Fue una figura clave
del teatro argentino
en el siglo Veinte
El dramaturgo Carlos Gorostiza fue una figura clave del teatro argentino. |
Por Daniel Muchnik
Hoy, martes 19 de julio, por la mañana, su corazón le puso
frenos y falleció mi querido amigo Carlos Gorostiza, uno de los dramaturgos más
significativos de la Argentina en el siglo Veinte.
Tenía 96 años pero se lo debía describir como un ser humano
de gran vitalidad, de frases y reflexiones virtuosas, buen amigo de los amigos,
de gran ternura y comprensión de las vicisitudes del país y del mundo. Concluyó
una obra póstuma, un ensayo sobre un fenómeno actual: el narcisismo y la moda
de las selfies.
Era un observador crítico de estos tiempos pero, siempre
desde su experiencia, utilizaba su risa juguetona, digna de antología.
Pese a una diferencia de edad pronunciada nos declaramos
amigos (de esos que se confiesan) hace unos años. Nos conocimos en los hermosos
encuentros con amigos que organiza Magdalena Ruiz Guiñazú y que luego se
prolongaron en su casa o en la mía. Le enviaba siempre mis notas periodísticas
y mis proyectos de libros que el analizaba con microscopio. Por supuesto que
debatíamos. Me dio para leer y opinar su último trabajo.
Lo invité a participar de los encuentros de "mi
barra" de adultos mayores que nos encontramos a almorzar y debatir sobre
política, arte y costumbres. El se sumó como un integrante más y con un
entusiasmo sorprendente. Me dijo, en un momento, como una confesión alegre
("Es que mis viejos amigos ya no están y ustedes son los nuevos").
Contaba chistes, recordaba a los grandes del teatro y la literatura argentina.
El era la historia misma.
No en vano, al llegar la democracia, Raúl Alfonsín lo
designó Secretario de Cultura.
Gorostiza era descendiente de una familia vasca y nació en
el barrio de Palermo. En algunos de sus textos recuerda a su abuelo intendente
de un pueblo vasco perdido en las montañas. A su padre aviador. A la soledad
que lo envolvió cuando ese padre idolatrado se fue de la casa y creó otra
familia. Tuvo que esperar a ser un hombre grande cuando conoció a su hermana,
Analía Gadé, de un segundo matrimonio de su padre. De pibe trabajó en Bunge y
Born. Fue poeta y titiritero. Luego lo atrapó la publicidad que le permitió
ganar bastante dinero, pero lo atraía la actuación. Su voz no era estentórea,
como para llegar a todos en una sala de espectadores. Eso lo empujó a la
escritura.
Su primera gran obra fue "El Puente", que dirigió
el mismo, y que logró un éxito rotundo. En 1958 fue autor y director de su
nuevo trabajo: "El Pan de la Locura". En 1960 lo invitaron a dirigir
la Escuela Nacional de Arte Dramático.
Guardó años de silencio teatral durante la Dictadura Militar
pero canalizó sus entusiasmos en televisión con "Los otros" y
"Toda una historia", premiadas con el Martín Fierro. Renació, en
muchos sentidos, en 1981 porque se convirtió en uno de los principales
promotores de "Teatro Abierto".
Publicó poemas, novelas, se volcó al cine. Y viró otra vez
al teatro con "Vuelo a Capistrano" y "El aire del río".
Siendo un librepensador, un hombre laico, su mejor tesoro
era un libro chiquito pero bien cuidado. Era el misal, en vasco, de su madre,
guardado en su escritorio donde sobresalían pipas y lapiceras.
Creo que no hubiera llegado a sus 96 años sin su férrea
adhesión a todo lo que fuera creación desde el alma, a sus inquietudes por el
destino del país. Pero su principal sostén, fue su increíble y entregada esposa
Teresa Escalante, de risa contagiosa y de un especial amor a la vida.
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