Por Jorge Fernández Díaz |
Amargado por su derrota política, libando entre logistas
americanos en una casona de Londres, José de San Martín se lamentaba de no
haber sido en Perú un gobernante fuerte y cruel: "El palo se me cayó de
las manos por no saberlo manejar", confesó allí el padre de la patria, el hombre
que tanto admiraba a Napoleón. "Es necesario emplear el tono conveniente
para que los pueblos obedezcan, y obedecer, en general, es temer", decía
Bonaparte.
Esa concepción autoritaria del poder, hija del militarismo y de la
guerra, venía desde el principio de los tiempos y ya tenía duros
cuestionamientos en el siglo XIX. La democracia moderna y humanista considera
inaceptable la crueldad, pero las sociedades subdesarrolladas siguen valorando
instintivamente la fortaleza. El pueblo argentino ha demostrado una recurrente
inclinación por los líderes fuertes y abusivos. Quizá podría colegirse que, a
esta altura de la historia, sin identidades tan arraigadas y con sindicalismos
de afinidad partidaria fluctuante, el secreto de la gobernabilidad peronista no
radique tanto en su alianza social sino en su modo despiadado de ejercer el
poder. A veces la Argentina parece el patio de una escuela o el pabellón de un
presidio: al buenudo lo confunden con débil, y lo vapulean sin compasión. Y en
esas escaramuzas, digamos la verdad, el peronismo ha mostrado siempre más
inclinación por ser victimario que víctima.
Esta disquisición tiene una actualidad espeluznante. Detrás
de la supuestamente banal comedia de enredos entre un presidente sin mayorías
parlamentarias obligado a desarmar una bomba atómica y un titán de la pantalla
con capacidad de estigmatización, flotan en el aire el pegajoso fantasma de
Fernando de la Rúa y un dramatismo no verbalizado acerca de cuánta potencia y
cuánta fragilidad registra este gobierno no peronista. Minutos después de haber
culminado ese encuentro poco feliz y esa improvisada foto deformada que sugiere
una ridícula simbiosis, Mauricio Macri le admitió a un amigo zen que en
ocasiones es propenso a deslizarse de la sinceridad al sincericidio. Claro, en
estas pampas muchas veces la máxima sanmartiniana funciona al revés: con la
verdad realmente temo y ofendo; la franqueza espontánea y la ingenuidad
política se pagan muy caras. Muchos votantes de Macri se disgustaron con el
chiste; otros lo vieron como un gesto de endeblez. Lo primero carece de
importancia; lo segundo es motivo de preocupación, aunque resulta cierto que la
imagen no sólo denuncia la vulnerabilidad del Gobierno (ir al pie de un cómico)
sino también la inconsistencia de los distintos peronismos: ningún cacique de
la oposición tiene hoy la entidad suficiente como para ser recibido en una
"cumbre", tal como algunos medios calificaron a este encuentro de
Guayaquil entre un mandatario acosado por la estanflación y un magnate del
entretenimiento que lo caricaturiza con los pantalones bajos y la mente
confusa. Ese mismo amigo zen le fue sincero al jefe del Estado:
tradicionalmente, los presidentes peronistas enamoran, compran y aprietan. El
amor, en tiempos de cólera y mishiadura, no es tan fácil, y mucho menos para un
ingeniero que debe aprender todavía mucho sobre la emocionalidad de las masas.
La compra tiene límites físicos (no hay guita) y fronteras éticas (no está
bien), y la presión es directamente inadmisible en una época de respeto
republicano y almas bellas. Los kirchneristas llevaban en su proyecto el gen de
su propia inhibición: pretendían ejercer un populismo autoritario y jacobino,
pero a la vez no querían dejar de ser progres y políticamente correctos;
aceleraban sin soltar el freno de mano. Cambiemos también padece su
contradicción íntima: responde al imperativo social de ser un león herbívoro
después de una década carnívora y salvaje. Pero ¿qué capacidad de supervivencia
tiene una fiera educada, que se ha limado los colmillos y las garras, en esta
jungla hambrienta, inmisericorde y oportunista?
La secta de la Pasionaria del Calafate duda de su
caracterización y anda en zigzag sin decidirse. Por momentos, Macri es un
pusilánime y un candidato al helicóptero. Al instante siguiente, se trata de un
dictador todopoderoso y vengativo que maneja a los jueces federales y quiere
establecer un "Estado policial". "Yo dije que este tipo era
Mussolini, pero es Hitler", ladró esta semana el hada Hebe. Es curioso,
porque los Kirchner combinaban en la Casa Rosada un desempeño implacable
(tenían la sartén por el mango y el mango también) con un discurso lastimero:
eran el David emancipador frente al Goliat corporativo y destituyente. En el
fondo, sobreactuaban debilidad mientras iban por todo. Trucos totalitarios de
la victimización.
Si hace un año le hubieran anticipado a cualquier columnista
político que Macri alcanzaría la presidencia, reteniendo la Capital y
capturando el gran bastión bonaerense, que lograría a su vez dividir y en
cierta medida domar al peronismo en la derrota, que mantendría un 60% de
aprobación en medio de un ajuste agrio y que además se apoderaría de la AFA con
un golpe de mano, ese mismo analista habría dicho que se trataba de una nueva
alucinación argentina. Este constituye todo un punto para quienes responden,
irónicamente, que el macrismo luce en todo caso la "debilidad" más
exitosa de todos los tiempos. "Fortaleza es no tener que seguir a los
medios ni acatar las quejas del círculo rojo -argumentan-. La fragilidad del
kirchnerismo se veía todos los días acá adentro: los funcionarios vivían
revisando las notas de los periodistas y subrayando obsesivamente títulos y
párrafos. La principal tarea de muchos ministros consistía en leer los
diarios." Pero en la mesa chica del Gabinete no se engañan del todo:
"Tenemos el gobierno, pero todavía no tenemos el poder". Para ellos,
el poder recién se alcanzará cuando la economía se reactive, se gane
eventualmente la elección de medio término y se modifique así la correlación de
fuerzas. El dilema se hace evidente para quien quiera ver bajo el agua: ¿cómo
construir, en tanto, autoridad sin caer en autoritarismos? ¿Cómo lograr que te
respeten sin necesidad de que te teman? ¿De qué manera un liderazgo cargado de
diálogo respetuoso y buenismo cultural no despierta paradójicamente el apetito
de los depredadores?
El kirchnerismo fue una fábrica incesante de palos para
repartir, para blandir y para golpear. El nuevo príncipe encontró en los
sótanos del castillo una montaña de palos y armó una fogata. El gesto altruista
provoca aplausos en muchos y llama al jubileo de otros: cobardes y modositos de
antaño, son guapos de última hora. El maestro Jorge Asís califica
sarcásticamente la gestión de Macri como el Tercer Gobierno Radical. Los dos
anteriores no lograron terminar en tiempo y forma sus mandatos, uno en medio de
una hiperinflación y otro a raíz de un crac pavoroso. Y los peronistas, en cada
ocasión, dieron una mano, pero no para salvarlos sino para hundirlos. El miedo
no es zonzo; algo de ese rancio perfume que ahora siembra el cristinismo
desesperado se olió estos días detrás de la bola de nieve, y entonces, más allá
de los trolls siempre abominables, actuaron miles y miles de sensores sociales
genuinos, y el asunto escaló hasta la portada de los periódicos. Si no se les
hace frente a los antagonistas, aseguraba Napoleón, ellos creen que se les teme
y se vuelven intrépidos. No se discutía humor, extorsión, banalidad, macrismo o
tolerancia, sino acaso algo del inconsciente colectivo. Algo mucho más hondo y
peligroso.
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