Por Javier Marías |
Ha poco la novedad, ¿verdad? Bueno, esa sensación tengo, y
como me considero una persona corriente tiendo a pensar que lo que a mí me pasa
le pasa a mucha gente más. ¿Recuerdan cuando, en tiempos de Aznar, cada vez que
éste salía en pantalla muchos cambiábamos automáticamente de canal porque su
mera visión nos resultaba insoportable, más que nada (aunque no sólo) por
hartazgo y saturación?
Daba lo mismo lo que dijera, si su intervención era
debida a su cuota diaria de televisión o a un anuncio crucial para el país: si
se trataba de lo segundo, ya nos enteraríamos por el periódico, sin necesidad
de sufrir su rostro desdeñoso, su cadencia pseudopija, sus acentos de
importación, su gesticulación ni por supuesto sus permanentes cinismo y
vacuidad. Lo padecimos ocho años, en gran medida por culpa de Anguita, uno de
los mayores ídolos de Podemos junto con Perón, aquel dictador que se refugió en
la España de Franco, como tantos otros antes que él.
Pues bien, aquella saturación superior a nuestras fuerzas,
¿no la sienten ya ustedes respecto a casi todos los políticos nuevos, los que
llevan tan sólo dos años ejerciendo como tales? De los más veteranos no
hablemos, eso se da por descontado: ver aparecer a Rajoy, a Cospedal, a
Aguirre, a Soraya Sáenz, a Montoro, a Fernández Díaz, a Báñez, equivale a
bostezar y a buscar cualquier otro espectáculo, por caridad. Lo mismo sucede
con los tertulianos “políticos”, que no por ponerse estolas de fantasía y
chaquetas rojas o añiles (o rizos de peluquería) dejan de tener el aspecto de
señores y señoras de su casa que sueltan obviedades y lo llevan a uno a
preguntarse por qué diablos están ahí, contratados para opinar con
engolamiento. (Dan ganas de acordarse de lo que dijo Stendhal sobre su
zapatero, pero la cita sería considerada elitista y clasista; y lo era, aunque
no le faltase algo de razón.)
Pero los nuevos no han tenido medida. Como si fueran
concursantes de Gran Hermano, y aupados por uno de esos periodistas
enloquecidos (hay decenas) que pretenden ser a la vez moderadores, directores
de informativos, tertulianos, entrevistadores y entrevistados, no han
desaprovechado ocasión y han salido hasta en la sopa, provocando la náusea del
espectador. Cada vez que veo en pantalla a Iglesias, Errejón, Monedero,
Bescansa, Echenique, Montero y correligionarios, me asalta un gran sopor.
Parece que tengan teléfono rojo con ese periodista monomaniaco, García
Ferreras, y que estén en todo momento disponibles para él (y para otros), noche
y día, hasta el punto de que no se sabe cuándo les queda tiempo para estudiar,
debatir o simplemente pensar. Se han prodigado menos Pedro Sánchez y Albert
Rivera, pero lo suficiente para suscitar asimismo un bostezo pavloviano difícil
de reprimir. Si uno va a menudo a Cataluña, lo mismo le ocurre con el nuevo
político inoportunamente llamado Rufián (inoportunamente para él), con la
avinagrada Anna Gabriel, la ufanísima Colau y la estricta Forcadell; no digamos
con Mas y Homs, el lloriqueante Junqueras y el atropellador Tardà. Todo es como
un círculo viciosísimo del que resulta imposible escapar. Uno oye las mismas
sandeces repetidas hasta la saciedad, los mismos disparates y provocaciones,
asiste atónito a la fatuidad de varios (Iglesias habla con desparpajo y sin
sonrojo de su propio “carisma” o de su “lucidez”: no tiene abuela), a la
sosería infinita de muchos, a las salidas de pata de banco de la mayoría, al
pésimo castellano de casi todos.
Tengo para mí que, si producen tanto y tan rápido hartazgo,
es porque pocos de nuestros políticos son demócratas, y fuera del sistema
democrático sólo hay propaganda y consignas, que aburren pronto. No lo son los
del PP, como se comprobó con Aznar y se ha vuelto a comprobar con Rajoy. No
basta con ganar elecciones para serlo. Esto es una condición necesaria pero
insuficiente. Si no se gobierna democráticamente a diario … Esto significa sin
despreciar a la oposición, sin imponer leyes injustas o parciales gracias a una
mayoría absoluta, sin utilizar Hacienda e Interior para los propios fines y
para represaliar a críticos y adversarios. No son demócratas los del actual
Unidos Podemos, se ve a la legua, o lo son a la manera de Putin, Berlusconi,
Maduro, Orbán; ni los de la CUP, ERC y CDC, como se vio cuando negaron hasta la
aritmética para proclamar su “triunfo” independentista. Sí lo son por ahora el
PSOE, Ciudadanos y el PNV (con sus mil defectos), justamente partidos mal
parados en las últimas elecciones. Supongo que todo es en efecto como Gran
Hermano: se premia a los corruptos y a los que arman bulla, a los que sueltan
necedades mayores o muestran desfachatez más llamativa. A los que dan
espectáculo superficial. Pero nadie cuenta con que eso, lo superficial, lo que
carece de verdadero interés y no hace pensar nunca, se agota pronto, y harta y
satura hasta decir: “Basta, no puedo oírlos más, ya no los quiero ni ver”.
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