Ciertos chapuceos de
los que gobiernan reflejan la sociedad
a la que representan. Cataratas de
casos.
Por Roberto García |
Para muchos podría ser la encarnación de Ken, aquel primer
novio de la muñeca Barbie. Un personaje de cotillón, de encaje, algo más
entrado en años y en carnes, con gruesos y mecánicos movimientos a escala
humana. Hasta podría hablar como se supone que hablaban en la última parte del
siglo pasado cuando Reagan era el presidente norteamericano número 40, justo el
modelo a emular por Donald Trump para ser el número 45, luego de que esta
semana lo consagrara la convención de su partido.
Atractiva comparación: ambos fueron nominados como los
peores candidatos, Reagan resultó uno de los mejores mandatarios de Estados
Unidos. Ambos, también, apelan al mismo discurso del orgullo nacional, los
valores históricos y, sobre todo, el cambio como muletilla electoral para
cualquier comicio. Como si no pasara el tiempo; tal vez no haya pasado el
tiempo.
Más irreprimible es otra tentación comparativa: los
presidenciables de los Estados Unidos frente a los de la Argentina. No tanto
por las condiciones individuales, sino por lo que representan, por el
pensamiento comunitario que expresan. Son finalmente lo que dicen ser las
mayorías. Ya ocurrió con el Brexit en Inglaterra, una vuelta a la regresión del
“ellos o nosotros”, a la antinomia que se suele exteriorizar cuando hay
urgencia económica o cerradas composiciones religiosas.
Trump, por ejemplo, se identifica como cristiano,
conservador y republicano (por el partido), inamistoso con cierta inmigración
(latina y musulmana en especial) e implacable guerrero contra el extremismo
árabe, custodio de los valores familiares, seguridad a ultranza, propicio a un
rol superior de sus militares en el mundo, defensor de aliados (siempre y
cuando paguen ese servicio) y devastador de vigentes acuerdos comerciales
(Nafta, China) que, según él, le restan trabajo a los obreros de su pais. Con esto
y otras promesas –bajar impuestos, la deuda externa y mejorar el servicio de
salud, al menos para que el ciudadano pueda elegir a su médico–, sueña
aterrizar en la Casa Blanca. Nadie sabe si podrá ganar, pero nadie duda de que
el rush de los últimos meses y su propuesta traducen el espíritu reinante en la
mitad del electorado norteamericano.
Otro tipo de unanimidad, en cambio, han despertado las
campañas en la Argentina, donde resulta abrumadora la concentración en un solo
tema: la corrupción. Sea por la voraz acumulación de la década kirchnerista o
por las desprolijidades manifiestas de la actualidad. Otro mundo.
Aunque el repudio a Hillary Clinton en la convención
republicana se advertía en las cuatro noches de discursos (hasta trataron de
Lucifer a un guía intelectual ya muerto de la candidata demócrata, como si
fuera Laclau para Cristina, Saul Alinsky, experto en cuestiones sociales), la
furia nunca rozó su honestidad. Le imputan fracaso en la gestión, impericia
para temas internacionales, un clon, en suma, de Barack Obama, pero ni una
mención al patrimonio. Tampoco se advierte esa tendencia del lado contrario:
los demócratas se burlan de Trump, de los errores que comete, de sus temerarias
afirmaciones, pero la historia de sus millones no es un ítem electoral. Al
revés, claro, de la Argentina, donde sí hay abogadas exitosas y empresarios con
papeles desordenados al frente del gobierno.
Cuesta imaginar en otras tierras que una ex presidenta
navegue entre ir presa en poco tiempo o en algunos años, que su logia
histeriquee con no dejarla ir prisionera nunca o, mejor, que así ocurra, para
demostrar una presunta injusticia de magistrados venales o la validez del
criterio gramsciano de que un rato en presidio fortalece las ideas. No le
cuenten a Lázaro Báez o a José López esa teoría, tampoco a Cristina, que habían
encontrado otro lugar en el mundo.
Extendido. Ese fenómeno de plata suelta, perdida, malgastada
y peor habida que caracteriza a la familia Kirchner como cabeza de una
asociación, símbolo de una secta política, representa y expresa a una parte de
la sociedad –como Trump o Hillary a la norteamericana– del mismo modo que el
ticket Macri-Gabriela Michetti constituye otro tipo de delegación, pero de
escasa frecuencia también hasta en países subdesarrollados.
Hay episodios que parecen definir sólo a los argentinos,
como el de la vicepresidenta cuando le arrebataron una valija con joyas en el
aeropuerto o cuando, hace menos de un mes, le entraron ladrones a la casa y le
robaron por lo menos 50 mil dólares no necesariamente declarados. Si bien son
bicocas para quienes se acostumbraron a la cultura Kirchner del despojo, las
explicaciones de la funcionaria resultaron pueriles: desde que es una de las
más pobres del Gobierno a que esos fondos correspondían a una fundación propia,
argumento que estúpidamente no supo utilizar Felisa Miceli cuando le
encontraron una bolsa con dinero en el baño de su ministerio. En la sección
Cartas de un diario, un lector pidió argumentos más sólidos del Gobierno para
aclarar.
También el jefe de Estado tropieza con situaciones no
comunes, sobre todo cuando le revisan sus declaraciones juradas en la Justicia,
al parecer tan corregidas y reformuladas por contadores que nunca se ponen de
acuerdo sobre la extensión de lotes y campos (Tandil), la naturaleza de
préstamos con parientes y amigos (de Caputo a Grindetti), participación en
sociedades que parece ya no tener (Calcaterra), ni las valuaciones de otros
bienes en Salta, provincia de Buenos Aires o Uruguay.
Anomalías, infracciones, eventuales delitos, menores en
monto con relación a sus predecesores (de ahí la frase que Macri acuñó como
distinción: “No todos somos lo mismo”), pero indicativos de que la sociedad que
expresan se asemeja a sus líderes, igual que la mitad de los norteamericanos a
Trump. Al menos, Macri ha decidido ahorrar por una energía limpia e instaló
termotanques solares en Olivos: debieron explicarle que el recupero de esa
inversión tarda seis años como mínimo.
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