“La memoria es,
dolorosamente, la única relación que podemos sostener
con los muertos”
Sontag: "Por doquier los seres humanos se hacen cosas terribles los unos a los otros". |
Por Carlos Javier
González Serrano
Autora de ensayos, piezas literarias y guiones, la obra de
Sontag (1933-2004) se caracteriza por su intención de renovar y revolucionar la
reflexión sobre el arte, la cultura y la manera de entender el dolor.
No tuvo una infancia fácil. De frágil salud, su padre
falleció muy pronto y su madre, Mildred, nunca le ofreció la atención que un
niño requiere. Pero Susan encontró muy pronto cobijo en la lectura. A los 10
años, Sontag ya era una entregada admiradora de Poe, uno de sus referentes
literarios. Extraña a las aficiones y pasatiempos de sus compañeras, Sontag
confiesa que en su niñez “todo parecía despertar mi interés. Mi necesidad de
encontrar causas y razones, una cierta compulsión a encontrarle el sentido a
las cosas era notoria”. Un interés que más tarde le llevaría a hacer
incursiones en el mundo del cine (dirigió Dúo
para caníbales en 1968, Hermano Carl
en 1971 y Tierra prometida en 1973),
en el ensayo crítico y comprometido (guerra, enfermedades, periodismo, etc.), y
en la literatura.
Pensar y no olvidar
La producción de Sontag no puede entenderse sin los
acontecimientos históricos del XX. Un escenario (repleto de conflictos bélicos
y revoluciones culturales) desde el que lleva a cabo una profunda reflexión
crítica sobre el presente y el pasado. Como explicaba en Ante el dolor de los demás: “Quizá se le atribuye demasiado valor a
la memoria y no el suficiente a la reflexión”. Debemos tener en cuenta, asegura
Sontag, que recordar no es un mero ejercicio memorístico o histórico, sino que
la valiente tarea de rememorar el pasado encierra una ineludible carga ética.
Por una parte, porque “la memoria es, dolorosamente, la única relación que
podemos sostener con los muertos”, y por otra, porque “la insensibilidad y la
amnesia parecen ir juntas”. Hay demasiada injusticia en el mundo como para que
sea obviada en nombre del futuro; más bien, este reclama una revisión de
aquello que se ha olvidado y de las razones por las que olvidamos. La paz no es
solo producto del olvido, sino de la capacidad (personal y material) de poder
olvidar.
La utopía como
referencia
“Nada hay de malo en apartarse y reflexionar –apuntaba
Sontag–. Nadie puede pensar y golpear a alguien al mismo tiempo”. Esta
neoyorquina de fuerte carácter e inspiración cultural europea se convierte,
casi de la noche a la mañana, en el estandarte de toda una generación que puja
por influir en la forma de hacer política. Tras la publicación de su primera
obra en 1963 (El benefactor), Susan
Sontag adquiere una inusitada relevancia social. Tres años después aparece la
versión definitiva de Contra la
interpretación, considerada por numerosos especialistas su obra cumbre. La
periodista argentina Verónica Abdala señala que Contra la interpretación se convirtió “en poco menos que la Biblia
de una nueva forma de pensar y analizar la cultura contemporánea”.
Sontag afirmaba en muchas de las entrevistas que realizó a
lo largo de su vida: “Las cosas podrían ir mejor. Y todos lo sabemos”. Pensar
en y hacia la utopía significa pensar, a la vez, críticamente. La utopía no es
un simple castillo en el aire, sino un ideal al que acercarse paulatinamente,
bajo la constatación de que “por doquier los seres humanos se hacen cosas
terribles los unos a los otros”. El sufrimiento ajeno (y su contemplación)
supondrá, desde sus primeros trabajos, uno de los focos principales que
iluminarán y guiarán los escritos de Sontag.
El ambiguo poder de
la imagen
En el año 1977 Susan Sontag publica Sobre la fotografía, un ensayo que, aún hoy, continúa siendo un
referente sobre la decisiva influencia de las imágenes en nuestra manera de
sentir y fomentar la cultura, así como el efecto en nuestro ánimo de su masiva
presencia. La prestigiosa revista Newsweek
explicaba que “después de este libro ya no podrá escribirse sobre la fotografía
solo como una forma de arte, sino también como una fuerza cada vez más poderosa
en la índole y el destino de nuestra sociedad en su totalidad”.
Es indudable que una fotografía puede retratar el aspecto
más estético (en el sentido de amable) de la realidad que en ella se captura.
Sin embargo, este carácter estético, casi mágico en tanto que convierte la
imagen (y su contenido) en un objeto artístico, encierra un gran peligro.
Sontag explicaba que, en las sociedades occidentales de consumo, la categoría
de lo bello queda mediatizada y al servicio de una contemplación apenas
implicada en la propia observación: la fotografía se transforma en una suerte
de engañoso ídolo que aparta de sí todo posible compromiso, y convierte al
espectador en cómplice de lo que la propia fotografía desea denunciar. En
palabras de Sontag, “las cámaras reducen la experiencia a miniaturas,
transforman la historia en espectáculo. Aunque crean identificación, también la
eliminan, enfrían las emociones. El realismo de la fotografía crea una
confusión sobre lo real que resulta, a largo plazo, moralmente analgésica y,
además, a corto y largo plazo, sensualmente estimulante”.
La conclusión de Susan Sontag es tajante. En su opinión, “sean
cuales fueran los argumentos morales a favor de la fotografía, su principal
efecto es convertir el mundo en un supermercado sin paredes donde cualquier
modelo es rebajado a artículo de consumo, promovido a objeto de apreciación
estética”. La fotografía no es solamente una interpretación singular del mundo
o un modo de expresión individual, sino un fenómeno físico a través del cual se
comparten emociones, e incluso, un mecanismo de adocenamiento: “En las últimas
décadas, la fotografía comprometida ha contribuido a adormecer conciencias
tanto como a despertarlas”.
Yo creo
En uno de los diarios de Sontag, perteneciente al 23 de
noviembre de 1947 –cuando no tenía aún 15 años– escribe una suerte de credo en
el que sienta las bases de sus futuras convicciones. El segundo de estos
artículos dice: “Creo que lo más deseable en el mundo es la libertad de ser
fiel a uno mismo, es decir, la Honradez”, y que, de haber alguna diferencia
entre seres humanos, es tan solo la inteligencia. Aunque, quizás, por lo humano
de su contenido, la más significativa de estas confesiones, que convierte esta
página del diario en una verdadera declaración de intenciones, es en la que
Sontag asegura que “el único criterio de una acción es su efecto último en la
felicidad o infelicidad de una persona”.
Apenas un año más tarde, Sontag se pregunta en plena
adolescencia: “Y ¿qué es ser joven en años y de repente ser despertada a la
angustia, al apremio de la vida?”. Y se responde, algo desesperanzada: “Caer en
un abismo”. A pesar de esta “caída” en el fondo más oscuro de la existencia, o
gracias a ella, Susan defenderá siempre el derecho a rebelarse contra las
injusticias. Nos enseña que, sobre todo, hay que significarse y tener el valor
de denunciar lo que, por temor a derrumbar los convencionalismos sociales, hace
de nuestro mundo un lugar poco habitable: “Hay muchas cosas en el mundo aún no
denominadas, y muchas cosas que, aún denominadas, no han sido nunca escritas”.
Al fin y al cabo: “Escribir es una forma de luchar. Mi compromiso con la
sociedad es de naturaleza personal. Si me he comprometido con algunas causas es
por una cuestión de conciencia”.
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