Por Jorge Fernández Díaz |
En la sobremesa de los megamillonarios, Macri tuvo un leve
presentimiento.
Para muchos de los integrantes de la exclusiva conferencia de
Sun Valley -el más pobre de esos tiernos muchachos tiene diez mil millones de
dólares- la Argentina es hoy la única buena noticia en un planeta convulsionado
y ominoso.
El Presidente se llevó de aquel idílico pueblo de Idaho ofertas
concretas de inversión y también promesas vaporosas, pero un breve semblanteo
le dejó la impresión personal de que no pocos de esos magnates de las
exclusivas listas de Forbes le hablaban únicamente con los ojos: "Todo muy
lindo, pero vuelvan en diez años, amigos. ¿Saben las veces que nos clavamos con
esa republiqueta de giros copernicanos?" Tu desconfianza me inquieta y tu
silencio me ofende, decía Unamuno, aunque es un hecho que los argentinos
despertamos en el mundo recelos y escepticismos, y entonces no podemos
sentirnos tan ultrajados: nuestro tremendo descrédito lo ganamos a pulso. Y a
fuerza de hiperinflaciones, depresiones, defaults, corralitos, exotismos,
coimas, bravuconadas y transgresiones estúpidas.
Cualquier lector europeo pudo haberse tropezado hace unos
días con un titular que traía El País, de Madrid: los fondos de los argentinos
en el exterior exceden siete veces las reservas nacionales. Si este extraño
lugar que expulsa las ganancias y fortunas de sus propios habitantes le sacudió
la curiosidad, aquel mismo lector quizá se haya adentrado después en las
noticias de los periódicos locales: el 47% de los vecinos del conurbano carece
de agua corriente y el 77% no tiene servicio de cloacas. Y si este escandaloso
cara y ceca de una hecatombe naturalizada le llamó morbosamente la atención, es
posible incluso que el lector se haya aventurado en la Web sólo para confirmar
que en este paraíso de corrupción e ineficiencia hay trece millones de pobres,
el 45% del empleo permanece en negro y más de la mitad de la población tiene
alguna carencia social básica: salud, alimentos o educación. Esta pequeña
navegación le habría permitido así sacar una conclusión objetiva que nosotros,
porfiados negadores, prolijamente eludimos: el proyecto llamado Argentina
fracasó.
Sólo aceptando en toda su plenitud esta tragedia tal vez
tengamos alguna chance de comenzar a revertir la estrepitosa ruina que supimos
procurarnos sin ayuda de nadie, solitos con nuestra propia mediocridad
disfrazada de grandeza. Socialdemócratas, neoliberales y nacionalistas
naufragaron por igual; nos fue mal con la inflación y con el cambio fijo, con
las privatizaciones y con los estatismos: toda receta consiguió al principio
levantar vuelo, pero terminó inevitablemente estrellándose de manera indecorosa
y traumática. ¿Qué falla cuando fallan las distintas teorías económicas y las
más antagónicas ideologías de manual? Una hipótesis podría ser que el gran
culpable fue el sistema político, heredero de una cultura social poco propensa
a practicar su aparente y declamado deseo: la democracia republicana. Aseveran
los historiadores modernos que tuvimos muchos períodos de República sin democracia,
y otras etapas donde reinaba la ecuación inversa. La politología sólo reconoce
que esa mágica combinación tuvo un arranque promisorio en 1983; por diferentes
factores, sufrió una rápida disolución en el aire: tres años más tarde
estábamos de nuevo en la intemperie. El peronismo, salvo algunas excepciones
que surgieron de la renovación ochentista, rechazó siempre ese sistema, puesto
que tendía a verse a sí mismo como un movimiento patriótico en pugna con una
partidocracia entreguista e infame. Ese desprecio autocrático hizo imposible un
bipartidismo real, y por lo tanto, también la división de poderes, el control
mutuo, las políticas de Estado acordadas y una gestión encadenada, sin crisis
recurrentes ni bandazos. Por lo contrario, el "movimiento nacional y
popular" logró asentarse como una corporación borracha de poder y con
ansias de llevarnos hacia una democracia de partido único, donde la alternancia
era un devaneo de derechistas.
Es necesario recordar cada tanto que las dos principales
incógnitas de la política no han sido aún despejadas. La primera pregunta es
simple: ¿sólo el peronismo puede gobernar? La segunda también: ¿puede una
gestión no peronista terminar en tiempo y en forma su mandato? Ciertos
pensadores de súbita pereza intelectual (últimamente abandonaron el pincel y
andan a los brochazos) sustraen del debate estas dudas obvias y abiertas, que
construyen en términos marxistas la contradicción fundamental. El sistema
jurídico y económico que permitió el desarrollo de los grandes países occidentales
y que aquí brilló por su ausencia es la única prueba que los argentinos no
realizamos todavía. Invisibilizar, por lo tanto, sus dilemas y encrucijadas no
hace más que recordarnos una vez más por qué perdimos el eje y el tren de la
historia.
Sólo desde estas coordenadas es posible contemplar el
dramatismo de los días. Que el propio gobierno de Macri, abrazado a su fe
tecnocrática, no alcanza a dimensionar. Uno de sus principales colaboradores
suele recurrir a Jonathan Swift para alegorizar la estrategia de Cambiemos: la
economía era ese Gulliver exhausto que se desvanece en la arena y a quien
liliputienses le aplican cientos de ataduras porque lo presienten peligroso.
"Para liberar al noble gigante, nosotros fuimos cortando una a una las cuerdas
que lo mantenían prisionero e inerte", explica. Ahora, Gulliver, levántate
y anda. Pero el gigante está entumecido y tarda en despertarse: verlo caminar
de nuevo parece un milagro, sobre todo si depende de una lluvia de inversiones
que los megamillonarios del mundo tienen en suspenso, no por la política
exterior de Macri, sino por nuestra pésima reputación acumulada. Nadie sabe con
certeza si esta administración logrará verdaderamente sacarnos de la
emergencia; sí, en cambio, es claro que si no lo hace el partido de Perón
conseguirá el cometido de eternizarse. Esto vuelve mucho más exigente la
performance del oficialismo, y las demandas críticas que debemos formularle: no
está en cuestión el destino de los macristas ni la felicidad de los radicales,
que a muchos ciudadanos los tiene sin cuidado, sino la chance de que se inicie
un inédito ciclo virtuoso. Si el republicanismo se asienta y reduce las
desigualdades, es posible tener un peronismo republicano. El peronismo sólo
copia el éxito. Alfonsín logró que experimentara su primera y única elección
interna, y el proyecto de Cafiero y de Bordón propiciaba un modelo
institucional y político acorde con ese juego: por eso, para muchos peronistas,
ambos traicionaban el ideario del Movimiento. A pesar de que cada vez hay más
cuadros justicialistas en el Gobierno, existen miles de simpatizantes de
Cambiemos que registran un antiperonismo rabioso y en el fondo muy ingenuo. Es
tan irracional cristalizar un partido hegemónico como borrar de un plumazo a
esa fuerza vigorosamente representativa, y no contar con ella para un futuro
país posible. De poco serviría una próspera era republicana si al cabo de ella
sobreviene un movimientismo que tira del mantel y refunda un monólogo
excluyente y desquiciante. ¿Seremos capaces los argentinos de levantar la
mirada y abandonar el facilismo cortoplacista? La sociedad argentina es también
reconocida en el mundo por su insólita vocación freudiana. Y Freud sostenía que
la madurez es la capacidad de posponer la gratificación. ¿Podremos madurar?
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