Por Arturo Pérez-Reverte |
Ayer me quedé de pasta de boniato. Estaba a punto de entrar
en una librería y coincidí en la puerta con una señora. Al menos, creí que lo
era. Una mujer sobre los cuarenta años, normalmente vestida, quizá con un punto
demasiado juvenil para su edad. Por lo demás, de aspecto agradable. Ni elegante
ni ordinaria. Ni guapa ni fea. Coincidimos en la puerta, como digo, viniendo
ella de un lado de la calle y yo de la dirección contraria.
Y en el umbral
mismo, por reflejo automático, me detuve para cederle el paso. Desde hace casi
sesenta años –su trabajo les costó a mis padres, en su momento– eso es algo que
hago ante cualquiera: mujer, hombre, niño; incluso ante los que van por el
centro de Madrid en calzoncillos y chanclas, torso desnudo y camiseta al
hombro, impregnando el aire de aroma veraniego; tan desahogados, ellos y la
madre que los parió, como si estuvieran en el paseo marítimo de una playa o
vinieran de chapotear en la alberca del pueblo.
Me detuve en el umbral, como digo. Para cederle el paso a la
señora, igual que se lo habría cedido al lucero del alba. Incluso a mi peor
enemigo. Hasta a un inspector de Hacienda se lo habría cedido. Pero mi error
fue considerar señora a la que sólo era presunta; porque al ver que me detenía
ante ella, en vez de decir «gracias» o no decir nada y pasar adelante, me miró
con una expresión extraña, entre arrogante y agresiva, como si acabara de
dirigirle un insulto atroz, y me soltó en la cara: «Eso es machista».
Oigan. Tengo sesenta y cuatro tacos de almanaque a la
espalda, y entre lo que lees, y lo que viajas, y lo que sea, he visto un poco
de todo; pero esto de la señora, o la individua, en la puerta, no me había
ocurrido nunca. En mi vida. Así que háganse cargo del estupor. Calculen el
puntazo de que eso le pase a un fulano de mis años y generación, educado, entre
otros, por un abuelo que nació en el siglo XIX, y del que aprendí, a temprana
edad, cosas como que a las mujeres se las precede cuando bajan por una escalera
y se les va detrás cuando la suben, por si les tropiezan los tacones, que
cuando es posible se les abre la puerta de los automóviles, que uno se levanta
del asiento cuando ellas llegan o se marchan, que se camina a su lado por el
lado exterior de las aceras –«Que no digan que la llevas fuera», bromeaba mi padre
con una sonrisa– y cosas así. Calculen todo eso, o imagínenlo si su educación
familiar dejó de incluirlo en el paquete, y pónganse en mi lugar, parado ante
la puerta de la librería, mirando la cara de aquella prójima.
Habría querido disponer de tiempo, por mi parte, y de
paciencia, por la de ella, para decir lo que me hubiera gustado decirle. Algo
así como se equivoca usted, señora o lo que sea. Cederle el paso en la puerta,
o en cualquier sitio, no es un acto machista en absoluto, como tampoco lo es el
hecho de no sentarme nunca en un transporte público, porque al final acabo
avergonzándome cuando veo a una embarazada o a alguien de más edad que la mía,
de pie y sin asiento que ocupar. Como no lo es ceder el lugar en la cola o el
primer taxi disponible a quien viene agobiado y con prisa, o quitarte el
sombrero –porque algunos, señora o lo que usted sea, usamos a veces panamá en
verano y fieltro en invierno– cuando saludas a alguien, del mismo modo que te
lo quitas –que para eso también lo llevas, para quitártelo– cuando entras en
una casa o un lugar público. Así que entérate, cretina de concurso. Cederte el
paso no tiene nada de especial porque es un reflejo instintivo, natural, que a
la gente de buena crianza, y de ésa todavía hay mucha, le surge espontánea ante
varones, hembras, ancianos, niños, e incluso políticos y admiradores de
Almodóvar. Ni siquiera es por ti. Ni siquiera porque seas mujer, que también,
sino porque la buena educación, desde decir buenos días a ceder el paso o
quitarte la puta gorra de rapero, si la llevas, facilita la vida y crea lazos
solidarios entre los desconocidos que la practican.
Y, bueno. Me habría gustado decir todo eso de golpe, allí
mismo; pero no hubo tiempo. Tampoco sé si lo iba a entender. Así que permanecí
inmóvil, mirándola con una sonrisa que, por supuesto, le resbaló por encima
como si llevara un impermeable; porque al ver que me quedaba quieto y sin decir
nada, cruzó el umbral con aire de estar gravemente ofendida. «Lo he hecho
polvo», debía de pensar. Y yo la vi entrar mientras pensaba, a mi vez: No es
por ti, boba. Sé de sobra que no lo mereces. Es por mí. Por la idea que algunos
procuramos mantener de nosotros mismos. Algo que, mientras te veo entrar en esa
librería que de tan poca utilidad parece serte, me hace sonreír con absoluto
desprecio.
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