Por Arturo Pérez-Reverte |
Una mañana, en Madrid y hace ya varios años, presencié una
escena a la que creo haberme ya referido en otra ocasión, en esta misma página:
un fulano con muy mala pinta, evidentemente empastillado hasta las trancas,
amenazaba a los transeúntes con un cuchillo de notables dimensiones. Mariconas,
decía. Que voy a daros a tós pa dentro, mariconas. Frente a él había dos
policías nacionales de uniforme, fuska en mano, intimándolo, dicho sea en
lenguaje administrativo, a deponer su actitud.
Pero el otro no sólo no la
deponía, sino que insultaba a los policías y a los transeúntes y amagaba dar
tajos con el cuchillo. Mariconas, etcétera. Los maderos se miraban entre ellos,
como diciendo qué carajo hacemos, colega, y ninguno se decidía a meterle en el
cuerpo a aquel pájaro un balazo que lo dejara seco. Sabían la ruina que les
caería encima como apretaran el gatillo. Y claro. Consciente del asunto pese al
colocón que llevaba, el fulano del baldeo, tras amenazar un poquito más, salió
corriendo de pronto como un cohete, seguro de que nadie lo iba a parar en
serio. Los dos policías corrieron detrás, desaparecieron los tres de mi vista,
y no sé en qué acabó la cosa, pues al día siguiente no leí nada en los
periódicos. Supongo que no lo pillaron. O sí, cualquiera sabe. Pero recuerdo
muy bien lo que me quedé pensando: para nada quisiera estar en la piel de esos
dos pringados. De esos dos policías.
Me acordé ayer de eso, varios años después, al enterarme de
que el Tribunal Supremo acaba de absolver a un guardia civil que en 2009
–estamos en 2016– mató de tres disparos, al término de una accidentada
peripecia automovilística, a un fulano al que él y sus colegas picoletos habían
estado persiguiendo a toda leche, con los pirulos azules destellando y las
sirenas haciendo pi-po, pi-po, por las provincias de Ávila, Toledo y Madrid,
después de que el pavo se saltara un control policial y provocase varios
accidentes en su fuga, y para acabar la fiesta intentara rematar en el suelo,
atropellándolo por segunda vez, a un agente que estaba herido. Cosa que impidió
el compañero del atropellado, soltándole cuatro tiros al malo, de los que tres
hicieron blanco y se lo llevaron directamente al otro barrio.
Siete años, oigan. Se dice pronto. Ante ese caso clarísimo,
probado con todas las de la ley, o sea, que dio matarile a un elemento
peligroso en defensa de la vida de un compañero, el picoleto de los tiros ha
estado judicialmente empapelado durante siete años, nada menos. Los cuatro primeros
como imputado, lo que significa que durante ese tiempo su vida profesional
estuvo estancada, sin posibilidad de ascensos ni recompensas. Luego, el
calvario de recursos, contrarrecursos y citas judiciales, que le costaron un
año y medio de baja por depresión, y el resto de zozobras, abogados, informes
periciales y puñetas administrativas durante las que jueces de diversas
instancias, hasta llegar al Supremo, anduvieron dilucidando si impedir que
atropellen por segunda vez a un guardia civil es legítima defensa o agresión
fascista, si los disparos se hicieron desde tal o cual distancia, si el
vehículo tenía metida la primera o la segunda marcha, o si -lo que convertiría
el acto de liquidar al malo en descarado abuso policial- éste había sido
diagnosticado con anterioridad de trastorno bipolar, y en el momento de la
persecución y el atropello sufría un lamentable brote psicótico. La criatura.
Siete años, insisto, ha empleado la lentísima Justicia
española en decidir si un guardia que con todos los motivos del mundo se carga
a un malo en acto de servicio es culpable o inocente. Siete años pendiente de
un hilo, de zozobra y ruina, durante los que al agente en cuestión se le ha
reventado la carrera y parte de la vida por utilizar –con óptima puntería, por
cierto, detalle que no ha elogiado nadie– la pistola reglamentaria que el
Estado le confió para que defendiera a los ciudadanos y a sí mismo en el
desempeño de sus funciones. Y por ahí seguimos, incapaces de apreciar lo obvio:
que del mismo modo que quien se extralimita de gatillo o de placa debe sentir
encima todo el peso de la ley, a quien cumple su deber no se le puede maltratar
de esa manera. Porque así, cada vez más, nos arriesgamos a que frente al fulano
del cuchillo, ante el atropellador, ante el malo que siempre estará ahí,
beneficiándose de nuestros derechos y libertades, pero también de nuestra
estupidez y nuestra demagogia, el guardia al que le toque, aunque sea honrado y
valiente, deje la pistola en la funda, mire hacia otro lado y piense: «Anda y que
os proteja vuestra puta madre».
0 comments :
Publicar un comentario