Por Arturo Pérez-Reverte |
En el bar La Marina de Torrevieja, rincón marinero de toda la vida, me
tomo una caña con Rafa, el dueño, y con Manolo, contramaestre del club
náutico. Hay algún parroquiano más, de esos flacos y con tatuajes, de ojos
descoloridos por el sol, inseparables de los puertos viejos y sabios, que tanto
ayudan a mojar de espuma de cerveza, como Dios manda, un mostrador de mármol o
de zinc.
Se está bien aquí, charlando en este lugar que gracias al tesón y buen
oficio de Rafa permanece intacto, a salvo del disparate urbanístico en el que
gente sin escrúpulos convirtió el antiguo pueblo de pescadores, en las últimas
décadas.
Entre caña y caña sale el nombre del marinero Pepe. Murió hace poco, y
me intereso por cómo ocurrió. Se trata de Pepe Vidal, en los últimos tiempos
Pepe el del Onyx. Lo conocí cuando amarré aquí
por primera vez hace veintidós años, y lo vi mucho en los pantalanes, primero
como marinero y después jubilado, andando con pasos lentos y su eterno sombrero
de paja camino del Onyx, la niña de sus
ojos. El Onyx es un barco blanco y grande con un palo y una
botavara enormes, de bandera alemana, feo como la madre que lo parió, que su
propietario sólo saca a navegar un mes en verano. Y durante los once meses de
amarre, el Onyx quedaba bajo el cuidado de
Pepe, que cada mañana, temprano, con su andar tranquilo y su viejo sombrero de
paja de ala ancha de pescador de toda la vida, acudía al barco para limpiarlo y
tenerlo a punto, a son de mar y como los chorros del oro.
Pepe era de ésos que embarcaron con doce o trece años, cuando una boca a
alimentar en casa sobraba y era preciso salir muy pronto a buscarse la vida.
Como muchos de su pueblo y generación, Pepe anduvo embarcado en pesqueros y en
la mercante, y terminó recalando en el club náutico de Torrevieja con la colla
de primeros marineros, veteranos hombres de mar, que luego se fueron retirando
para dar paso a la gente joven. La pensión de jubilado, Pepe la redondeaba con
lo de cuidar el Onyx. Sin embargo –lo vi
innumerables veces a bordo– lo que él hacía allí iba más allá de las
obligaciones contratadas. Era su vínculo con el mar. Aquel barco amarrado,
donde durante once meses era único amo a bordo después de Dios, lo mantenía
vivo, lúcido, activo. Vinculado a la navegación y a la historia de su propia
vida. Por eso cada día, con su sombrero de paja y su paso tranquilo, Pepe
cruzaba despacio los pantalanes para ir a cumplir con su deber.
Manolo, el contramaestre, me cuenta cómo ocurrió. Él lo vio todo.
Regresaba el Onyx de su
navegación anual, y allá fueron a ayudarlo en el amarre los marineros del club,
con Pepe entre ellos, pues no dejaba que nadie metiera mano sin estar
supervisando él la maniobra. «Hubo una mala señal –dice Manolo–. Algo que nos
hizo arrugar la boca. Tú sabes que la gente de mar somos supersticiosos, y
Pepe, como viejo pescador y marinero, lo era más todavía. Estaba vigilando cómo
cogíamos una estacha cuando una ráfaga de aire se llevó su sombrero de paja. Lo
vi salir volando y pensé: mala cosa. Ya sabes que aquí damos importancia a esos
detalles que traen mala suerte, como pisar las redes en tierra, que tu mujer
barra hacia la calle cuando sales a la mar, embarcarse con el pie izquierdo y
cosas así. Y fue eso lo que pensé: mala cosa. Pepe se quedó mirando el sombrero
en el agua, lejos, como pensando lo mismo que yo, y se cruzaron nuestras
miradas. Estaba muy serio y de pronto me pareció mucho más viejo. Como cansado
de golpe. Entonces le dimos la estacha, subió a la cubierta del Onyx y allí cayó al suelo. Le había fallado el
corazón. Murió en el hospital, al poco rato».
Me despedí de Manolo y los otros, salí del bar La Marina y volví a mi
barco de noche, caminando por el pantalán mientas recordaba la conversación.
Sin apenas darme cuenta seguí hasta el extremo y me detuve junto a la enorme
popa blanca que se destacaba en la penumbra. Estuve allí un rato inmóvil,
mirándola, y al fin me pareció oír un vago rumor de pasos en la toldilla, y que
una sombra tocada con un sombrero de paja se acodaba en la regala. Alcé una
mano, absorto, y por un momento creí que la sombra también hacía lo mismo,
respondiéndome. A diferencia de mucha gente de tierra adentro, quienes
navegamos solemos creer en los barcos fantasmas y en sus tripulantes. Cosas de
la mar, de los libros o de la vida. Ése es mi caso. Y ahora sé que cada noche,
cuando pasee junto al Onyx en el
puerto desierto y silencioso, la sombra de Pepe Vidal estará siempre apoyada en
la regala, dispuesta a devolverme el saludo.
© XLSemanal
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