Por Gabriela Pousa |
Vacaciones, en apariencia al menos, la nieve comienza a acumularse en
los picos de los cedros. Todos encantados con el espectáculo. Los esquiadores
preparando el equipo, la temporada se muestra auspiciosa y genera entusiasmo
inmediato. Se suceden los días, ya no es dable salir, las puertas están
secundadas por altas montañas de nieve y piedra.
Por la ventana no se ven los
picos helados, ni el cielo blanco. El gris lo uniforma todo y el tedio
acecha. Se espera. El ser humano sabe que la vida, en definitiva, es una
sucesión de días entre esperas y lozanías.
Al tiempo – ya no importa demasiado el cuánto -, ha
agotado los víveres y apenas queda un poco de agua para seguir soñando con la
salida del sol y un paisaje diáfano. Después de una noche que pareció
eterna, un rayo de luz sorprendió a los desesperados. Era claro, el
sueño concretado. Aplausos, risas, abrazos…
Un detalle no más, las vacaciones habían
terminado. No es un simple cuento, ni mucho menos una fábula trasnochada que
busque moraleja, tampoco una metáfora aún cuando lo parezca. Es el breve relato
de lo que hemos vivido durante doce años. El encanto de una mayoría
siempre dudosa, y la espera resignada en otros casos. Nos tapó una
nevada que al comenzar parecía linda y óptima, máxime para quienes pretendían
esquiar. Algunos por el solo hecho de calzarse los esquíes creyeron haber
esquiado, y así lo contaron…
El encantador paisaje quedó limitado por el marco
de ventanas y el frío de la escarcha. La angustia para no acabar con la
esperanza produjo fantasías impensadas. De ese modo, Cambiemos,
Mauricio Macri y la juventud del PRO fue el sol. La nieve hartó. Quizás sea
verdad que todo se supera si no se prolonga más de la cuenta, el problema es
que nadie sabe a ciencia cierta cuál es esa suma, y en qué momento acaba la
vida de uno en ella.
El rayo de sol generó una ilusión fundada para
algunos, necesaria para otros, y sospechosa tal vez para escépticos y víctimas
de la meteorología en Argentina. A varios incluso, los encegueció. Sucedió
algo similar a ese efecto que provoca la luz cuando pega de lleno en el
parabrisas del auto. Lo mejor es no ver, y uno baja esa solapa de la parte
superior casi en un acto instintivo como pidiendo salvación.
Así los argentinos vivieron el comienzo de lo que
hoy se llama “macrismo”. Una pena, nunca los “ismos” nos han favorecido
y menos todavía si se apoya en una individualidad que, paradójicamente, nunca
se ha erigido a sí misma como una imagen predestinada ni como un héroe
redentor.
Será cuestión de ver las partes en el todo, porque
el todo solo no clarifica mucho. Lo cierto es que la perspectiva no más
del sol, después de un exceso de días gélidos y oscuros fue una bendición. No
hay reproche a haberlo vivido de ese modo. Ahora bien, el calendario
no se detuvo con la nevada, la cronología nos indica que con su fin también las
vacaciones estaban liquidadas.
Hay que salir del hotel para volver a casa. Al
hacerlo hay un detalle que opaca toda aventura vivida, toda epopeya o gesta
magna: el conserje del complejo está parado ahí con la cuenta de lo que
se debe, de lo consumido. A pagar si se quiere salir. Entonces, el
paisaje ya no es tan lindo, el sol no calienta lo suficiente, y la “viveza
criolla” pretende valerse de la queja para evitar hacer frente a lo inevitable: saldar
la deuda más allá de que se haya contraído libre y voluntariamente. El destino
no fue impuesto, si estuvimos ahí es porque primero elegimos ir. No; no era
gratis. A veces hay que leer la letra chica también.
“Fui a esquiar pero no pude porque nevó más
de lo esperado“, no es un argumento válido para evitar el pago. No hubo
cláusula ni garantía de un clima menos duro en el contrato. Se
rompieron los platos, a pagarlos. Esa es la parte que no gusta. Ese es el
instante en el cual Mauricio Macri deja de ser “mi Presidente” elegido
democráticamente. En síntesis, llega el tiempo del “yo, argentino“.
Quién puede comprender allí que no se ha aprendido
aún lo suficiente. El dejo de nostalgia es natural, hasta la rabia por la “mala
suerte” que en rigor no fue azar, se puede justificar. Pero no hay excusa
para rasgarse las vestiduras. No somos víctimas de un alud sorpresivo ni de un
tsunami que no vimos. Había posibilidades concretas de vivir una ingrata
sorpresa. El sur era un resumen perfecto de lo que deparaba el
kircherismo. Se optó, voluntariamente o no, por no ver aquello. Digamos que
se evitó consultar el servicio meteorológico como si ello fuese un reaseguro de
buen tiempo en esa ocasión.
Refunfuñando salimos del lugar recreativo donde la
nevada nos encerró hasta el olvido. En el camino vemos el arco iris completo,
deslumbrante. Volvemos a sonreír y a estar satisfechos pero no hay siete
colores resplandeciendo frente nuestro, únicamente por el sol que salió, no. Este
es fruto del ayer soportado y del presente esperado. Una conjunción de ambos. Lo
que deslumbra entonces no es tanto este sol sino el contraste entre la
oscuridad e impotencia del encierro, y esta libertad coartada quizás por el
deber y la responsabilidad de pagar el precio que vale el arco iris final.
Tanto para la algarabía como para el enojo conviene
esperar la estabilidad, de lo contrario mañana estaremos quejándonos del
verano… Es difícil que lo oscuro termine claro y visible, pero también
es seguro que no todo lo que brilla es oro, existe lo dorado. Eso no impide
aprovechar el resplandor para avanzar y definir, finalmente, donde se quiere
estar las vacaciones que vienen.
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