Por Román Lejtman |
La coalición política que gobierna se llama Cambiemos. Y su
llegada al poder es una novedad institucional, frente a la secuencia histórica
de los últimos cien años: siempre hubo presidentes radicales, cívico-militares,
militares o peronistas.
A diferencia de sus antecesores, Mauricio Macri buscó un
punto de contacto entre los partidos mayoritarios y prometió un método de administración
inédito para la historia de la Argentina.
Ya no se trataría de gobernar bajo la
dialéctica amigo-enemigo como hicieron Néstor y Cristina, sino de establecer un
nuevo mecanismo basado en la ética, la transparencia y el deseo de construir
una sociedad moderna y equitativa.
Macri enterró el pensamiento agonal que cooptó la toma de
decisiones de la familia Kirchner y se muestra abierto a perspectivas
diferentes, críticas de los medios de comunicación y a retroceder sobre sus
pasos si un argumento político es más preciso que el suyo. Envió al Senado los
pliegos de los candidatos a la Corte Suprema y ordenó que se convocaran a las
audiencias públicas para dar legitimidad jurídica a los aumentos a las tarifas,
cuando al principio había decidido emprender otros caminos sinuosos y opacos para
llegar al mismo resultado.
Pero estos cambios son mínimos frente a las promesas de
campaña. Macri ejecuta una alianza de poder con gobernadores y sindicalistas
que no aparece coyuntural y extraordinaria. Obvio que se necesita un consenso
político para gobernar y es absolutamente democrático reconocer la
representación gremial y el poder institucional de los mandatarios
provinciales. Pero el Presidente concede visibilidad institucional y millones
de pesos a personajes de la política que tienen pasado reprochable.
El peronismo funciona en la oposición manejando a los
gremios, sus mayorías parlamentarias y a los mandatarios provinciales. O manda
desde Balcarce 50 con sus bloques legislativos, el ariete de los sindicatos columna vertebral del Movimiento y
repartiendo fondos a sus gobernadores. Raúl
Alfonsín fracasó
con la ley Mucci, soportó a Saúl
Ubaldini y entregó su poder a Carlos Saúl Menen, por entonces gobernador de La Rioja. Y después Menem, ya como Presidente, alineó a diputados y senadores,
unificó a la CGT y distribuyó la ayuda pública a sus mandatarios provinciales.
Macri no quiere repetir la experiencia traumática que
protagonizaron Alfonsín y Fernando de la Rúa. Y articuló un acuerdo con los
gobernadores justicialistas que le permite negociar sus proyectos de ley en el
Parlamento. Esos gobernadores pasan por ventanilla y después alinean a su
propia tropa. Y posan al lado del Presidente para recuperar una legitimidad
política que muchos de ellos han perdido hace ya mucho tiempo.
Gildo Insfran, gobernador de Formosa, está a cargo de la
provincia desde 1995. Y antes había sido vicegobernador por ocho años. Insfran
es responsable de todas las miserias políticas de Formosa, y sin embargo, no
hay un cuestionamiento público a su gestión desde Balcarce 50. Junto a Insfran
se puede ubicar a Claudia Ledesma, que heredó de su marido Gerardo Zamora, la
provincia de Santiago del Estero. Ledesma siempre trabajó de Primera dama, y
maneja Santiago del Estero casi como un bien ganancial. Y al lado de Insfran y
Ledesma/Zamora hay que colocar a Juan Manzur, gobernador de Tucumán, que está
sospechado de graves casos de corrupción en la provincia y en la administración
de Cristina Fernández.
El Presidente conoce la sinuosa trayectoria de Manzur,
Ledesma/Zamora e Insfran. Pero no hay una crítica a su gestión y su política
clientelar. Balcarce 50 no puede discriminar, ya que fueron gobernadores
elegidos en comicios libres. Sin embargo, ante el discurso de Cambiemos a favor
de la transparencia y la institucionalidad, es necesario que Macri exhiba sus
diferencias con mandatarios provinciales que responden a una peculiar forma de
entender a la democracia y su significado ético y moral.
El silencio presidencial sobre estos gobernadores incluye también
a ciertos jerarcas sindicales que jugaron la propia en todos los gobiernos.
Gerardo Martínez (UOCRA) y Armando Cavalieri (Comercio), para citar dos casos
paradigmáticos, no pueden justificar su patrimonio, fueron cómplices de la
dictadura militar y usan puro clientelismo para evitar a la oposición en sus
propios gremios. A ellos, y a muchos Gordos más, el Gobierno le concedió visibilidad y entregó millones
de pesos que CFK tenía pisados para castigar a los
sindicatos que no respondían a sus órdenes
directas.
Se trata de la misma lógica y de idéntica complejidad
institucional. Los fondos pertenecían a los gremios, los jefes sindicales
fueron elegidos por el voto de los afiliados y la representación de los
trabajadores es un derecho intocable protegido por la Constitución. Pero eso no
obsta a señalar que esos dirigentes son opacos, que no aceptan la competencia y
que han aplaudido a generales, abogados e ingenieros en los últimos cuarenta
años.
Existe la ética de las convicciones y la ética de la responsabilidad.
Acorde a la coyuntura, estas dos categorías de la ética política aparecen en
mayor o menor medida cuando se ejecuta el poder. Pero en un determinado
momento, se produce la opción definitiva, la mezcla exacta que permitirá
determinar si es más de lo mismo o un cambio cualitativo, como se prometió en
la campaña presidencial.
Depende de Macri.
© El Cronista
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