La masacre de Niza y
el fallido golpe en Turquía reavivan
las tensiones en el mundo musulmán.
Por James Neilson |
Los convencidos de que, por ser un culto religioso, el islam
es de naturaleza pacífica no saben nada de la historia de las religiones. Hasta
el budismo ha tenido sus monjes guerreros, y ni hablar de la belicosidad de
ciertas variantes del cristianismo. Así y todo, ningún otro credo puede
compararse con el islámico cuando es cuestión de suministrar pretextos piadosos
para la violencia extrema.
Las matanzas perpetradas por el Estado Islámico, Al-Qaeda y
Boko Haram tienen su lugar en una serie muy larga. Los admiradores de la España
musulmana suelen pasar por alto las atrocidades de los almorávides, que en el
siglo XI invadieron Iberia para liberarla no sólo de cristianos sino también de
correligionarios a su entender demasiado tibios, mientras que fueron igualmente
crueles los derviches del Mahdi sudanés, precursores decimonónicos de los
combatientes del “califato”, que en el Occidente son recordados por haber dado
muerte al general británico Gordon en Jartum.
Se trata de un fenómeno cíclico. Una y otra vez, el mundo
musulmán se ve convulsionado por estallidos de furia reaccionaria. Es lo que
está sucediendo en la actualidad. Para estupor de quienes quisieran creer que
el género humano ha dejado atrás para siempre el fanatismo religioso, desde el
mar de China hasta orillas del Atlántico, y también en muchas ciudades europeas
e incluso norteamericanas, predicadores exaltados están convocando a los
creyentes a librar una guerra sin cuartel contra los infieles.
Muchos, muchísimos, se sienten enfervorizados por el mensaje
que tales imames transmiten desde las mezquitas y a través de las ya ubicuas
redes sociales. El camionero tunecino que mató a más de ochenta personas que
celebraban el Día de la Basilla en Niza fue uno. El joven afgano o paquistaní
que poco después atacó con un hacha y navaja a los pasajeros de un tren en
Alemania fue otro, lo mismo que el sujeto responsable de la masacre en una
discoteca gay de Orlando en Estados Unidos. Los decididos a minimizar el
peligro planteado por el odio religioso dicen que eran “lobos solitarios”
desvinculados del Estado Islámico, pero para ser un yihadista auténtico no es
necesario llevar el carnet correspondiente.
El que, a diferencia de sus equivalentes anarquistas,
fascistas, comunistas o nacionalistas, muchos terroristas islámicos no sean
integrantes formales de una organización jerárquica no los hace menos
peligrosos. Para identificarlos antes de que cometan atentados, los servicios
de inteligencia occidentales tendrían que monitorear lo que están sucediendo en
las mezquitas y otros centros islámicos, pero muchos políticos son reacios a
permitirlo por miedo a enojar aún más a comunidades cuyos dirigentes se han
habituado a protestar contra cualquier medida discriminatoria. En Estados
Unidos, los encargados de la defensa civil no pueden emplear la palabra
“islámico” o “musulmán” cuando aluden al terrorismo; la popularidad del
republicano Donald Trump creció merced a su voluntad de violar el tabú así
supuesto.
Aunque a esta altura sería insensato subestimar el poder de
atracción del puritanismo islámico que está provocando temblores en buena parte
del planeta, tanto los líderes políticos como los intelectuales más influyentes
de Europa y América siguen esforzándose por minimizarlo. Parecen incapaces de
reconocer que sus propias prioridades no son universales, que en el mundo hay
centenares de millones de personas que se aferran a tradiciones que tal vez
sean anticuadas pero que son suyas. Puesto que la cultura occidental está
pasando por una fase que podría calificarse de terapéutica, los biempensantes
atribuyen el salvajismo de los guerreros santos a sus problemas personales: el
tunecino de Niza estaba deprimido porque su esposa no lo quería, otros asesinos
se sentían ofendidos por las costumbres de sus vecinos, de suerte que sería
absurdo relacionar lo que hicieron con un culto religioso determinado aun
cuando, antes de ser abatidos, hayan gritado “Allahu Akbar”, o sea, “mi dios es
el más poderoso”.
Para subrayar el repudio de la buena gente a la lógica
mortífera de quienes los están atacando en nombre de una religión que les es
ajena, los pobladores del lugar en que se produjo la matanza más reciente se
han acostumbrado a transformarlo en un santuario, con velas, ositos de peluche
y papeles con mensajes de solidaridad conmovedores, lo que, claro está, no
sirve en absoluto para aplacar a los yihadistas. Por el contrario, ven en tales
rutinas síntomas de debilidad, una invitación para que más “lobos solitarios”
se abalancen sobre un rebaño de ovejas que merece desprecio porque se
enorgullece de su vulnerabilidad.
Después de una nueva atrocidad, los defensores de lo que aún
queda del statu quo de otros tiempos se afirman angustiados por la posibilidad
de que la aproveche “la derecha” que, según parece, incluye a todos aquellos
que se sienten preocupados por la presencia ominosa en Europa del islamismo
militante. Los beneficiados por tal postura no son los comprometidos con la
diversidad multicultural, hasta hace poco hegemónica en la clase dirigente del
Viejo Continente, sino políticos como la francesa Marine Le Pen que se aseveran
resueltos a hacer cuanto resulte necesario para frenar la ofensiva islamista.
No les sería fácil, pero es de suponer que, si lograran
alcanzar el poder, comenzarían devolviendo a sus países de origen a los
predicadores de la yihad de ciudadanía extranjera y encarcelarían a los nacidos
en Europa, con el propósito de obligar a los demás musulmanes, la mayoría, a
optar entre integrarse a las sociedades en que viven y trasladarse a un país en
que se sentirían más cómodos. En vista de las alternativas, se trataría de la
solución menos mala, ya que sería poco razonable confiar en que el grueso de
los europeos se resigne a convivir con comunidades que le parecen rabiosamente
hostiles.
La amenaza islamista contribuyó mucho al triunfo del Brexit
en el Reino Unidos; además de repartir afiches con fotos de nutridas columnas
de inmigrantes que avanzaban hacia Alemania, los líderes de la campaña
asustaban a sus compatriotas diciéndoles que las islas corrían peligro de ser
invadidas por “80 millones de turcos musulmanes”. Pues bien, semanas después,
una intentona militar redujo drásticamente el hipotético riesgo de que un día
la Unión Europea permitiera la incorporación al club de Turquía. De ser otras
las circunstancias, el fracaso del golpe de Estado hubiera servido para
impresionar a los europeos con la firmeza del compromiso con la democracia del
pueblo turco, pero muy pronto el autocrático presidente islamista, el “sultán”
Recep Tayyip Erdogan, se las arregló para informarles que no le interesan para
nada los principios democráticos. Luego
de agradecer a Alá por “el regalo” que acababa de recibir, puso en marcha una
purga destinado a limpiar su país de los vestigios seculares que todavía
conserva.
Puede que exageren quienes dicen que Turquía está en vías de
convertirse en una república islámica equiparable con el Irán de los ayatolás,
pero todo hace prever que le aguarde un período traumático, con más rebeliones
militares y, tal vez, una guerra civil. Además de encabezar a los islamistas
relativamente moderados, aunque sólo fuera en comparación con otros más
fanatizados, que luchan contra los herederos militares y civiles de Kemal
Atatürk que, en los años que siguieron al desmembramiento del Imperio Otomán,
intentó eliminar la influencia del islam por creerla incompatible con el
progreso, Erdogan está resuelto a aplastar a la creciente minoría kurda que con
toda seguridad sacará provecho del caos que se ha apoderado de las fuerzas
armadas que durante un siglo actuaron como guardianes del orden secular.
También quiere castigar a su ex aliado, un islamista llamado
Fethullah Gülen que vive exiliado en Filadelfia. Por ahora, Erdogan cuenta con
el apoyo de aproximadamente la mitad de la población turca, pero al
multiplicarse los problemas económicos, agravados por los conflictos que está
desgarrando su país, se encontraría en apuros.
Tanto en Washington como en Bruselas, Londres, París y
Berlín, los líderes políticos se habían habituado a tratar a Turquía como un
país a un tiempo musulmán y europeo que, por su ejemplo, posibilitaría la
reconciliación de dos civilizaciones históricamente enfrentadas. Por tal razón,
se negaban a tomar al pie de la letra la retórica islamista de Erdogan, un
personaje que nunca ocultó su fervor religioso, pero aún antes de que Alá le
“regalara” el golpe de Estado rápidamente frustrado que le brindó una
oportunidad inmejorable para reprimir a sus adversarios, acusándolos de ser
“terroristas”, muchos europeos entendían que sería un error suponerlo una versión
asiática de un demócrata cristiano alemán cuya presunta afiliación religiosa
era meramente decorativa. Mal que les pese a los resueltos a creer que hoy en
día la religión ha de ser un asunto privado que no debería incidir en política,
en el mundo musulmán, los distintos cultos islámicos siguen siendo tan fuertes
como eran las iglesias cristianas en la Europa medieval. Aunque es factible
que, andando el tiempo, el islam comparta el destino de otros credos, para que
ello ocurriera sería necesario superar la resistencia feroz de millones de
fieles.
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