Por Guillermo Piro |
Todos conocen, o deberían conocer, la historia de Cosimo que
narra Italo Calvino en El barón rampante, el niño que un buen día y a causa de
una discusión con su padre decide subirse a los árboles y no bajarse nunca
más. No soy un exégeta de literatura
arbórea, pero estoy seguro de que si hubiera sabido de otra novela cuyo
protagonista vive o pasa una temporada en los árboles no habría dejado de
leerla.
Y como a falta de pan buenas son las tortas, ya estoy en tratativas
para conseguir un libro que acaba de ser editado en Alemania. Se titula Frauen
auf Bäumen (Mujeres en los árboles), está editado por el sello Hatje Cantz y no
es una novela. Su autor es Jochen Raiss, tiene 46 años, vive y trabaja en
Hamburgo en una agencia de fotografía y desde hace veinticinco años colecciona
fotos de mujeres subidas a los árboles.
“No comprendo cómo puede uno pasar junto a un árbol y no
sentirse feliz de verlo”, dice el príncipe Mishkin de Dostoievsky. Parece una
afirmación de Robert Walser, aunque a Robert Walser los árboles más bien le
daban una sensación de ahogo y opresión y jamás se hubiera trepado a uno: “Se
olían los árboles al caminar bajo ellos, se oía caer la fruta madura sobre los
prados y senderos. Todo parecía doble o triplemente silencioso”. Seguramente existen, pero no recuerdo más referencias
literarias a los árboles. A Raiss esas referencias no parecen importarle mucho.
Lo que sí parece importarle es la pesquisa a la que dedicó tanto tiempo, en
mercados de pulgas y librerías de viejo, de fotografías sacadas por personajes
ignotos a mujeres ignotas subidas a árboles ignotos. Todas las fotos que
encontró son en blanco y negro y fueron sacadas entre los años 20 y 50. La
mayoría de las mujeres se ven bastante desenvueltas en las ramas de distintas
alturas; algunas de ellas se animan a trepar más alto que otras; muchas ni
siquiera se trepan y se limitan a apoyar los pies en el suelo. Esas, por lo
general, son las que se muestran menos satisfechas. La idea de treparse a un
árbol y quedarse allí un rato esperando el disparo de la cámara suele producir
cierta excitación. La perspectiva de caerse suele provocar algo parecido al
pánico, pero ya sabemos que muchas veces la presencia de una cámara fotográfica
puede traducir el pánico en sonrisa. Algunas dejan que sus piernas cuelguen
casualmente sentadas en una rama, o aparecen discretamente en medio de la copa
de un árbol. El hecho es que no tener la más mínima noticia de ellas vuelve a
cada foto nostálgica y misteriosa.
En La cámara lúcida (1980), Roland Barthes mira una foto de
André Kertész sacada en París en 1931. En ella se ve al pequeño Ernest, un niño
regordete y feliz, de pie junto al pupitre, en clase. Barthes escribe: “Es
posible que Ernest siga viviendo en la actualidad. ¿Pero dónde? ¿Cómo? ¡Qué
novela!”.
Todas las fotografías de la colección de Jochen Raiss
sugieren las mismas preguntas y plantean asimismo la existencia de tantas
novelas-río como fotografías. Si por mí fuera, sin esperar el segundo semestre,
yo lo declararía el libro del año.
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