Arturo Pérez-Reverte |
Después de cada
atentado de terroristas islámicos en Europa, cuatro artículos ya clásicos de
Arturo Pérez-Reverte sobre el asunto, publicados en los últimos diez años (el
primero apareció en febrero de 2006, como lúcido pronóstico de lo que estaba
por venir) suelen ser difundidos profusamente en las redes sociales, algunas veces
con alteraciones ajenas al autor.
Zenda ha reunido para sus lectores los textos
originales, por orden cronológico.
2 de febrero de 2006
De la movida
mahometana me quedo con una foto. Dos jóvenes tocados con kufiyas alzan un
cartel: Europa es el cáncer, el Islam es
la respuesta. Y esos jóvenes están en Londres. Residen en pleno cáncer,
quizá porque en otros sitios el trabajo, la salud, el culto de otra religión,
la libertad de sostener ideas que no coincidan con la doctrina oficial del
Estado, son imposibles. Ante esa foto reveladora -no se trata de occidentalizar
el sano Islam, sino de islamizar un enfermo Occidente-, lo demás son milongas.
Los quiebros de cintura de algunos gobernantes europeos, la claudicación y el
pasteleo de otros, la firmeza de los menos, no alteran la situación, ni el
futuro. En Europa, un tonto del haba puede titular su obra Me cago en Dios, y la gente protestar en libertad ante el teatro, y
los tribunales, si procede, decidir al respecto. Es cierto que, en otros
tiempos, en Europa se quemaba por cosas así. Pero las hogueras de la
Inquisición se apagaron -aunque algún obispo lo lamente todavía- cuando
Voltaire escribió: «No estoy de acuerdo
con lo que usted dice, pero lucharé hasta la muerte para que nadie le impida
decirlo».
Aclarado ese punto,
creo que la alianza de civilizaciones es un camelo idiota, y que además es
imposible. El Islam y Occidente no se aliarán jamás. Podrán coexistir con
cuidado y tolerancia, intercambiando gentes e ideas en una ósmosis tan
inevitable como necesaria. Pero quienes hablan de integración y fusión
intercultural no saben lo que dicen. Quien conoce el mundo islámico -algunos
viajamos por él durante veintiún años- comprende que el Islam resulta
incompatible con la palabra progreso como la entendemos en Occidente, que allí
la separación entre Iglesia y Estado es impensable, y que mientras en Europa el
cristianismo y sus clérigos, a regañadientes, claudicaron ante las ideas
ilustradas y la libertad del ciudadano, el Islam, férreamente controlado por
los suyos, no renuncia a regir todos y cada uno de los aspectos de la vida
personal de los creyentes. Y si lo dejan, también de los no creyentes. Nada de
derechos humanos como los entendemos aquí, nada de libertad individual. Ninguna
ley por encima de la Charia. Eso hace la presión social enorme. El qué dirán es
fundamental. La opinión de los vecinos, del barrio, del entorno. Y lo más
terrible: no sólo hay que ser buen musulmán, hay que demostrarlo.
En cuanto a
Occidente, ya no se trata sólo de un conflicto añejo, dormido durante cinco
siglos, entre dos concepciones opuestas del mundo. Millones de musulmanes
vinieron a Europa en busca de una vida mejor. Están aquí, se van a quedar para
siempre y vendrán más. Pero, pese a la buena voluntad de casi todos ellos, y
pese también a la favorable disposición de muchos europeos que los acogen, hay
cosas imposibles, integraciones dificilísimas, concepciones culturales,
sociales, religiosas, que jamás podrán conciliarse con un régimen de plenas
libertades. Es falaz lo del respeto mutuo. Y peligroso. ¿Debo respetar a quien
castiga a adúlteras u homosexuales? Occidente es democrático, pero el Islam no
lo es. Ni siquiera el comunismo logró penetrar en él: se mantiene tenaz e
imbatible como una roca. «Usaremos
vuestra democracia para destruir vuestra democracia», ha dicho Omar Bin
Bakri, uno de sus los principales ideólogos radicales. Occidente es débil e
inmoral, y los vamos a reventar con sus propias contradicciones. Frente a eso,
la única táctica defensiva, siempre y cuando uno quiera defenderse, es la
firmeza y las cosas claras. Usted viene aquí, trabaja y vive. Vale. Pero no
llame puta a mi hija -ni a la suya- porque use minifalda, ni lapide a mi mujer
-ni a la suya- porque se líe con el del butano. Aquí respeta usted las reglas o
se va a tomar por saco. Hace tiempo, los Reyes Católicos hicieron lo que su
tiempo aconsejaba: el que no trague, fuera. Hoy eso es imposible, por suerte
para la libertad que tal vez nos destruya, y por desgracia para esta
contradictoria y cobarde Europa, sentenciada por el curso implacable de una
Historia en la que, pese a los cuentos de hadas que vocea tanto cantamañanas
-vayan a las bibliotecas y léanlo, imbéciles- sólo los fuertes vencen, y
sobreviven. Por eso los chicos de la pancarta de Londres y sus primos de la
otra orilla van a ganar, y lo saben. Tienen fe, tienen hambre, tienen
desesperación, tienen los cojones en su sitio. Y nos han calado bien. Conocen
el cáncer. Les basta observar la escalofriante sonrisa de las ratas dispuestas
a congraciarse con el verdugo.
***
ES LA GUERRA SANTA, IDIOTAS
1 septiembre de 2014
Pinchos morunos y cerveza. A la sombra de la antigua muralla
de Melilla, mi interlocutor –treinta años de cómplice amistad– se recuesta en
la silla y sonríe, amargo. «No se dan cuenta, esos idiotas –dice–. Es una
guerra, y estamos metidos en ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan
cuenta». Mi amigo sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa
guerra. Soldado anónimo, sin uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir
con una pistola debajo de la almohada. «Es una guerra –insiste metiendo el
bigote en la espuma de la cerveza–. Y la estamos perdiendo por nuestra
estupidez. Sonriendo al enemigo».
Mientras escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar
la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio.
Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. Todo me es familiar. Todo
se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos,
Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas. Como se repitió en
aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la
caída del Sha y la llegada del libertador Jomeini y sus ayatollás. Como se
repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al
final –sorpresa para los idiotas profesionales– resultaron ser preludios de muy
negros inviernos. Inviernos que son de esperar, por otra parte, cuando las
palabras libertad y democracia, conceptos occidentales que nuestra ignorancia
nos hace creer exportables en frío, por las buenas, fiadas a la bondad del
corazón humano, acaban siendo administradas por curas, imanes, sacerdotes o
como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano
hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió
el barón Holbach en el siglo XVIII: «Cuando
los hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante
nada».
Porque es la Yihad, idiotas. Es la guerra santa. Lo sabe mi
amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo
sabe el que haya estado allí. Lo sabe quien haya leído Historia, o sea capaz de
encarar los periódicos y la tele con lucidez. Lo sabe quien busque en Internet
los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos
mostrando sonrientes a los degollados por sus padres, de mujeres y niños
violados por infieles al Islam, de adúlteras lapidadas -cómo callan en eso las
ultrafeministas, tan sensibles para otras chorradas-, de criminales cortando
cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar» y docenas de espectadores lo graban
con sus putos teléfonos móviles. Lo sabe quien lea las pancartas que un niño
musulmán -no en Iraq, sino en Australia- exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta».
Lo sabe quien vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán –no en
Damasco, sino en Londres– donde advierte: «Usaremos
vuestra democracia para destruir vuestra democracia».
A Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento
alcanzar la libertad de la que hoy goza. Poder ser adúltera sin que te lapiden,
o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa. Ponerte falda
corta sin que te llamen puta. Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras
muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente
buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía
fe. Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de
cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir
al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros. Europa,
donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam
radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones, ellos
y ellas, muy puestos en su sitio. Dar mala imagen en Youtube les importa un
rábano: al contrario, es otra arma en su guerra. Trabajan con su dios en una
mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría
ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo
del todo, atrapado en sus propias contradicciones socioteológicas. Creer que
eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una
inmensa gilipollez. Es un suicidio. Vean Internet, insisto, y díganme qué
diablos vamos a negociar. Y con quién. Es una guerra, y no hay otra que
afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo
allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de
Roma. Porque -creo que lo escribí hace tiempo, aunque igual no fui yo- es contradictorio,
peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al
mismo tiempo aplaudir a los bárbaros.
***
SOBRE IDIOTAS, VELOS E IMANES
29 de septiembre de 2014
Vaya por Dios. Compruebo que hay algunos idiotas –a ellos
iba dedicado aquel artículo– a los que no gustó que dijera, hace cuatro
semanas, que lo del Islam radical es la tercera guerra mundial: una guerra que
a los europeos no nos resulta ajena, aunque parezca que pilla lejos, y que
estamos perdiendo precisamente por idiotas; por los complejos que impiden
considerar el problema y oponerle cuanto legítima y democráticamente sirve para
oponerse en esta clase de cosas.
La principal idiotez es creer que hablaba de una guerra de
cristianos contra musulmanes. Porque se trata también de proteger al Islam
normal, moderado, pacífico. De ayudar a quienes están lejos del fanatismo
sincero de un yihadista majara o del fanatismo fingido de un oportunista.
Porque, como todas las religiones extremas trajinadas por curas, sacerdotes,
hechiceros, imanes o lo que se tercie, el Islam se nutre del chantaje social.
De un complicado sistema de vigilancia, miedo, delaciones y acoso a cuantos se
aparten de la ortodoxia. En ese sentido, no hay diferencia entre el obispo
español que hace setenta años proponía meter en la cárcel a las mujeres y
hombres que bailasen agarrados, y el imán radical que, desde su mezquita, exige
las penas sociales o físicas correspondientes para quien transgreda la ley
musulmana. Para quien no viva como un creyente.
Por eso es importante no transigir en ciertos detalles, que
tienen apariencia banal pero que son importantes. La forma en que el Islam
radical impone su ley es la coacción: qué dirán de uno en la calle, el barrio,
la mezquita donde el cura señala y ordena mano dura para la mujer, recato en
las hijas, desprecio hacia el homosexual, etcétera. Detalles menores unos, más
graves otros, que constituyen el conjunto de comportamientos por los que un
ciudadano será aprobado por la comunidad que ese cura controla. En busca de
beneplácito social, la mayor parte de los ciudadanos transigen, se pliegan,
aceptan someterse a actitudes y ritos en los que no creen, pero que permiten
sobrevivir en un entorno que de otro modo sería hostil. Y así, en torno a las
mezquitas proliferan las barbas, los velos, las hipócritas pasas -ese morado en
la frente, de golpear fuerte el suelo al rezar-, como en la España de la
Inquisición proliferaban las costumbres pías, el rezo del rosario en público,
la delación del hereje y las comuniones semanales o diarias.
El más siniestro símbolo de ese Islam opresor es el velo de
la mujer, el hiyab, por no hablar ya del niqab que cubre el rostro, o el burka
que cubre el cuerpo. Por lo que significa de desprecio y coacción social: si
una mujer no acepta los códigos, ella y toda su familia quedan marcados por el
oprobio. No son buenos musulmanes. Y ese contagio perverso y oportunista
–fanatismos sinceros aparte, que siempre los hay– extiende como una mancha de
aceite el uso del velo y de lo que haga falta, con el resultado de que, en
Europa, barrios enteros de población musulmana donde eran normales la cara
maquillada y los vaqueros se ven ahora llenos de hiyabs, niqabs y hasta burkas;
mientras el Estado, en vez de arbitrar medidas inteligentes para proteger a esa
población musulmana del fanatismo y la coacción, lo que hace es ser cómplice,
condenándola a la sumisión sin alternativa. Tolerando usos que denigran la
condición femenina y ofenden la razón, como el disparate de que una mujer pueda
entrar con el rostro oculto en hospitales, escuelas y edificios oficiales –en
Francia, Holanda e Italia ya está prohibido–, que un hospital acceda a que sea
una mujer doctor y no un hombre quien atienda a una musulmana, o que un imán
radical aconseje maltratos a las mujeres o predique la yihad sin que en el acto
sea puesto en un avión y devuelto a su país de origen. Por lo menos.
Y así van las cosas. Demasiada transigencia social,
demasiados paños calientes, demasiados complejos, demasiado miedo a que te
llamen xenófobo. Con lo fácil que sería decir desde el principio: sea bien
venido porque lo necesitamos a usted y a su familia, con su trabajo y su fuerza
demográfica. Todos somos futuro juntos. Pero escuche: aquí pasamos siglos
luchando por la dignidad del ser humano, pagándolo muy caro. Y eso significa
que usted juega según nuestras reglas, vive de modo compatible con nuestros
usos, o se atiene a las consecuencias. Y las consecuencias son la ley en todo
su rigor o la sala de embarque del aeropuerto. En ese sentido, no estaría de
más recordar lo que aquel gobernador británico en la India dijo a quienes
querían seguir quemando viudas en la pira del marido difunto: «Háganlo, puesto que son sus costumbres. Yo
levantaré un patíbulo junto a cada pira, y en él ahorcaré a quienes quemen a
esas mujeres. Así ustedes conservarán sus costumbres y nosotros las nuestras».
***
LOS GODOS DEL EMPERADOR VALENTE
13 de septiembre de 2015
En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio
se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos
que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por
diversas razones –entre otras, que Roma ya no era lo que había sido– se les
permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de
oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados,
esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes,
aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que
sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para
todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años
después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al
emperador Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus
nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que
quedaba del imperio romano.
Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos
olvidado. Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para
comprender. Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre,
por ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y
todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando
invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos. Así se mantuvieron
hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su
vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. El problema que hoy afronta
lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio heredero de una civilización
compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el
Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los
derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa),
es que todo eso –Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire– tiene
fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de
sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo
un rato, nada más.
Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes
comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en
el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde
las palabras Islam y Rais –religión
mezclada con liderazgos tribales– hacen difícil la democracia, pusieron a
hervir la caldera. Cayeron los centuriones –bárbaros también, como al fin de
todos los imperios– que vigilaban nuestro limes.
Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora
oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros –en el sentido
histórico de la palabra– que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una coyuntura
nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura inevitablemente
histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de controlar las
oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego. Imperios,
civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se transformaron o
desaparecieron. Y los pocos centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio
están sentenciados. Los condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita,
nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano,
también por simple ley natural, por elemental supervivencia, esos últimos
centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.
A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta
guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social,
religiosa, política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a los godos lo
saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a
poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo. Nuestra civilización,
afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos
de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no
fuerzas militares. Toda actuación vigorosa –y sólo el vigor compite con ciertas
dinámicas de la Historia– queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler
encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como
lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan a los godos es
criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como
falta de realismo histórico, se oponen a eso. La demagogia sustituye a la
realidad y sus consecuencias. Detalle significativo: las operaciones de
vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para
ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. Todo, en
fin, es una enorme, inevitable contradicción. El ciudadano es mejor ahora que
hace siglos, y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La
herramienta histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente
descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la humanidad.
Por desgracia para el imperio.
Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como
queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar
económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni
puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda paradoja de
compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender
que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las cosas no son tan
simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y
ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud,
vigor, decisión y hambre. Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también
históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y
la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por
supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.
Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los
godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos
derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que
es justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la actual
Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios
confortables. Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual
compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando
una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola
junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para
sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita
mágica y arrugado el cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos, podemos
conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van
convirtiendo en polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán,
porque también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las
élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos
analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso
final será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas
que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que
anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco
tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y
también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del
hambre, la opresión y la injusticia. También parte de la población romana –no
todos eran bárbaros– ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos
o por propia iniciativa. Ninguna pax
romana beneficia a todos por igual. Y es que no hay forma de parar la
Historia. «Tiene que haber una solución»,
claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de
comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se
soluciona, sino que se vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir
fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad,
lo nuevo es lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que
a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos
tiempos, nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo;
pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el
tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni
yo estaremos aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese
trayecto sólo hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de
buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es
imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al
que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los
bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar.
La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes
pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez,
valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo
inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el
mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que
durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por
aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por
estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean
lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen,
romanos conscientes –llegado el caso– de la digna altivez del suicidio.
Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo
nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de
Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida,
hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.
Artículos publicados
en XL Semanal
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