Por Pablo Mendelevich |
Calígula, como es sabido, quiso nombrar cónsul y sacerdote a
Incitatus, o por lo menos así lo narró Gayo Suetonio Tranquilo. Seguramente si
Incitatus no hubiese sido un caballo la anécdota no habría animado a los más
diversos auditorios durante dos mil años. Nunca volvieron a reportarse en este
período extravagancias similares, por lo menos en ninguna república, y eso que
no medió un remedio específico: para resolver el problema, a Claudio, tío y
sucesor de Calígula, le pareció innecesario prohibir que los emperadores
designasen cuadrúpedos como magistrados de la República romana.
La sinrazón, los comportamientos extremistas de personas con
poder que se apartan del sentido común, evidentemente no se corrigen con leyes.
Por eso no parece tener mucho sentido hacer ahora una ley para disponer que
cuando se produce un cambio de gobierno deban estar presentes en la ceremonia
de traspaso tanto el presidente saliente como el entrante.
Con la excusa de que quería que la trasmisión del mando se
hiciera en el Congreso y no en la Casa Rosada, Cristina Kirchner intentó en
diciembre último boicotear la ceremonia. Tras llevar la discusión al extremo de
pretender que su mandato duraba doce horas más le hizo un desaire al presidente
entrante y se fue a su casa. Aparte del caso singular de Bernardino Rivadavia,
la imagen de un presidente argentino que asume sin que esté presente el
antecesor aparece asociada, en primer lugar, con los golpes de estado, es
decir, con la ruptura del orden constitucional. ¿Quiso insinuar Cristina
Kirchner que lo que habría el 10 de diciembre de 2015 sería un cambio de
régimen, porque llegaba "la derecha"? Como fuera, su boicot no
resultó ningún éxito. Mauricio Macri asumió sin tropiezos y la gran mayoría se
olvidó pronto del asunto, acaso porque debió concentrarse en las consecuencias
de la herencia infectada del kirchnerismo, que ya no fue de tipo ornamental
sino un continuado de sorpresas estremecedoras, incluidos los bolsos voladores.
Pero ahora se quieren discutir en el Congreso, junto con la
ambiciosa reforma electoral que expandirá el voto electrónico, los detalles del
traspaso como formato institucional en base a la nefasta experiencia de
diciembre pasado. Quizás nada como la intención de reglamentar el traspaso de
un gobierno a otro ponga tan en evidencia el reflejo pavloviano de los
políticos de querer resolver las faltas extremas de sentido común con leyes
profilácticas. Algo que en menor escala involucra a los vicios electorales que
se quieren erradicar mediante la ley kilométrica que el Ejecutivo envió al
Congreso. Erradicar las listas espejo, las candidaturas testimoniales, los
votos en cadena, las candidaturas múltiples, los robos de boletas, los cuartos
oscuros de infinita sobreoferta, la obligación de ir a votar todos los domingos
y otras anomalías de los comicios (dicho sea de paso, la palabra comicios es
como caries, no tiene singular, pero el proyecto oficial habla mil veces de
"el comicio") sin duda es una meta positiva. Lo grave sería diseminar
la ilusión de que votar con máquinas acabará para siempre con la viveza criolla
que en términos generales desarrolló o convalidó la misma dirigencia
-enhorabuena- súbitamente republicana.
El reglamentarismo no inhibe a los fabricantes de trampas,
sólo estimula su ingenio. Gran parte de los argentinos se muestra hoy reacia al
populismo inescrupuloso que profanó causas nobles con el fin de perpetuarse en
el poder y que, se advierte cada día con mayor evidencia, tenía la riqueza
personal de los gobernantes entre sus sueños revolucionarios. Ahora mismo
parece impensable una vuelta atrás, pero en la hipótesis de que en el futuro
hubiera otro gobierno como el kirchnerista, ¿es posible pensar que la ley de la
transición ordenada, con suministro de información fidedigna área por área,
baste para desterrar bombas de tiempo y adulteraciones como las que le dejó la
anterior administración a la actual? ¿No habría que preguntarse antes cómo se
llegó a consagrar la mentira en el Estado?
Por lo que se aprecia en democracias del mundo desarrollado
la vida política quizás es más saludable cuando conjuga instituciones fuertes,
un sistema de partidos sólidos, buena fe de los políticos, reglas estables y
tradiciones duraderas con leyes que acompañan la evolución de las cosas. Aunque
ahora preside el país un ingeniero, la mentalidad predominante en la dirigencia
política es -al menos por peso numérico- la de los abogados y quizás eso
contribuya a identificar ley con solución. ¿Habrá alguien, también, pensando
cómo se consiguen instituciones fuertes, partidos sólidos, buena fe, reglas
estables y tradiciones duraderas? Discusiones interminables como la de
modificar (de nuevo) el número de miembros de la Corte Suprema -una idea que
entusiasma por enésima vez a distintos sectores del peronismo- recuerda que la
estabilidad de las reglas, causa de bajo rendimiento político, carece de sex
appeal.
A veces la realidad se desvía del marco normativo en forma
imperceptible, lo cual vuelve ocioso el esfuerzo de quienes pasaron días y
noches pensando escenarios ideales sin prefigurarse los escenarios reales. Qué
mejor ejemplo que el de la república matrimonial. Los constituyentes de 1994
establecieron un tope de ocho años consecutivos para un mismo gobierno, al cabo
de los cuales el presidente debía dejarle el lugar a otro. Nunca se les ocurrió
que un matrimonio podría burlar el espíritu de esa limitación y quedarse doce
años y medio (el medio fue un ajuste del calendario institucional), con el
argumento de que se trataba de dos personas distintas, aunque se transferían el
bastón de mando dentro de la familia oficial con jactancia dinástica.
Justamente en 2011 a Cristina Kirchner le calzó la banda presidencial su hija.
Mejor que hacer una ley que prohíba a los hijos de los presidentes entronizar a
sus padres -es sólo un supuesto- sería profundizar el análisis de las causas
que llevaron a repetir el ciclo del encantamiento mesiánico, esta vez mucho más
largo y pernicioso que otras.
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