Por Guillermo Piro |
El Diccionario de lugares comunes, de Gustave Flaubert,
inauguró un género literario maravilloso: la lista de estupideces, de lugares
comunes. Después de Flaubert vinieron Léon Bloy, Karl Kraus, Paul Valéry y
Arthur Schopenhauer. Todos ellos, en ese orden, fueron los insuperables
catalogadores de la banalidad y de los clichés corrientes.
Y sin embargo, en el libro de Flaubert los lugares comunes
que tienen que ver con el libro y la lectura se cuentan con los dedos de una
mano. El más directo y aleccionador es éste: “Libro: cualquiera sea, siempre
demasiado largo”. Después hay algo sobre el carácter ocioso de los literatos,
sobre los beneficios y los daños de la imprenta, y no hay mucho más.
Alguien debería tomarse el trabajo de colmar esta inmensa
laguna, dedicando un libro entero a la compilación de las banalidades que se
dicen alrededor de los libros. Yo no tengo ni tiempo ni ganas de dedicarme a
ese trabajo. (Tal vez lo mejor sería hacer una obra colectiva, en cuyo caso
tampoco me gustaría participar, porque detesto las obras colectivas tanto como
los lugares comunes.)
Ya lo decía el doctor Frank-N-Furter, el exótico científico
travesti de The Rocky Horror Picture Show: “Don’t judge a book by its cover”.
El doctor miente, si hay algo que podemos hacer sin temor a equivocarnos es
juzgar un libro por su tapa. Estamos en presencia de un caso particular de
lugar común más general, aquel según el cual “el hábito no hace al monje”, cosa
que todos, incluso los que nunca juzgan un libro por su tapa, saben que no es cierto.
Las tapas de los libros son una cantera de información, y es muy raro que
nuestro olfato nos traicione. Evito, por ejemplo, los libros de ochocientas
páginas con el título en relieve y, pongamos, la silueta de una gaviota en la
tapa, recortada contra el cielo rojo sangre del atardecer; o bien las novelas
que tienen en la tapa a una señora estadounidense, dientuda, con un peinado
estilo siglo XVIII, quien, según se explica en la contratapa, dirige una
escuela de escritura creativa en Wyoming; o bien los libros de adictos
recuperados, que llevan en la tapa una foto infantil del autor en blanco y
negro, de la época en que era feliz e indocumentado y su único vicio era el
chocolate. O los libros que ostentan una faja donde está escrito “Diez
ediciones en dos días”, o “Un clásico de nuestro tiempo”. Otro género del que
hay que desconfiar con un simple golpe de vista es el libro-confesión que lleva
en la tapa a una mujer con el rostro cubierto por un velo y el título en
primera persona del estilo Yo, esclava (o todas las variantes, a saber: Yo fui
esclava, La esclava del sultán o, sencillamente, Esclava y basta).
La intuición (llamémosla intuición, pero bien podría ser
instinto; o prejuicio, que hoy vendría a ser el instinto pero con
características criminales), la intuición, decía, nunca traiciona. Si no me
creen hagan un experimento: láncense en una carrera loca a través de una gran
librería, un poco como los personajes de Bande à part por las salas del Louvre.
Con el rabillo del ojo van a ser capaces de comprender, sin posibilidad de
error, dónde vale la pena hacer una parada.
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