Por José Saramago |
En la extensa lista de las creaciones humanas,
desde el descubrimiento de la rueda hasta la tecnología espacial, no he visto
incluida aquella que se convirtió, sobre todo en tiempos pasados, en el más
eficaz instrumento de dominio de los cuerpos y de las almas. Me refiero al
sistema judicial y penal resultante de la invención del pecado con su
burocrática división en pecados veniales y pecados mortales, y el subsiguiente
catálogo de castigos, prohibiciones y penitencias.
Desacreditado, caído en
relativo desuso como aquellos monumentos de la antigüedad que el tiempo
implacable ha arruinado, pero que conservan, hasta la última piedra, la memoria
y la sugestión del que fue su antiguo poder, el sistema judicial y penal que
tuvo origen en el pecado continúa envolviendo y oprimiendo, de modo capcioso o
directo, como una tela, nuestras conciencias.Lo comprendí mejor (si se me
permite, en esta ocasión, hablar de mí mismo) ante las polémicas desatadas por
el libro que titulé El Evangelio según Jesucristo, agravadas,
casi siempre, dichas polémicas, por calumnias e insultos dirigidos contra el
temerario autor. Siendo El Evangelio según Jesucristo apenas
una novela que se limita a representar de nuevo, cierto es que de una manera
oblicua y crítica, la figura y la vida de Jesús, es sorprendente que muchos de
los que contra ella se pronunciaron la hayan entendido como una amenaza a la
estabilidad y a la fortaleza de los fundamentos del mismo cristianismo, en
particular en su versión católica. Vendría a cuento preguntarnos aquí sobre la
real solidez de ese otro monumento heredado de la antigüedad que es el
cristianismo, si no fuese evidente que tales reacciones se debieron,
fundamentalmente, a esa especie de tropismo reflejo del sistema judicial y
penal del pecado que, de una o de otra manera, con todas sus consecuencias,
llevamos dentro de nosotros.
La expresión más frecuente de esos
ultramontanismos, por fortuna la más pacífica, consistió en manifestar que el
autor de El Evangelio según Jesucristo,siendo, como es, un
incrédulo, no tenía derecho a escribir sobre Jesús. A esta acusación, de
apariencia irrefutable, el autor de El Evangelio según Jesucristo, no
olvidando el básico derecho que asiste a cualquier escritor para escribir sobre
cualquier tema, se limitó a responder que, bien vistas y ponderadas las cosas,
no había hecho más que escribir un libro sobre algo que directamente le atañía
y continúa atañéndole, puesto que, siendo efecto y producto de la civilización
y de las culturas judaico-cristianas, es, en todo y por todo, en lo que se
refiere al plano de las mentalidades, un cristiano, aunque
se defina a sí mismo filosóficamente como un ateo y en la vida corriente se
comporte como tal Desde este punto de vista será lícito afirmar que, tanto como
al más convicto, observante y militante de los fieles católicos me asistía, a
mí, incrédulo como soy, el derecho a escribir sobre Jesús. Entre ese católico
papa o simple catecúmeno, y yo mismo reconozco una sola diferencia, pero ésta,
importante: a un derecho que nos es común por ejemplo, el derecho a pensar y a
escribir, añadí, por mi cuenta y riesgo, otro que al católico le está vedado:
el derecho a pecar.
Bien, quien dice pecado podrá decir herejía. Siendo
la herejía una negación o duda pertinaz, por parte de un cristiano, de alguna
verdad que se debe creer con fe divina y católica, no creo estar abusando
demasiado de la elasticidad semántica de los conceptos si digo que en el
pecado" cualquiera que sea su gravedad, ya se está moviendo,
embrionariamente, la herejía. Un teólogo demostraría, con sus razones de
teólogo, que no tengo razón, pero, en el simple plano del comportamiento
humano, me parece bastante claro que entre el pecado (que es la ofensa a Dios)
y la herejía (que es la negación de la verdad que se debe creer) algo existe en
común: ambos expresan una voluntad de rebelión, por lo tanto una voluntad de
liberación, sea cual sea el grado de conciencia que la defina. Cuando, a lo
largo de la historia de la Iglesia, las herejías se manifestaron por la
negación o rechazo voluntario de una o más afirmaciones de fe (¿cómo se
denominarla esa otra actitud, radical, de negarlas y rechazarlas todas?), ¿qué hicieron esas herejías sino escoger, de un conjunto autoritario y coercitivo
de supuestas verdades, lo que les parecía más adecuado, simultáneamente, a la
fe y a la razón? Que ya a partir del siglo IV los concilios ecuménicos pasasen
a ser el principal instrumento eclesiástico para la definición de la ortodoxia
y condenación de las herejías muestra, en primer lugar, que los movimientos
llamados heréticos fueron, prácticamente, contemporáneos del nacimiento del
cristianismo y, en segundo lugar, que la Iglesia, como poder central y
centralizador por excelencia, muy pronto se autodesignó guardiana de una ley en
la que ella misma, condenadas las oposiciones, esto es, las herejías,
establecía las condiciones de la observancia y los límites de la crítica.
Paradójicamente, si observamos lo que pasa en nuestros días, se ve cómo en
nombre de la democracia se están reprobando todas y cada una de las ortodoxias
políticas e ideológicas, aplaudiéndose, por lo tanto, las herejías nacidas dentro de ellas, y cómo, en
absoluta contradicción con esa actitud liberalista, permanece
en el espíritu de las personas el temor supersticioso de ofender o escoger
contra Dios, cuando apenas se trata de recusar o negar lo que fue impuesto por
otras personas, organizadas en Iglesia. Y no debemos olvidar con qué facilidad
y comodidad algunos de los más encarnizados defensores de las heterodoxias
ideológicas y políticas se aprovechan y concilian políticamente, en nombre de
intereses prácticos comunes, que no de Dios, con los aparatos institucionales y
las manipulaciones espirituales de
las diversas iglesias del mundo, que pretenden mantener y aumentar, por la
condena de las herejías antiguas y modernas y por el castigo de los pecados de
siempre, su poder sobre una absurda humanidad a quien más se exige que pague
multiplicadas sus pretendidas ofensas a Dios que el que reconsidere las culpas
y los crímenes de los que, contra sí misma, es responsable. Sobran las razones
por las que los hombres hallan que deben matarse unos a otros, no hacen falta
las que dudosamente son atribuidas a los dioses. La dura verdad es que vivimos
en el mundo de la hipocresía, de la impostura, del fingimiento, en el que las
insuficiencias de la razón son aprovechadas para negarla.
Cuando Salman Rushdie escribió Versículos satánicos, por los caminos propios del arte,
ejerció su humanísimo derecho al pecado y a la herejía, como quiera que los
clasifiquen y definan los teólogos musulmanes. También de la vigilancia
doctrinal de la Iglesia católica ejercida a partir del siglo XVI por la Sagrada
Congregación de la Inquisición lo que hoy queda es la memoria de una pesadilla
antihumana, como lo fueron los campos de concentración. Combatir tales
perversiones del espíritu es tarea del espíritu, incluso cuando al simple
derecho de elección le llamen las iglesias, todas ellas, condenatoriamente,
pecado y herejía.
© El País (España) –
Publicado el 16 de febrero de 1994
Selección: Agensur.info
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