Por Natalio Botana |
El nacionalismo exacerba a las naciones en períodos de
crisis o de incertidumbre. Albert Einstein decía que el nacionalismo era la
enfermedad infantil de la humanidad: un infantilismo por lo demás persistente que,
no bien se lo creía superado, renace con energía y se expande.
Hoy, como tantas
otras cosas, el nacionalismo se ha globalizado.
Este cuadro es complejo porque resulta de la concurrencia de
varios fenómenos: las guerras fallidas y dañinas sobre cuyos escombros surgió
el terrorismo que ataca sin dar tregua la retaguardia de los países
occidentales; la recesión internacional concomitante con la declinación de las
dirigencias establecidas; las sociedades que se sienten amenazadas por el
desempleo y las desigualdades.
No es historia nueva. La Primera Guerra Mundial, entre 1914
y 1918, y la depresión de los años 30 del último siglo abonaron el fascismo, el
nacionalsocialismo y el estalinismo. Un rasgo saliente del nacionalismo es pues
aquel que explota los sentimientos de la derrota y de la exclusión. Y cuando
estos factores del resentimiento imperan, la demagogia de los aventureros de la
política encuentra terreno propicio.
De esta clase de aventureros están plagadas las democracias
avanzadas de Occidente y su periferia: Trump en los Estados Unidos, Putin en
Rusia, Le Pen en Francia, Erdogan en Turquía, Orban en Hungría, los demagogos
del Brexit en Gran Bretaña o los movimientos antisistema en Holanda, Italia y
Austria son partícipes de una protesta que sigue aumentando.
Esta proliferación de outsiders -los que están afuera en
regímenes, se creía, sólidamente implantados- es regresiva y señala una
incapacidad política para asumir y reorientar los retos de este cambio de
civilización fundado en las mutaciones científico-tecnológicas. Hoy la política
marcha a remolque de estas transformaciones.
Si hay demora en liderar los acontecimientos es porque
sufrimos los efectos de una contradicción: la mutación científico-tecnológica
abre por ahora el horizonte del progreso; la recesión internacional es, por su
parte, fuente de descontento social. No se trata, por cierto, de la negrura de
una depresión económica generalizada; más bien, es el tono gris de un Occidente
estancado que, de a poco, va marginando a sectores antes incluidos en la
promesa del ascenso social.
Estos bloqueos, que desde luego no abarcan a todos los
países por igual, están oxidando el motor del crecimiento. No sabemos hasta
cuándo proseguirá el deterioro, pero sí sabemos que, desde que entró a tallar
en la historia la sociedad industrial, las expectativas de la población no
pueden colmarse sin un sustentable proceso de crecimiento económico. Si esas
expectativas desbordan la oferta de bienes y servicios, las creencias sociales
oscilan entre el escepticismo y la adhesión a fórmulas supuestamente
salvadoras.
En este sentido, el nacionalismo es la simplificación de lo
que pasa mediante la transferencia de la culpa a otros agentes. Por este
motivo, en su expresión gestual o verbal, el nacionalismo es belicoso y se
lanza en busca de un enemigo externo; si éste no existe, la propaganda oficial
lo fabrica y expone ante las audiencias. Ocurrió entre nosotros y sobrevive en
Venezuela: el enemigo externo se desdobla en un enemigo interno, aliado indeseable
de los poderes concentrados de un imperio omnipresente (el montaje típico de la
dialéctica amigo-enemigo).
La simplificación se adecua plenamente al método
plebiscitario. Los líderes nacionalistas pretenden imponer ideologías
dicotómicas que rechazan la complejidad ínsita en los asuntos públicos. No hay
mejor camino para manipular demagógicamente a los electorados que el plebiscito
o el referéndum, en especial cuando se aplica a grandes masas de ciudadanos.
En dichas circunstancias, la simplificación roza el
paroxismo con una oratoria burda y encendida, reproductora de la imagen de un
país asediado por extranjeros, refugiados e inmigrantes. En esos duelos
verbales, cargados de injurias y groseros desplantes, se rechaza la tradición
imbuida de espíritu cosmopolita (la de Jean Monnet, Adenauer, Schuman y De
Gasperi) que, entre otros aciertos, supo impulsar el proyecto de la Unión
Europea, hoy en entredicho.
Desde luego, el demagogo nacionalista, adicto a una deformación
de la democracia directa, desprecia el sistema representativo y las burocracias
supranacionales. A menor proximidad de la ciudadanía con los representantes
electos y los burócratas designados, mayor posibilidad de que, sobre ese
descreimiento, se encaramen estos personajes y propongan una identificación
cara a cara con sus propuestas.
En apariencia, éstas son propuestas éticas que impugnan una
corrupción lamentablemente extendida. "¡Corrupta Hillary!", vocifera
Trump, haciendo uso del miedo colectivo como eficaz resorte de una estrategia
para conquistar el poder. Miedo a todo: al terrorista, a la pérdida del empleo,
a un futuro nublado. Hoy, más que nunca, cabría tener en cuenta las palabras de
Franklin D. Roosevelt en 1933: "A lo único que debemos temer es al miedo
mismo".
Pero resulta que ese mensaje esperanzador ha sido atrapado
en la actualidad por estilos y convicciones opuestas: para quienes las
encarnan, no es la democracia renovada la que vencerá al miedo, sino una
pretendida reacción visceral frente a los cambios que recorren el planeta.
Recientemente, en un artículo publicado en El País de Montevideo, "Tiempo
de miedos", Julio María Sanguinetti advirtió a sus compatriotas (y por
extensión, añadiría, a los argentinos) que "el miedo es un mal
consejero".
Lo es sin duda porque el miedo, por definición, es
reaccionario. Como tal moviliza instintos, debilita las defensas racionales e
invita a escuchar los cantos de sirena del demagogo. Las causas que motivan
esas actitudes son reales; las soluciones que propone el nacionalismo son, al
contrario, ilusorias y parteras de nuevas frustraciones. ¿Cómo salir de esta
encerrona?
La pregunta vale para nosotros en este tiempo en que
enfrentamos tres transiciones simultáneas: la transición política que va de un
régimen hegemónico a un régimen plural más inclinado, por la distribución de
fuerzas en el Congreso, a la concertación; la transición ética que libere al
Estado de la plaga de la corrupción, procese a los responsables y haga de la
Justicia un poder insospechado; la transición, en fin, de una economía cerrada,
inflacionaria y sin crecimiento a una economía competitiva capaz de acoger
inversión productiva y generar empleo genuino.
Alrededor de estas tres transiciones ronda el fantasma del
miedo, favorecido por la dureza y la pobre coordinación de las decisiones con
vistas a sus consecuencias. El peligro que asoma no deriva por tanto de la
resurrección de un nacionalismo corrupto, que parece haber sido condenado por
las exigencias éticas de la opinión pública, sino del arraigo de un
nacionalismo anacrónico, huraño y replegado sobre sí mismo, que desconfía de la
innovación y prefiere vegetar en el inmovilismo.
De la presencia duradera de este anacronismo a la
profundización de la decadencia hay un paso estrecho. Del proyecto de la
cultura innovadora a la recuperación del apetito por el progreso hay un paso
más largo y difícil de sortear. Como en otros momentos de nuestra trayectoria,
estamos situados en esta encrucijada.
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