Por James Neilson |
Cristina siempre le ha encantado ocupar el centro del
escenario. Aun cuando el papel sea el de la mala más mala de la gran película
nacional, se esfuerza por desempeñarlo con profesionalismo. Con todo, si bien
no cabe duda de que el drama personal de Cristina es atrapante, el que durante
más de ocho años la política argentina haya girado en torno a sus caprichos es
de por sí motivo de preocupación.
Asimismo, la propensión a atribuir la
evolución desastrosa del país a las características de un individuo determinado
sirve para distraer la atención de los aportes de miles, acaso decenas de
miles, de otros.
El kirchnerismo, una secta cuyos adeptos todavía obedecen
sin chistar a la jefa idolatrada y mientras estuvo entre nosotros, obedecían a
su cónyuge, logró adueñarse del país porque contaba con el apoyo no sólo del
peronismo sino también de facciones supuestamente izquierdistas que resultaban
ser igualmente monárquicas. A la luz de los resultados de la prolongada gestión
kirchnerista, el que buena parte de la población la haya respaldado hasta que,
el año pasado, optara por probar suerte con algo distinto, hace pensar que al
país le costará curarse de las patologías políticas que la han depauperado.
Tiene razón Cristina cuando dice que es “claro y evidente”
que está siendo perseguida. Lo está porque le tocó encarnar la corrupción justo
cuando el país, luego de entregarse a una banda de populistas fabulosamente
ineptos y sufrir las consecuencias previsibles, entró en otra de sus
esporádicas fases moralizadoras. Aunque Cristina insiste en interpretar lo que
está sucediendo en clave ideológica al tratar de hacer creer que quienes la
acosan son neoliberales rencorosos liderados por Mauricio Macri y periodistas
manipulados por Héctor Magnetto, los perseguidores más resueltos son jueces y
fiscales que, hasta hace poco, le permitían imaginar que siempre estaría por
encima de la ley. Por instinto o por cálculo, entienden que, para aplacar a la
gente, les corresponde sacrificar a Cristina.
No es la primera vez que un líder antes popular será
sacrificado en una especie de rito purificador. Aquí es habitual que un nuevo
fracaso sirva para que reaparezcan furias parecidas a las “Euménides”, “las
benévolas”, de la Grecia antigua, aquellas deidades vengadoras que, en nombre
del bien, castigaban a quienes se habían mofado de las leyes naturales. Si bien
Cristina se las ingenió para devastar la economía, condenando a la miseria a
millones de personas, a pocos les importan sus hazañas destructivas. Su propio
desprestigio, y la implosión del kirchnerismo se deben a la convicción de que
aprovechó el poder que supo amasar para enriquecerse personalmente, además de
permitirles a sus cómplices transformarse en multimillonarios.
Cristina se había preparado para pasar una temporada en el
llano, pero nunca creyó que le resultaría tan difícil encontrar un escondite en
que esperar hasta que se restaurara lo que para ella es la normalidad.
Parecería que suponía que le sería dado detener el tiempo para que todo
permaneciera como fue el día en que obtuvo más de la mitad del voto popular y
se puso a fantasear con “democratizar” la Justicia y de tal modo eternizar
aquel momento de gloria, pero, desgraciadamente para ella, la Argentina ya no
es el país de ayer. Las reglas son otras. ¿Se trata de un cambio genuino, o
sólo de un intervalo breve, después del cual, para alivio de muchos políticos,
la gente se reconciliará nuevamente con los principios tradicionales? El
destino del país dependerá de la respuesta a este interrogante desagradable.
Sea como fuere, parecería que tanto ha cambiado a partir de
la salida malhumorada de Cristina de la Casa Rosada que es claro y evidente que
le cuesta entender lo que está sucediendo. Sus intentos de minimizar la
gravedad de los cargos en su contra motivan pena entre personas que, apenas un
año atrás, hubieran coincidido en que, en sus horas libres, un presidente
progresista tiene derecho a dedicarse a promover sus propios negocios
comerciales alquilando inmuebles por montos irrisorios. Sin embargo, en el
mundillo político que durante años la ex presidenta dominó con el desdén
altanero que sus habitantes con toda seguridad merecían, lo que se discute
ahora es si le convendría más a Macri ver entre rejas a Cristina en agosto,
digamos, o si no le sería mejor aguardar algunos meses, acaso años más, antes
de que un guiño presidencial decida el futuro de quien se negó a entregarle los
símbolos de poder. Macri insiste en que no se le ocurriría intervenir en la
Justicia –la neutralidad judicial es parte de su “relato”–, pero la Argentina
sigue siendo un país presidencialista, uno en que las manías del jefe máximo de
turno inciden, aunque sólo fuera por un rato, en las de la gente.
Mientras Cristina mandó, el caudillismo instintivo así
manifestado le permitió gobernar sin prestar atención a quienes no pertenecían
a su círculo íntimo, uno que, en efecto, terminó limitándose a sí misma. Lejos
de perjudicarla, el narcisismo extremo que la caracteriza la fortaleció. Pero
ahora le está jugando en contra. A prohombres de la burguesía nacional como
Lázaro, ex funcionarios en apuros, empresarios ídem y otros, no les gusta para
nada sentirse abandonados a su suerte. Están proliferando las críticas de
quienes la acusan de mezquindad por no dar una mano a personajes que habían
acatado sus órdenes en los buenos tiempos.
Como es rutinario al desvanecerse una ilusión política
largamente hegemónica, los aplaudidores de los años felices nos aseguran que
ellos también fueron víctimas de las malas artes de los propagandistas del
régimen que se ha ido. Dicen que les impresionó tanto lo presuntamente bueno
del kirchnerismo –palabras alusivas a la inclusión, la justicia social, los
derechos humanos, la lucha contra el pensamiento único, el antiimperialismo y
así por el estilo–, que les era natural pasar por alto detalles como la
corrupción rampante.
Comparten dicha actitud los muchos peronistas, hombres como
Sergio Massa, Juan Manuel Urtubey, Miguel Pichetto y, con menos entusiasmo,
José Luis Gioja, que están comenzando a tratar a los responsables de la debacle
más reciente protagonizada por su movimiento como infiltrados que, pensándolo
bien, nunca fueron compañeros auténticos. Dicen que Néstor, Cristina, los pibes
ya un tanto maduros de La Cámpora y otros fueron oportunistas, cuerpos ajenos a
las esencias reales del movimiento fundado por el general.
Algunos sienten desazón pero muchos confían en que, como
sucedió cuando medio mundo se ensañó con Carlos Menem, el grueso del peronismo
consiga alejarse subrepticiamente del desbarajuste que fue provocado por
quienes habían gobernado en su nombre. Después de todo, a través de las
décadas, el movimiento ha sobrevivido más o menos intacto a tantas catástrofes
que no sólo ellos sino también los demás creen, o temen, que es inmortal, que,
a diferencia de los líderes de otras corrientes políticas, los suyos no tienen
por qué preocuparse por las consecuencias de las barbaridades cometidas por los
gobiernos que ellos mismos forman y apoyan.
Para el país, tal convicción es sumamente peligrosa. Es
razonable suponer que, de no haberse creído impunes, Lázaro, José López y
otros, entre ellos la mismísima Cristina, no correrían el riesgo de pasar el
resto de sus días presos porque sus jefes hubieran entendido que sería de su
interés obrar con cierto cuidado. Asimismo, a una agrupación política que tiene
buenos motivos para suponer que la ciudadanía seguirá apoyándola aun cuando
perpetúe una y otra vez errores terribles que, en buena lógica, deberían serle
mortales, no le será del todo fácil aprender de su propia experiencia.
Para los peronistas más “ortodoxos”, lo prioritario es
explicarle a la gente que sería muy injusto vincularlos con el kirchnerismo y
por lo tanto con la corrupción a escala industrial. Algunos, como Massa y
Urtubey, comenzaron a distanciarse del matrimonio patagónico y sus adherentes
hace mucho tiempo, pero el salteño por lo menos se resiste a romper con el
peronismo como tal, sin duda por considerarlo un vehículo electoralista que aún
está en condiciones de llevarlo al destino que tiene en mente. Felizmente para
ellos, pero no necesariamente para el país, los peronistas presuntamente
sensatos, moderados y, es de esperar, honestos, cuentan con la ayuda de Macri
que, por lo de la gobernabilidad, no quiere arriesgarse enojándolos.
En otras partes del mundo democrático, los defensores de
distintas ideologías pueden opinar con franqueza a menudo brutal sobre las
deficiencias doctrinarias de sus adversarios y la superioridad del credo
propio. En la Argentina, los voceros oficialistas no se animan a decir lo que
realmente piensan del peronismo porque en tal caso no les sería dado continuar
improvisando mayorías parlamentarias. Aunque a esta altura parece evidente que
el país no podrá salir del pozo que se ha cavado a menos que sus dirigentes
celebren debates desinhibidos sobre las causas de sus muchas desgracias, en la
actualidad tanto los representantes del gobierno como aquellos de una multitud
de agrupaciones opositoras no pueden darse tal lujo, lo que hace temer que la
cultura política nacional no esté por cambiar tanto como muchos quisieran
creer.
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