Reproducimos
una historia verídica sobre la vida y el destino de Jorge Fernández Díaz.
Publicada en La Nación, fue recogida en 2010 en La hermandad del honor, libro editado por
Planeta Argentina.
Nunca tuvo conciencia de que estaba sacando la Browning 9
milímetros. Después se la encontró en la mano. La razón va en cámara
lenta, pero el instinto viaja a la velocidad de la luz. Tampoco tuvo
conciencia de que había interrumpido el discurso de un ex presidente
arrebatándolo de la tribuna, arrastrándolo hasta el piso y
protegiéndolo con su propio cuerpo. Todo eso había ocurrido por
acto reflejo, en dos o tres segundos, luego de ver por el rabillo
del ojo que abajo, hacia la izquierda, un hombre entre la multitud había
extraído un revólver calibre 32 con la intención de matar de un tiro a
Raúl Alfonsín.
Era una noche calurosa de febrero de 1991, estaban en una calle
céntrica de San Nicolás, y el público se desbandaba a los gritos. Daniel
Tardivo pertenecía a la División Custodias Especiales, y desde 1983
oficiaba de sombra armada de un gallego cabeza dura que andaba predicando
la democracia por cada pueblito del país a pesar de haber tenido que
entregar el gobierno antes de tiempo y también de haber caído
provisionalmente en desgracia política. Tardivo, esa noche, había colocado
a varios de sus hombres en lugares estratégicos. Y de hecho uno de ellos surgió
de la muchedumbre que escuchaba a don Raúl y le levantó a último momento el
brazo a aquel desconocido que blandía un revólver negro. El desconocido había
prestado servicios en Gendarmería Nacional, tenía algunos problemas mentales, y
en el instante de ser atrapado intentó igualmente disparar. Gatilló el
revólver 32 pero la bala quedó atascada en el cañón, y el custodio atenazó
al sujeto, lo desarmó y lo redujo en un santiamén. Arriba del palco,
Tardivo se revolvió con la Browning y por unos minutos dio órdenes
y mantuvo el alerta. Alfonsín quería incorporarse, pero su
guardián no lo dejaba: podían no ser uno sino varios los
asesinos, podían atacar el escenario. En esos momentos de
confusión todo puede ocurrir y nada debe descartarse. Cuando estuvieron seguros
de que el peligro había terminado, Tardivo quiso meter al doctor en un
auto y sacarlo de aquella ciudad. Pero Alfonsín se negó enfáticamente, se
limpió y acomodó el traje, tomó el micrófono y minimizó, con pocas
palabras, lo que había ocurrido. Recibió una ovación y el acto siguió como
si nada. Luego tocaba una cena partidaria en un club, y habían
recibido amenazas de bomba. Tardivo trató de persuadir a su
“protegido” de que fueran directamente al hotel, pero “el padre de la
democracia” lo miró con cariño y le dijo: Mentira, Danielito, nos quieren joder. Vamos a comer igual. Fueron a comer
después de que la brigada de explosivos revisara el lugar. Danielitojamás vio un atisbo de miedo en los ojos
del abogado de Chascomús. El agresor de aquella noche fue indagado,
procesado y condenado. Lo confinaron a un neurosiquiátrico y a los dos
años se quitó la vida.
Tardivo entró en la policía por influencia de un vecino y revistó tres
años en la Comisaría 32, pero no corrió allí muchas aventuras: sólo atendía
al público y hacía tareas de oficina. Un superior que le tenía una
confianza ciega influyó para que, con sólo 23 años, integrara la flamante
División Custodia Presidencial, que se abría para proteger en democracia
al presidente electo dentro y fuera de la Casa Rosada y la
residencia de Olivos. La unidad se inspiraba en metodologías del FBI
y del servicio secreto norteamericano. Casi todos eran
policías jóvenes y sin mucha experiencia operativa. Pero fueron
entrenados para la discreción total, para identificar a un
sospechoso de una ojeada, para subir a un “protegido” en tiempo
récord a un auto, para cubrirlo con su cuerpo, para disparar
en movimiento, para armar itinerarios de seguridad y para
comprobar entradas y salidas. Tardivo tiene ochenta por ciento
de efectividad en tiro de pistola, y aprendió los trucos del
escudo humano con rapidez. En 1983 había votado por primera vez en su
vida. Y lo había hecho por Raúl Alfonsín. Cuando lo vio en el Hotel
Panamericano, donde el líder radical preparaba la transición, sintió por dentro
la emoción de esa coincidencia, pero se cuidó mucho de hacerla visible.
Tardivo es parco como una sombra. Tardivo es una sombra. Protegió a
Alfonsín durante sus años de gobierno, vio por dentro la Semana Santa
carapintada y no lo acompañó al Messidor, cuando el gobierno radical se
cayó a pedazos, porque su misión consistía precisamente en quedarse a preparar
el regreso a Buenos Aires. Lo acababan de trasladar a la
División Custodias Especiales, y estaba asignado al ex presidente, que alquiló
una casa en el barrio de Belgrano y un estudio en la Boca.
Desde ese momento, Tardivo le dedicó a Raúl Alfonsín días, tardes y
noches; de lunes a lunes, con feriados o sin ellos. Lo acompañó a todos
los viajes y campañas, y cenó con Alfonsín casi todas las noches de su
vida: el ex presidente tenía comidas con políticos y Danielito iba primero, revisaba el
restaurante, colocaba un custodio en la vereda y luego ocupaba una
silla, mesa por medio, para mirar todo el tiempo de frente a su
“protegido” mientras un compañero vigilaba la puerta de calle.
La relación entre el viejo caudillo y el joven y
silencioso guardaespaldas, que también le servía de chofer y de
compañero de paddle, se fue haciendo cada vez más estrecha. Todo lo
que Tardivo aprendió en la vida se lo enseñó, por lección, acción u omisión,
Raúl Alfonsín. Y al cabo de los años ya era parte de la familia. Daniel Tardivo
es un profesional frío y eficiente, pero ese magnífico viejo gruñón lo
perdía. En el cruel invierno de 1999, por la ruta provincial 6, que une
Bariloche con Ingeniero Jacobacci, se pegó el gran susto de toda su
carrera. Fue cuando marchaba en un jeep en medio de la
nevisca, abriendo paso y mirando para atrás una y otra vez. En
un momento dado percibió que la camioneta donde los seguía Alfonsín
con otros dirigentes rionegrinos se había perdido de vista. Retomó de
inmediato la ruta escarchada y resbalosa y al volver de frente vio, como
en una alucinación, que la camioneta había volcado y que en medio de la
nieve yacía un bulto negro: el cuerpo de su “protegido”.
El ex presidente nunca quería colocarse el cinturón de seguridad: Es un agravio para el conductor, Danielito—ironizaba—. Colocárselo implica sospechar de la poca pericia del chofer.
Daniel trató cien mil veces de convencerlo, pero jamás pudo. Ahora
la camioneta había volcado y Alfonsín había atravesado el parabrisas y
estaba incrustado en la nieve. Tardivo corrió hacia don Raúl, lo dio
vuelta y agradeció escucharlo quejarse porque pensaba seriamente que se
había mudado al otro barrio. Lo subieron entre varios a su jeep y
lo llevaron inconsciente kilómetros y kilómetros en medio de
esa maldita tormenta blanca. Alfonsín gemía de dolor, con los ojos
cerrados y la cara acerada. Su ángel guardián sentía impotencia. Ni los
celulares tenían señal en aquellos páramos. Llegaron a una precaria sala
de auxilios y lo subieron luego a una frágil y destartalada ambulancia.
Daniel iba a su lado, sin sentir siquiera el frío y con los testículos en
la garganta. Al final internaron al ex presidente en General Roca con un diagnóstico aterrador:
“Traumatismo de tórax con once fracturas en las costillas,
contusión pulmonar, derrame pericárdico e insuficiencia respiratoria”.
Estuvieron toda la noche en vela, esperando que los médicos dieran
un nuevo parte, y recibiendo miles de llamadas de todo el país. Después se
decidió su traslado a Buenos Aires y su ingreso a una sala de terapia
intensiva del Hospital Italiano. Tardivo montó un cerco de seguridad
en el hospital, y pasaron allí cuarenta días angustiantes. Principalmente
los primeros: Alfonsín estaba en coma y el médico les recomendaba a
los familiares que le hablaran porque eso podía ayudarlo a recuperar el
conocimiento. Tardivo entraba a las seis de la tarde a su habitación y lo
saludaba, y se quedaba esperando en vano, tímido y respetuoso, que el
hombre atado a ese respirador hiciera el mínimo gesto.
Alfonsín fue recuperando paulatinamente la lucidez y la motricidad.
Lo dieron de alta, pero tardó tres meses en volver a su rutina. Nadie
puede proteger al “protegido” de la fatalidad. Se lo puede incluso
proteger, y hasta cierto modo, de la muerte inducida. Pero nadie puede
proteger a un hombre de su destino.
Apenas dos años más tarde, durante los tristes sucesos de 2001, el
guardián sentía la renovada bronca de Alfonsín. Que se
vayan todos, que se vayan todos —repetía entre dientes
Raúl cuando escuchaba los cánticos—. ¡No somos todos iguales! Ya
residía en el octavo piso de un edificio de departamentos de la
avenida Santa Fe. En el quinto tenía sus oficinas. La Argentina era
un polvorín y no había distingos: todos los políticos estaban
acusados de ineptos y de ladrones.
Alguien avisó por teléfono a Tardivo que había una
manifestación frente al domicilio de don Raúl. Voy a bajar, Danielito, le advirtió. Tardivo
manejaba lentamente el coche y trataba de disuadirlo. No, voy a bajar igual, ¿sabés? —insistía Alfonsín,
lleno de ira—. Pará acá. ¡Pará ya mismo!Cuando Daniel
dobló en la esquina, Alfonsín levantó la traba y abrió la puerta. El
custodio tuvo que frenar para que el ex presidente no se lastimara.
Alfonsín salió con ánimos de plantar cara y, si era necesario, agarrarse a
piñas. Tardivo dio aviso por radio y se tiró desesperadamente a tierra
para cubrirlo y sacarlo del tumulto. Eran ochenta contra dos. Los exaltados
lo insultaban y Alfonsín les devolvía el obsequio con
argumentos gritados y también con puteadas largas. Tardivo se
había puesto en el medio, pero no podía impedir que le pegaran
por detrás: el caudillo recibió patadas en los tobillos y trompadas en
los riñones. Su custodio lo arrastró como pudo, y vio que aparecía un
patrullero, y en un impulso lo metió en el edificio y cerró la puerta.
En los últimos tiempos Alfonsín no salía mucho de su casa. Daniel
Tardivo había ascendido a comisario y le habían otorgado la jefatura de su
unidad, que está a cargo ahora mismo de la seguridad de los ex presidentes,
los embajadores de Estados Unidos e Israel, varios jueces de la Nación y
muchos de los testigos protegidos. Alfonsín siempre le preguntaba por
su pequeño hijo Vicente y por su trabajo, y se alegraba
sinceramente de sus progresos. Las últimas veces lo encontró en
cama: la sombra se sentaba a su lado y hablaban de cosas
incidentales y también de Boca e Independiente. Este año no estoy para el fútbol, Danielito, le
dijo en las vísperas con un hilo de voz. Los días previos a la muerte se
notaba el movimiento y la gravedad de la situación en el rostro de sus
colaboradores más íntimos. El 31 de marzo, a las seis de la tarde, Tardivo
decidió quedarse en el quinto piso a esperar las novedades. Cerca de
las ocho y media empezaron a llegarle rumores de que su jefe se había
muerto. Cuando los medios empezaron a difundir la noticia no pudo más, se
acercó al escritorio de Margarita Ronco, la eterna secretaria del
“doctor”, y le preguntó si era cierto. Marga se lo confirmó. Medido y
elegante, alejado de la imagen tradicional del cana y del lenguaje
taquero, ensimismado y racional, el comisario pestañeó un dolor
profundo y tragó saliva amarga. Las sombras no ríen ni lloran. Sólo
son sombras.
Subió al rato a saludar con abrazos a todos, y les pidió permiso a
los hijos de Alfonsín para despedirse. Pasó a su cuarto y lo vio dormido,
y le agarró la mano y le dio un beso en la frente. No estaba dormido,
estaba muerto, y había mucho que hacer. Reunió a su equipo y le dio
instrucciones. ¿Cuándo se acaba la responsabilidad de un custodio?
Alfonsín ya no corría peligro, la misión había cesado. Pero Tardivo puso a
tres hombres suyos en un auto y él mismo subió con el féretro y viajó
en el interior del furgón hasta una sala de velatorios de Belgrano.
Esperaron en la funeraria que prepararan el cadáver, y luego repecharon
solos la larga noche en esa sala helada cerrada al público, haciéndole
compañía al hombre muerto como si aún estuviera vivo.
A las siete de la mañana siguiente trasladaron el cadáver en su
ataúd al Congreso, y Tardivo verificó que todo estuviera en orden dentro
del Salón Azul. Muchos le daban el pésame a Daniel: no podían concebir a
Raúl Alfonsín separado de su inseparable guardaespaldas. Se mantuvo en
guardia setenta horas en ese salón. Sólo se retiró un momento para
darse un baño y cambiarse el traje y la camisa, pero regresó de
inmediato a su puesto de comando. Finalmente, acompañó a la familia
hasta la Recoleta en aquella larga y emocionante caravana. Y como aquella
vez en San Nicolás volvió a actuar por instinto. Al bajar el cajón
envuelto en la bandera argentina, por acto reflejo se puso detrás. Siempre
se ponía en esa posición cuando Raúl Alfonsín entraba en un lugar o subía
a un palco para hablarle a una multitud. La razón va en cámara lenta,
pero el instinto viaja a la velocidad de la luz. Las fotos lo
inmortalizaron en ese trono, con cara seria y compungida, mientras los
granaderos cargaban el ataúd hasta la bóveda de los caídos en la
Revolución del Parque.
Se quedó con sus hombres hasta que se retiró la última persona y el
sol empezó a irse a pique. No atinaba a moverse mientras los empleados del
cementerio no terminaran su trabajo en el panteón. Cuando ya no había nada
que hacer, uno de sus hombres le dijo: Comisario, ¿y ahora? Era
completamente extraño entrar con Raúl Alfonsín a un predio y
marcharse luego sin él. Ya no podían llevarlo a ninguna parte
y estaban más solos que nunca. Ahora nos vamos,
respondió la sombra, dio media vuelta y caminó despacio hacia el olvido.
_______
Sinopsis: Un avión rumbo a Mar del Plata cae una noche en el
océano, mueren todos sus pasajeros y sólo uno se salva nadando en la oscuridad.
Una mujer que sobrevivió al gueto de Varsovia guarda durante décadas dos
terribles secretos. Un cura batalla contra la mafia del paco en una villa y
otro realiza exorcismos por orden de la Iglesia católica. Un piloto de avión
bombardea a los ingleses en Malvinas y al regresar se da cuenta de que le
dieron, se quedará sin combustible y morirá en el mar. Un buzo táctico espera
la orden de saltar en paracaídas y destruir los campamentos ingleses. El fiel
custodio del ex presidente Alfonsín lo salva de un magnicidio. Un detective
sigue a una mujer de extraños y sorprendentes hábitos sexuales. Un cazador se
interna en África para matar a un elefante, mientras que en el zoológico de
Buenos Aires uno de los cuidadores llora la muerte de una jirafa.
Éstas son sólo algunas de las historias que conforman La hermandad del honor. Un libro vibrante, lleno de
sorpresas, suspenso y emoción. Una obra maestra del periodismo narrativo, que
se lee como una buena novela y que a la vez nos deja la sensación de haber
visto una zona de la sociedad argentina que permanece velada detrás del brillo
de la inmediatez.
Título: La hermandad del honor. Autor: Jorge Fernández Díaz. Editorial: Planeta Argentina.
Páginas: 360.
Reproducido en Zenda – Autores,
libros y compañía, en julio de 2016
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