Por Arturo Pérez-Reverte |
Lucio acaba de contarnos el último chiste y se aleja entre
las mesas saludando a otros clientes, y Javier Marías despacha lo que queda de
su escalope. A estas alturas de la cena siempre acabamos regresando, casi de
forma automática, a John Ford y a Hitchcock, con alguna incursión lateral por
Hawks y Mann. Es el momento en que, a veces, a Javier le brillan los ojos y a
mí se me vuelve la voz un poquito trémula, como en este instante, cuando
comento la escena de Misión de audaces
en la que John Wayne le quita el pañuelo de la cabeza a Constance Towers y se
lo pone al cuello antes de volar el puente.
Salimos a la calle y caminamos por la Cava Baja tarareando I
Left My Love. La noche es templada y agradable. La conversación recae ahora en
la extraordinaria serie de western que hizo Anthony Mann con James Stewart,
entre ellas la obra maestra El hombre de
Laramie. A medio cigarrillo de Javier hacemos una breve incursión por Don
Siegel y Código del hampa –Lee Marvin
y Clu Gulager preguntándose por qué no se defendió John Cassavetes cuando
fueron a matarlo–, aunque muy pronto regresamos a Ford y a Hawks. A John Wayne,
sobre todo. Yo recito el diálogo de El
Dorado, cuando Christopher George, con su cicatriz en la cara, dice aquello
de «Sólo hay tres hombres que disparen
así. Uno está muerto, otro soy yo, y el tercero es Cole Thornton» y Javier
lo completa en boca de Wayne: «Yo soy
Thornton». En ese momento –estamos llegando a Puerta Cerrada–, alguien se
detiene a saludarnos. Un lector. Solemos bromear sobre eso cuando vamos juntos,
a ver a quién saludan más, a él o a mí, y llevamos la cuenta como si fueran
tantos anotados. Dos a uno, dos a dos, tres a dos. Cuando es lector de ambos,
nos anotamos medio punto cada uno.
Unos pasos más allá, Javier se para un momento y se me queda
mirando.
–¿Te acuerdas de El
pistolero?
– Claro –respondo–. La de Henry King, con Gregory Peck. El
viejo jinete al que todos los aspirantes a pistolero famoso quieren matar.
Javier se echa a reír.
–Tiene gracia. ¿Te das cuenta de que ahora nosotros somos
como Jimmy Ringo, en esa película? ¿O como Wayne y Mitchum en El Dorado?… Viejos pistoleros con cierta
reputación. Con las cachas del revólver llenas de muescas.
–Y no pocos jóvenes, y no tan jóvenes, soñando con pegarnos
un tiro para ocupar ese sitio. ¿Te refieres a eso?
–Exacto… Cole Thornton y John Paul Herra, Wayne y Mitchum,
caminando medio cojos, heridos y hechos polvo, cada uno con su muleta, por la
calle principal de El Dorado.
–Pues al final nos pegarán ese tiro.
–No te quepa duda. Es la ley del Oeste.
La idea nos hace gracia, y seguimos el paseo imitando la
cojera y los andares de los dos viejos pistoleros. Luego debatimos sobre la
chica adecuada, chica de salón, prostituta ocasional, maestra del pueblo: Helen
Westcott, Charlene Holt. Al final nos decidimos por Angie Dickinson. Su último
beso, en recuerdo de los otros, antes de ceñirte la pistolera y cruzar la calle
en busca de la palabra Fin.
–Angie, sin duda –insiste Javier.
Llegamos así a la Plaza Mayor, donde nos sentamos en la
terraza del bar Giralda. Está a punto de cerrar, pero los camareros, que son
buenos y queridos amigos, dejan una mesa para nosotros. Javier enciende otro
cigarrillo y mira la plaza. Por un rato permanecemos en silencio. Se está bien
aquí, pienso, disfrutando de la noche igual que de la conversación, sentados
uno junto al otro. Dos viejos pistoleros, tan diferentes y sin embargo
cómplices. Leales y callados, con muchos atracos a bancos, desafíos de barra de
bar y tiroteos en la memoria común.
–Todavía sabemos disparar –comento.
Asiente Javier, dándole otra chupada al cigarrillo. Miramos
uno a cada lado de la plaza, como si cada cual se encargara de vigilar esa
parte.
–Reputación –dice Javier, como si eso lo resumiera todo.
Entonces me echo a reír, mientras me pregunto cómo hacen los
que no vieron cine ni leyeron libros para interpretar la vida.
–Déjalos que vengan –digo despacio–. Déjalos que vengan.
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