Por Javier Marías |
No puedo evitar ver cierta vinculación. Desde hace años
(sobre todo desde que existen las redes sociales), los programas de televisión
y radio, los diarios, la publicidad, se han volcado en la continua adulación de
sus espectadores, oyentes, lectores y clientes. Se los insta a “sentirse
importantes” con apelaciones del tipo: “Participa”, “Tu voz cuenta”, “Tú
decides”, “Da tu opinión”, “Todo está en tus manos”.
Mucha gente, incauta y
narcisista por naturaleza, se lanza a gastar dinero (cada llamada o tuit cuesta
algo) para hacer notar su peso en cualquier imbecilidad: quién ha sido el mejor
jugador de un partido o quién debe representarnos en Eurovisión; quién debe ser
expulsado de Gran Hermano o ganar tal
o cual concurso de cocina; si Blatter y Platini deben dimitir de sus puestos en
la FIFA, y así. Los periódicos online ofrecen gran espacio para los comentarios
espontáneos sobre un artículo o una información, las pantallas se llenan de
mensajes improvisados e irreflexivos sobre cualquier asunto. Es decir, mucha
gente se ha acostumbrado a ser “consultada” incesantemente acerca de cualquier
majadería, cuestiones intrascendentes las más de las veces, meros juegos sin
consecuencias. Al fin y al cabo, ¿qué importa quién venza en un concurso o
quién cante en un festival? Pero nuestra vanidad es ilimitada, y cada cual cree
que, con su voto o su opinión, ha intervenido y ha gozado de protagonismo.
Parece algo inofensivo y baladí, pero sospecho que en estas
ruines lisonjas está el origen del progresivo abaratamiento del sistema
democrático, y lo peor, lo más engañoso e irresponsable, es que no son pocos
los partidos políticos que recurren a estas técnicas; que se inspiran en esta
frivolización y se pretenden “más democráticos que nadie” mediante los
referéndums, los plebiscitos, los asambleísmos, las votaciones “directas” sobre
lo habido y por haber. Se pregunta a “las bases” con quiénes se ha de pactar o
gobernar, y de ese modo los dirigentes se eximen de responsabilidades. Se
pregunta a la ciudadanía (como ha hecho Carmena en Madrid) si cree que hay que
remodelar la Plaza de España, de lo cual se enteran cuatro gatos y votan la
mitad sin tener mucha idea de lo que realmente opinan o de si tienen opinión
(de lo que se trata es de participar en lo que sea); Carmena da por válida la
respuesta de los dos gatos y acomete la enésima obra destructiva de nuestra
ciudad. Podemos y la CUP no cesan de consultar a sus militantes, eso sí, bien
teledirigidos para que voten lo que defienden sus líderes. Italia inquirió a
sus electores sobre prospecciones petroleras (!), y, claro, no hubo quórum.
Hungría a los suyos sobre las cuotas de refugiados, Grecia a los suyos si
aceptaban el tercer rescate de la UE. Holanda sobre no sé qué. Y Suiza, bueno,
es la pionera, allí se consulta a la población acerca de cualquier minucia. Hay
cuestiones –poquísimas– para las que sí conviene un referéndum, como la
independencia de Escocia o la del Quebec, dada la trascendencia de la decisión.
Pero ni siquiera el celebrado para el Brexit cumplía
esos requisitos: no había un clamor exigiéndolo, ni siquiera urgencia, y todo
fue un estúpido e irresponsable farol de Cameron, que podía haberse ahorrado
anunciando en su programa que mientras él gobernase el Reino Unido permanecería
en la UE.
Al día siguiente del triunfo del Brexit, el 7% de los votantes favorables a él ya estaban
arrepentidos, asustados y solicitando una segunda vuelta. ¿Cómo se explica?
Tengo para mí que alguna gente se ha contagiado de las continuas votaciones
“populares” de la televisión y las redes. Para ella todo se ha convertido en un
juego, y ya no distingue entre echar a un concursante de la casa de Gran Hermano y decidir algo, en serio, que puede arruinarle la vida o
cambiarla para mucho peor. Votan con la misma despreocupación, hasta que al día
siguiente se dan cuenta y exclaman: “¡Dios mío, qué he hecho! Esto sí traía
consecuencias”. Los dirigentes que apelan a la “democracia directa”, a los
plebiscitos, a los referéndums en serie, deberían ser rechazados, por
comodones, incompetentes y cobardes. Si siempre se cubren las espaldas
preguntando al “pueblo”, ¿para qué diablos son elegidos? Son pura contradicción
o caradura: “Quiero un sillón, pero cada vez que deba tomar una medida
peliaguda o impopular, cargaré a la gente (manipulada) con la responsabilidad”
(a los cuatro o dos gatos que, halagadísimos, se molesten en responder).
Tenemos democracias representativas, y elegimos a alguien presuponiendo que
sabe más que el común. En contra de las apariencias, los que recurren a las
consultas sin parar suelen ser los menos democráticos. Para mí hay otro viejo
adjetivo que los define: demagógicos, eso es más bien lo que son.
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