La exclusión de lo
extraordinario
Por Carlos Bortoni
Para Eusebio Ruvalcaba,
con quien me mantengo en deuda.
En un mundo desbordado, como inevitablemente tiene que serlo
aquel que postula que surgió después de una gran explosión, la navaja de Occam
está fuera de lugar. Ningún intento de utilizarla tiene cabida; de aprovechar
su filo y hacer un corte fino sobre la realidad para dejar sólo aquello que sea
absolutamente necesario, deshacerse de todo lo que sobra a nuestro alrededor:
pantallas, cortinas de humo, gatos que se venden por liebre.
2.
El asunto es complicado pues el mundo en el que caminamos no
sólo esta desbordado, sino que es completamente anodino y en consecuencia
candidato a que anhelemos escapar de él, romper a cualquier precio. Sin
embargo, ese desborde es al mismo tiempo resultado de la existencia anodina,
una lucha por responder con la otra cara de la moneda y su causante tedio y
exceso se suceden en un círculo vicioso, en una vorágine donde uno genera al
otro y viceversa, en un desfile infinito de máscaras, escenografías y montajes
que busca cubrir, maquillar, el malestar cotidiano.
3.
El entretenimiento, forma por excelencia del maquillaje y
las cortinas de humo, se ofrece como la inversa del fruto prohibido del árbol
de la vida y nos permite darle la vuelta a la confrontación con el malestar, al
desenmascaramiento que todavía se pretendía en el siglo XIX y principios del
siglo XX a través de los sistemas totalitarios absolutistas que van del
comunismo real al psicoanálisis, pasando por la antropología, los fascismos y
el dadaísmo. El entretenimiento abarca todo el espectro del devenir humano,
convierte la vida en espectáculo donde cada sujeto se promueve a sí mismo como
mercancía de consumo. La literatura no escapa a ello, ha renunciado a encarar a
su contraparte, prefiere divertirla, distraerla, garantizar que el montaje
continúe. En consecuencia, sobra decirlo, la literatura queda en un segundo
plano, detrás de ese extraordinario que postula el espectáculo.
4.
El que la literatura pase a segundo plano en un texto
literario no es poca cosa. En aras de la temática, la construcción de discursos
sólidos, de universos que no asuman la existencia de nada que no sea
absolutamente necesario, queda relegada. Aquello que el texto evoca pretende
ser, por su naturaleza, motivo suficiente para justificar el texto mismo. El
espectáculo encuentra sentido en su grandiosidad, el espectáculo por el
espectáculo mismo. El tema como único fundamento del universo que se buscaba
construir, sin importar si contribuye o no al discurso, si es necesario o no
para que no se desmorone en las manos del lector.
5.
Lo que se fortalece, tras la desaparición de lo literario a
manos de lo extraordinario, es otra cosa —u otras cosas— que nada tiene que ver
con la literatura pero que enmascara su muerte de forma que el lector ni
siquiera reconozca ese tufillo a podrido que emana de lo escrito. Sobrevienen
dos tipos de texto espectáculo, o dos lectura posibles, sin importar que se
trate de un bestseller o si fue escrito desde la más marginal de las
periferias. Por un lado, lo moralizante aplasta a lo literario, por el otro
—cerrando la pinza— el turismo lo pulveriza. La lectura de un texto espectáculo
moralizante deja caer todo su valor en el hecho de que el consumidor comparta o
rechace la postura moral del texto, el tratamiento o lo verosímil de la
historia, sus personajes y acontecimientos no tienen relevancia alguna más allá
del postulado moral. Si la intención del autor es mostrar cuán monstruosa es
una organización o persona, el devenir de la historia tendrá como faro ese
estandarte, haga falta o no dentro del universo que se construye, distraiga o
no la atención del lector y sin importar si fortalece o debilita la historia
misma, los personajes se comportarán ignorando sus propias reglas con tal de
demostrar la tesis del autor. De la misma manera, si la historia se trata de un
niño que sufre abuso sexual a manos de su tío, la carga ideológica que acompaña
a la pederastia será suficiente para justificar lo que sea dentro del texto sin
importar la posibilidad real de que ello suceda en ese universo, el maniqueísmo
como principio estético. Por el otro lado, la lectura de un texto espectáculo
turístico busca satisfacer a sus espectadores con el solo hecho de dejarlos entrar
a un mundo que ellos desconocen. Basta con que el autor cuente la historia de
un grupo de drogadictos, lesbianas, enfermos mentales, mujeres musulmanas o
cualquier otra minoría geografía, política o cultural para que el lector,
conformándose con que lo dejen dar un vistazo a ese mundo radicalmente opuesto
a su anodina cotidianidad, un vistazo a la cotidianidad extranjera, encuentre
justificación del texto en aquello que se exhibe como se exhiben animales en un
zoológico. La literatura espectáculo no es otra cosa que una sucesión de cabos
sueltos.
6.
Tema y trama hacen falta por igual, es necesario mantener la
balanza equilibrada, no jalar las sábanas de un solo lado, cualquier tema es
propio de un tratamiento literario, de la misma forma en que cualquier
subgénero puede escapar de la literatura espectáculo incluso cuando apela a lo
extraordinario como su fundamento. Lo extraordinario mismo puede cumplir
cabalmente con el cometido de enfrentar al lector con lo anodino en lugar de
darle la vuelta. Poner contra las cuerdas a la contraparte, al lector, no es
cosa exclusiva del realismo o la narrativa de los textos herméticos e
introspectivos, sin lugar a dudas, la fantasía o la ciencia ficción cuando son
consecuentes con el universo que han construido, cuando se apegan a sus propias
reglas, cuando no permiten que sus universos se desmoronen, terminan
revolcándose en la esencia humana y estrellando sus frases en la cara del
lector. De igual manera que un texto realista —forma preferida de la literatura
de lo extraordinario—, se desploma si no se apega a su propia lógica. La
diferencia —en todo caso— se encuentra en cómo se asume a la contraparte, como
lector que participa del texto o como espectador que pasivamente abreva de él y
—en consecuencia— si cuando se escribe se está pensando en el lector (en montar
un espectáculo frente a sus ojos, lleno de utilería y tramoya de cartón) o si
la preocupación del autor está en la historia misma, en sus posibilidades y
limitantes. Sin embargo, dado el inmenso mercado que tiene lo extraordinario
—no sólo en la literatura— y el capital cultural de los lectores, más valdría
meter el freno de mano, darle la espalda y hundirse en lo cotidiano, en ese
ordinario común y corriente.
7.
El espectáculo está diseñado para atraer y satisfacer al
público, para tener éxito en taquilla; anhela el aplauso y para ello hace
estudios de mercado, conoce las tendencias, los ires y venires de los gustos,
cuida de no exigirle a su audiencia más de lo que puede dar, es consciente de
sus periodos de atención, su único objetivo lo establece el público al que va
destinado, la audiencia deseada. La literatura está en otro lugar y es otra
cosa. La literatura está destinada al fracaso porque el escritor es la única
persona autorizada para fijarse en nimiedades y hacerlas trascendentes; la
literatura le da la vuelta al éxito y se mide únicamente contra sí misma, ni
siquiera es posible comparar el cuento de un narrador con otro cuento de él
mismo. La literatura obliga al sujeto a mirar la vida de frente, sin máscaras,
consigo mismo, y no lo suelta hasta que no ha acabado con él, hasta que no se
asegura de que no podrá regresar a su casa de otra forma que no sea a rastras.
La literatura no es complaciente con el sujeto, mucho menos busca satisfacerlo.
¿A quién podría satisfacer si ni siquiera tiene en la mente a un lector ideal,
si le resulta imposible imaginarlo? Está destinada al fracaso porque siempre se
queda corta, porque nunca alcanzará a ser más que una línea tangente que no
atraviesa la existencia aunque aspire a hacerlo, que hiere al sujeto y no lo
mata, que no consigue poner el punto final ahí donde quiere ponerlo. Está
destinada al fracaso porque camina en línea recta, desechando todo aquello que
no es necesario para dar el paso al vacío y caer.
© Revista Replicante
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