contra de
los mandamases K. Algunas son gravísimas: traición a la Patria por el pacto con
la República Islámica de Irán, integrar una “asociación ilícita”, robar miles
de millones de dólares y así por el estilo. Puesto que no les servirían para
mucho las argucias jurídicas confeccionadas por los abogados astutos que han
contratado, para defenderse no les cabe más opción que la de agitar el peligro
de la ingobernabilidad con el propósito de enseñarles a Macri y los magistrados
que no les convendría en absoluto subestimar su capacidad para hacer del país
un infierno. El planteo es sencillo: apuestan a que, luego de pensarlo, la
mayoría preferiría un gobierno de ladrones politizados duros a uno de
debiluchos ineptos. Como dijo en una oportunidad Osama bin Laden: “Cuando la
gente ve un caballo fuerte y un caballo débil, por naturaleza elegirá el
caballo fuerte”.
Si bien casi todos los habitantes del país juran que no les
gusta para nada la violencia política, a través de los años la estrategia del
miedo ha brindado buenos resultados a quienes aluden a la importancia de la
“gobernabilidad” o sea, de lo arriesgado que sería dejar el destino del país en
manos de personajes, como los radicales, que son menos aguerridos que los
peronistas cuando de conquistar el poder para entonces aferrarse a él se trata.
Aunque parecería que, por ahora cuando menos, los líderes del ala moderada del
peronismo están resueltos a hacer buena letra, a juicio de los kirchneristas
más furibundos hay tanto en juego que son reacios a acompañarlos.
Estiman que los costos políticos de intentar una variante,
de baja intensidad se supone, de la lucha ya tradicional contra el gorilaje usurpador
no serían tan onerosos como muchos quisieran prever. Según las encuestas que se
han difundido últimamente, a pesar de todo lo ocurrido, y destapado, en los
meses últimos, en las zonas más sensibles del conurbano bonaerense Cristina ha
retenido un nivel de apoyo que envidiarían muchos políticos peronistas que
están procurando impresionarnos con su apego a los valores de la democracia
republicana.
Si es verdad que, como tantos dicen, la violencia verbal
siempre engendra violencia política, al país le aguarda una etapa tumultuosa,
pero a menudo quienes gritan consignas de connotaciones terroríficas sólo están
desahogándose al exteriorizar así la frustración que sienten por la ampliación
del abismo entre sus sueños delirantes y la triste realidad. En el caso de los
marplatenses, sospecharán que ya puede ser demasiado tarde para que los
soldados de “la resistencia” kirchnerista, la que se ha aliado coyunturalmente
con facciones pendencieras de la ultraizquierda criolla, hagan algo más que
echar cascotes contra autos gubernamentales, sin que los demás peronistas
decidan expulsarlos del redil.
Con lentitud exasperante, pero así y todo de manera
continua, la evidencia de que en sus doce años en el poder Néstor Kirchner,
Cristina y sus adláteres actuaron como los capos de una familia mafiosa
decididos a subordinar todo lo demás, incluyendo, desde luego, el futuro del
país, a un proyecto basado en la idea de que sería revolucionario trasladar los
recursos nacionales a sus propios bolsillos, bóvedas, cuentas bancarias e
imperio inmobiliario, ha ido erosionando tanto su poder de convocatoria que ni
siquiera el ajuste económico que está en marcha les ha permitido mantenerlo
intacto.
Asimismo, aunque por lo pronto ha sido escaso el impacto en
el sentir mayoritario del suicidio colectivo que, para consternación del resto
del mundo, está protagonizando Venezuela, parece que hasta los menos
interesados en las vicisitudes de otras partes de la “patria grande” han tomado
conciencia de que el camino K hacia la utopía de sus fantasías nos llevaba a
una catástrofe humanitaria en escala inédita. Con todo, aunque los hay que
pronostican que centenares de miles, quizás millones, de venezolanos intenten
buscar asilo en otros países de la región, transformando así a la República Bolivariana
de Hugo Chávez en la Siria de América latina, es legítimo dudar que un fracaso
tan inenarrablemente grotesco indujera a Cristina y sus admiradores a cambiar
su forma de pensar.
Que este sea el caso debería preocupar a la gente de
Cambiemos. Para aplacar a los que gritan “Macri basura, vos sos la dictadura”,
de tal modo dando a entender que lo toman por una reencarnación de Videla o
Galtieri, Macri y los miembros de su equipo confían en que se imponga el poder
de los hechos. Creen que, dentro de poco, la mayoría abrumadora entenderá que
Cristina y sus socios fueron los únicos responsables de sus penurias, pero sus
esfuerzos en tal sentido no han tenido los resultados que habrán previsto. Por
irracionales que sean, las convicciones políticas, lo mismo que las creencias
religiosas, suelen ser muy tenaces.
Desde las elecciones del año pasado, la ciudadanía asiste a
un duelo extraño entre los partidarios pragmáticos de la realidad por un lado
y, por el otro, los que ven todo a través de un prisma ideológico, uno que
ellos mismos han contribuido a construir, cuya relación con el país que
efectivamente existe es a lo sumo tangencial. En principio, no debería serle
del todo difícil al oficialismo imperante triunfar en la lucha que está
librando contra los paladines del relato populista, pero aunque los datos
concretos que los macristas están en condiciones de movilizar para justificar
lo que están haciendo son contundentes, los esquemas mentales reivindicados por
los kirchneristas, sus amigos y sus ex amigos progresistas siguen contando con
adherentes que se niegan a abandonarlos. Para tales personas, que incluyen a
aquellos magistrados que defienden el derecho de todos y todas, con la
excepción de los más pobres, a pagar virtualmente nada por el gas que consumen
y están maniobrando para frenar cualquier aumento en las tarifas de la luz, la
realidad es lo de menos.
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