Por Jorge Fernández Díaz |
El Presidente adora la táctica futbolera; estoy seguro de
que entenderá muy bien esta descarnada analogía. Era un campeonato bravo y su
equipo había superado algunas fechas difíciles, pero no supo ganar el partido
final de las tarifas y entonces debió entregarse al dramático albur de los
penales. Poner el destino en manos de una Corte que ni remotamente domina es
como encomendarse a algo tan etéreo como la suerte; ya había perdido antes de
llegar a esa instancia de los doce pasos. Luego se la clavaron en el ángulo y a
cantarle a Gardel.
Queda empezar de nuevo, porque afortunadamente el torneo de la
democracia sigue y la política, como el fútbol, da revanchas todos los días.
Pero sería imprudente hacerlo sin entender las razones de la derrota, sin
reflexionar sobre las características del juego y sin mentalizar a los
jugadores para que no se enamoren del error.
La primera impresión es que los muchachos niegan la
chambonada, amparados tal vez en la filosofía zen ("que hayas tropezado y
caído no significa que vayas por el camino equivocado") y en la coartada
de ser originales y orgullosamente incomprendidos por los vetustos analistas
del "círculo rojo". Después de magnificar las consecuencias
económicas que tendría un fallo adverso, cuando éste efectivamente se produjo
salieron a minimizarlo: acá no ha pasado casi nada. En estas lides, camaradas,
no vale el "juego bonito", sino el resultadismo más flagrante, y este
gobierno no peronista carece de la chance de equivocarse fiero: una posible
reconstrucción de la democracia republicana que sepulte la hegemonía del
partido único y, por lo tanto, decenios de decadencia nacional depende en estos
momentos históricos de su pericia. Por los arrabales de la política, los
conspiradores sueñan con la destitución y el helicóptero, y con reinstalar de
manera urgente el rancio régimen de la más poderosa corporación argentina.
Macri no tiene entonces mucho margen para pifiarla. Y en esta ocasión, su
brigada antiexplosivos llegó tarde y la bomba les voló algunos dedos. Es
posible que en dos meses Cambiemos logre revertir el revés jurídico y
financiero; es menos seguro que se saquen lecciones políticas de fondo acerca
de los motivos por los que se terminó en la banquina.
En el corazón del Gobierno se regodean con la idea de que
poseen la fórmula secreta de la Coca-Cola, que la política tradicional pasó de
moda, que apelar a la experiencia histórica resulta anacrónico, que muchos
intelectuales derivan hacia una melancolía encapsulada y tremendista, y que la
única verdad no es la realidad, sino el timbreo. Desactivar la demagogia
tarifaria exigía, desde el día cero, audiencias públicas que advirtieran los
yerros y desajustes, una batalla cultural, un acuerdo federal energético, un
megaestudio judicial sobre la previsible lluvia de amparos y hasta un
intercambio fluido de información con el máximo tribunal de la República. También
una obviedad: ilustrar a los aliados, que fueron sorprendidos por muchas
decisiones técnicas. Baste decir que el vapuleado Juan José Aranguren recién
les mostró su PowerPoint a los legisladores de Cambiemos una hora antes de
someterse a la maratónica incursión del martes. Los legisladores quedaron muy
bien impresionados con su exposición, pero se lamentaron de no haber tenido a
mano durante todos estos meses una explicación didáctica de los hechos, algo
que les hubiera permitido ser los centuriones mediáticos de las medidas, y no
los refunfuñadores secretos del ajuste. Es curioso: en otros casos, como el
cepo, los holdouts, la relación con los sindicatos y el blanqueo de capitales,
Macri se manejó como un político experto; con las tarifas retrocedió a la
lógica amateur del CEO y a la religión ingenua del Excel. A lo largo de estos
meses, la mayoría social parece haber entendido tres cosas: la energía es
escasa y debe pagarse, el congelamiento de las tarifas fue una obra tóxica y
nefasta del kirchnerismo, y Cambiemos no ha sabido resolver el problema.
Este accidente genera, por otra parte, algo de
incertidumbre: en la Argentina, cuando el oficialismo no consigue imponer su
criterio resuena de inmediato la palabra "gobernabilidad", que los
peronistas siempre consiguieron con bardo y autoritarismo. Y que los
republicanos deben ganarse a pulso, respetando a rajatabla las reglas y con
mucha muñeca política. El tropezón dilata además las inversiones: los hombres
de negocios quieren estar seguros de quién manda en el país donde van a poner
la tarasca, para decirlo en los términos tan refinados que utilizó alguna vez
la arquitecta egipcia. En plena crisis económica, la sociedad se aferra a la
idea de que el macrismo posee capacidad para sacarnos del suplicio: ese
intangible tiembla cuando se comprueban las torpezas. Nadie, claro está, dijo
que iba ser fácil. No existen bitácoras lúcidas ni instrumentos de navegación
confiables para escapar del neopopulismo, que funciona como una especie de
droga vanguardista: produce euforia y adicción; después, devastaciones físicas
y mentales. "La entrada es gratis -decía Charly García-. La salida,
vemos."
Así como los kirchneristas desdeñaban frecuentemente la
ciencia económica y la suplantaban por un mero decisionismo presidencial que
nos llevó al capricho, al emparche permanente y a la gran chapuza, a veces los
macristas parecen desafiar también la tradición política por el simple método
de cuestionarla desde una ultramodernidad 3.0. Los buenos tecnócratas, sector
dominante en el Poder Ejecutivo, traducen el concepto "política" como
una virtuosa sucesión de diagnósticos y resoluciones. El asunto no es
criticable, al contrario: ese ímpetu resulta absolutamente necesario en un país
con tantos años de mala praxis y de relatos inconsistentes. Pero la política va
más allá. Y los dirigentes verdaderos son los que poseen un saber astuto y
callejero que no se aprende en ninguna universidad ni en ninguna empresa, y
según el cual se pueden aportar miradas laterales, pensamientos contracíclicos,
intuiciones sobre el inconsciente colectivo, discursos de persuasión y
creatividad en el terreno. El cirujano interviene con el bisturí; el clínico
cura con el ojo y la palabra. Este hospital de alta complejidad tiene buenos
laboratoristas (Durán Barba, Marcos Peña), está plagado de cirujanos eficaces
(Prat-Gay, Lopetegui), pero carece de una considerable cantidad de clínicos,
esos baquianos capaces de detectar las acechanzas ocultas y sanar con el acto
médico. Le faltan, por lo menos, cinco Monzó y siete Sanz.
Creer que la probeta y la cirugía bastan para sacar adelante
al paciente los condujo a esta evitable final de penales malogrados. El
gabinete nacional es abierto para dialogar con los ajenos, pero un tanto remiso
a incorporar a los propios, algo extraño en una coalición gobernante que jamás
logró avanzar sobre los recelos mutuos y funcionar como un equipo integral. El
filósofo Alejandro Rozitchner, asesor de Macri, no ocultó esta semana el
prejuicio: "El país cambió de época y la gente está empezando a hacerse
cargo de sí misma. La sociedad decidió que condujera el país gente que no viene
de la política. Que viene de la vida". Los clínicos no son curanderos. Y
los políticos profesionales, en términos futboleros, no resultan tan disciplinados
como los demás, pero son esos raros jugadores que comprenden "la dinámica
de lo impensado" (Panzeri dixit), leen como nadie el partido y suelen
ganarlo con un sutil cambio de frente. Con una pincelada de talento.
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