Por James Neilson |
Siempre y cuando el país más poderoso del planeta no nos
depare más sorpresas mayúsculas en lo que queda del año, a partir del próximo
20 de enero tendrá como presidente ya a un personaje que, según sus muchos
detractores, es un fanfarrón ignorante, ya a una señora que, en opinión de los
suyos, es una delincuente corrupta que, para conseguir la candidatura de su
partido, no vaciló en violar las reglas internas para poner fin al desafío
planteado por Bernie Sanders, un rival tenaz.
Si bien el consenso internacional
es que sería mejor que la demócrata Hillary Clinton se instalara en la Casa
Blanca porque parece ser menos peligrosa que el republicano Donald Trump, en su
propio país el que sea una representante cabal del muy desprestigiado
establishment le juega en contra.
En Estados Unidos son cada vez más los que quieren un cambio
existencial, una especie de contrarrevolución que, imaginan, serviría para
restaurar el mundo de anteayer, el del sueño norteamericano en que cualquier
persona honesta podría triunfar. Puede que el cambio propuesto por “el Donald”
sea torpe y fantasioso, pero lo que ofrece Hillary, aparte de la novedad de ser
una mujer que aspira a un cargo que hasta ahora se ha visto monopolizado por
varones, es más de lo mismo, lo que para muchos sería insoportable.
El desenlace de la contienda electoral, que durará hasta el
8 de noviembre, dependerá menos de las hipotéticas cualidades positivas de los
dos sobrevivientes de las primarias o de los programas de gobierno respectivos
que del desprecio, para no decir odio, que los votantes sienten por su
contrincante. Para una proporción sustancial del electorado, será cuestión del
mal menor, razón por la que se prevé que será una campaña extraordinariamente
sucia. Para desviar la atención de sus propias deficiencias, que son enormes,
tanto Trump como Clinton se dedicarán a subrayar las ajenas. Es como si
hubieran firmado un pacto de destrucción mutua asegurada, uno que ya está
provocando daños acaso irreparables al tejido social norteamericano.
De más está decir que a ninguno de los dos le será difícil
encontrar grietas en la armadura del otro. Mientras que el Donald es un
demagogo rabioso y a menudo incoherente que algunos comparan con Benito
Mussolini, lo que es injusto puesto que el magnate parece tener más en común
con Silvio Berlusconi pero que así y todo nos dice mucho acerca del clima
fétido político que cubre la superpotencia, Hillary es desde hace casi tres
décadas miembro de la elite más o menos progre washingtoniana y neoyorquina
que, a juicio de los muchos que temen por el futuro, ha aportado a la evidente
decadencia nacional.
A través de los años, la esposa de Bill ha sido blanco de
una cantidad llamativa de acusaciones de todo tipo. Entre las más recientes
están las de violar la ley al usar un servidor privado para e-mails oficiales y
negligencia como Secretaria de Estado. No habrá sido su culpa que yihadistas
asesinaran al embajador norteamericano en Libia, pero fue duramente criticada
por atribuir la humillación no a la ineptitud de los servicios de inteligencia
sino a la difusión por internet de un burdo video antiislámico. Así, pues,
cuando Hillary alude a su experiencia en cargos gubernamentales, Trump puede
responder diciendo que es en buena medida merced a la debilidad de la política
exterior del gobierno de Barack Obama, en el que desempeñó un papel clave, que
el mundo está hundiéndose en el caos.
Como no pudo ser de otra manera, Trump está más que
dispuesto a aprovechar las oportunidades brindadas por la trayectoria
accidentada de Hillary para basurearla. Por improbable que parezca, en dicha
empresa cuenta con la ayuda entusiasta de muchos seguidores de Sanders, la
víctima izquierdista de las maniobras apenas lícitas que fueron empleadas por
Hillary y sus amigos del aparato partidario demócrata para despejarle el camino
hacia la candidatura.
Aunque los simpatizantes de Sanders no quieren para nada a
Trump, comparten con él la hostilidad hacia la globalización y la patria
financiera de Wall Street. Cuando, al ponerse en marcha la semana pasada la
convención demócrata en Filadelfia, su jefe los exhortó a votar por Hillary en
noviembre, lo abuchearon. Para intentar reconciliarse con los rebeldes jóvenes
que hicieron del septuagenario Sanders, un veterano de mil causas progresistas,
su ídolo, la candidata ha olvidado su largo compromiso con el libre comercio,
dando a entender que ella también está a favor de medidas proteccionistas.
Lejos de ayudarla, tanta flexibilidad la ha perjudicado al brindar la impresión
de que carece de principios firmes.
Tal y como están las cosas, aquellos que algunos meses atrás
se aseveraban convencidos de que un sujeto tan ridículo como Trump no tendría
posibilidad alguna de convertirse en presidente de Estados Unidos tienen
motivos de sobra para preocuparse. Ya saben que subestimaron la intensidad del
rencor que sienten los rezagados. Tardaron en entender que la voluntad del
multimillonario de romper con la asfixiante “corrección política”, que suponían
hegemónica, le conseguiría una multitud de adherentes nuevos. Creyeron que el
Donald cometió un error estratégico fatal al proponer construir “un muro” entre
su país y México para frenar la inmigración ilegal, pero, en términos políticos
por lo menos, la sugerencia resultó ser un acierto; los angustiados por el ingreso
descontrolado de millones de personas procedentes de otras partes del mundo
incluyen a muchos hispanos. También lo ayudó otro “error”, el de querer impedir
la entrada de musulmanes a Estados Unidos “hasta que sepamos qué está
ocurriendo” en Europa, el Oriente Medio y el Norte de África. En cuanto a su
oposición locuaz a la libertad de comercio, le ha asegurado el apoyo de
millones de trabajadores amenazados por la globalización.
Últimamente, los horrorizados por el ascenso del
multimillonario pintoresco de propuestas que les parecen estrafalarias han
tenido que acostumbrarse a la idea alarmante de que pudiera triunfar en
noviembre. Si lo que para ellos aún es una pesadilla se transforma en realidad,
se debería menos a los eventuales méritos de Donald que a la incapacidad, acaso
inevitable, de las elites tradicionales para manejar una transición traumática
que es en buena medida producto del dinamismo tecnológico y económico de su
propio país. En Estados Unidos, y también en Europa, se ha difundido la sensación
de que el viejo establishment ha traicionado a la gente común que, para
defenderse, está optando por probar suerte con alternativas que las elites
califican de “populistas” o “ultraderechistas”. En vista de que hoy en día el
establishment norteamericano está conformado mayormente por individuos
acomodados de opiniones progresistas que suelen estar más interesados en
asuntos como el presunto derecho de los transexuales de estados retro como
Carolina del Norte a usar los baños reservados para personas cuyo género ha
sido determinado por la biología que en el bienestar de la mayoría de sus
conciudadanos, es comprensible que estos se sientan abandonados a su suerte.
Por un margen muy amplio, Trump es el candidato preferido de
la clase obrera y media blanca que ha sido marginada por la evolución de su
país; Hillary es la de cierta elite progresista blanca más las “minorías”
hispana y negra. ¿Podría Trump arreglárselas para congraciarse con más hispanos
y negros sin ofender a sus propias bases? Con el propósito de agregarlos a la
clientela electoral de quien, mal que les pese a muchos, es su hombre, los
estrategas republicanos están tratando de persuadir a los referentes de dichas
minorías de que ellas también son víctimas de la inmigración masiva, el recrudecimiento
de los prejuicios raciales y la muerte lenta de la industria manufacturera
norteamericana. Para frustrarlos, los demócratas insisten en que Trump es un
racista xenófobo, un militante del poder blanco que, de tener la oportunidad,
se erigiría en un dictador fascista, de tal modo contribuyendo a agravar
todavía más las nunca muy buenas relaciones que se dan entre los distintos
grupos étnicos o culturales que conviven en Estados Unidos.
En teoría, la rebelión contra las elites que está agitando a
todos los países avanzados debería ser protagonizada por izquierdistas
resueltos a ver repartidos con mayor equidad los frutos económicos disponibles,
pero, con las eventuales excepciones de España y Grecia, los líderes han
resultado ser “derechistas”. Es que en casi todos los países, los movimientos
considerados izquierdistas se ven dominados por profesionales de clase media o
alta cuyos intereses personales y estilo de vida no coinciden con aquellos de
la mayoría que sufre las consecuencias concretas de la inmigración masiva, el
multiculturalismo y el progreso tecnológico. Aunque en sociedades democráticas
los políticos no tienen más opción que la de jurar estar resuelto a luchar por
la igualdad, a juzgar por los resultados, los esfuerzos en tal sentido de los
comprometidos con diversas formas del progresismo han sido vanos. No extraña,
pues, que en Estados Unidos y Europa abunden quienes se creen víctimas de una
gran estafa y por lo tanto buscan algo distinto, aun cuando se trate de algo
tan extravagante como el renacimiento voluntarista previsto por Trump.
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