Por James Neilson |
Como suele suceder cuando, luego de una larga borrachera
populista, la mayoría decide que ha llegado la hora de sentar cabeza, el
Gobierno dice querer que por fin la Argentina se transforme en un “país
normal”. Mauricio Macri y sus coequipers creen que si lo logran lloverán
dólares, lo que les permitiría minimizar los costos tanto humanos como
políticos del ajuste que está en marcha.
Es posible que la estrategia funcione,
aunque sólo fuera porque hoy en día nadie sabe muy bien en qué consiste la tan
añorada “normalidad” o dónde se encuentra. De difundirse la impresión de que la
Argentina es uno de los escasos lugares del mundo en que sigue vigente el
sentido común de otros tiempos, podría verse beneficiada por las desgracias
ajenas.
Hace apenas diez años, tanto los conformistas como los
contestatarios consideraban “normales” los países desarrollados de América del
Norte y Europa occidental, pero en la actualidad, dichos modelos sufren de
crisis que amenazan con serles terminales. Tanto en Estados Unidos como Europa,
está ampliándose con rapidez desconcertante la brecha entre la clase política
tradicional y quienes se sienten defraudados por gobernantes que prometen
“soluciones” pero se resisten a entender que tanto ha cambiado que no servirían
para mucho, de ahí la irrupción en el escenario norteamericano de un demagogo
tan esperpéntico como Donald Trump y el éxito para muchos sorprendente de la
campaña a favor del Brexit en el Reino aún Unido.
Los dos países anglohablantes no son los únicos que están
procurando adaptarse a circunstancias radicalmente nuevas. Francia corre
peligro de entrar, una vez más, en un período convulsivo: según Patrick Calvar,
jefe de la Dirección General de Seguridad Interior gala, su país “está al borde
de la guerra civil” ya que “sólo haría falta un nuevo ataque terrorista
islámico para provocar una reacción en cadena que beneficie a la ultraderecha”
Podría hundirse la maltrecha economía italiana: el FMI dice que, con suerte,
volvería a los niveles de antes del cataclismo financiero de 2008 a mediados de
la década venidera. Asimismo, no hay garantía alguna de que Alemania resulte
capaz de absorber a los millones de inmigrantes del Oriente Medio y África que
fueron convocados por Angela Merkel sin que haya una reacción nativista muy fuerte,
lo que sería más que probable en el caso de que haya más violaciones masivas
organizadas por extracomunitarios.
Sería fácil atribuir la ebullición política que tanto
desconcierto está provocando en casi todos los países ricos a nada más que los
problemas de las distintas economías, para entonces suponer que algunos
estímulos serían suficientes como para reavivarlas, pero las causas del
malestar que se ha apoderado del mundo desarrollado son más profundas de lo que
la mayoría quisiera creer. En adelante, cuanto más eficiente sea la economía,
más difícil será la vida para todos salvo los miembros de una minoría, pero
ningún país importante podrá darse el lujo de oponerse por principio al
crecimiento o defender el statu quo con barreras proteccionistas.
La globalización ha tenido consecuencias desastrosas para
muchísimos norteamericanos y europeos de la vieja clase obrera y la clase media
baja, ya que no están en condiciones de competir con sus equivalentes de Asia
oriental, pero aún más preocupante para ellos ha de ser el progreso
tecnológico. Los especialistas coinciden en que, dentro de poco, podría
desaparecer la mitad de los puestos de trabajo actuales; los ocuparían máquinas
debidamente programadas, los temidos robots, que son incomparablemente más productivos
y confiables que los seres de carne y hueso.
¿Exageran quienes nos advierten que el grueso de la clase
media occidental está por verse expulsada del mercado laboral? Es de esperar
que sí: a menos que sólo sea cuestión de una fantasía futurológica, al mundo
actualmente avanzado le aguarda un porvenir parecido al pasado reciente
argentino, el de una sociedad que, después de alcanzar un nivel de prosperidad
compartida que era razonable según las pautas imperantes en un momento
determinado, dejó caer en la pobreza a franjas sucesivas de la población.
En todos los países, los gobiernos insisten en que para
superar los desafíos planteados por el vertiginoso progreso tecnológico que ya
está haciéndose sentir será necesario invertir mucho más en educación. Por
razones políticas comprensibles, fingen dar por descontado que todos son
igualmente capaces de aprender lo suficiente para desempeñar tareas útiles en
la nueva “economía del conocimiento” que está expandiéndose, pero se trata de
una ilusión piadosa; abundan aquellos que nunca podrían reciclarse en expertos
informáticos o lo que fuera para entonces ocupar un lugar de privilegio en el
nuevo orden. Por lo demás, si bien no sólo aquí sino también en otras latitudes
los encargados de la política educativa hablan de lo fundamental que a su
juicio es privilegiar “la salida laboral”, en vista de lo que con toda
probabilidad sucederá en los años próximos, sería más realista preparar a los
jóvenes para un mundo sin mucho trabajo.
Para justificar la desigualdad creciente ocasionada por la
eliminación de una multitud de empleos bien remunerados en fábricas y oficinas,
se ha puesto de moda reivindicar la “meritocracia”, la superioridad natural de
los más talentosos y más laboriosos, pero si bien ya se ha conformado una especie
de aristocracia cosmopolita presuntamente basada en el mérito, sus pretensiones
molestan mucho a los reacios a verse rezagados de por vida. Para más señas, que
en Estados Unidos y Europa tales elites, que se concentran en ciudades
universitarias, propendan a ser hereditarias al invertir mucho sus integrantes
en la educación de sus retoños, las hacen incompatibles con la democracia
supuestamente igualitaria.
Abrumados por los cambios económicos, demográficos y
culturales que están modificando drásticamente todas las sociedades avanzadas,
muchas personas reaccionan aferrándose a una “identidad” particular, sea
étnica, política, religiosa, sexual o la afiliación a alguna que otra tribu
urbana.
En Europa, el renovado fervor nacionalista que agita a muchos
países preocupa a quienes ven en la xenofobia la causa principal de dos guerras
mundiales y un sinfín de conflictos más limitados pero así y todo atroces,
pero, por lamentable que les parezca, es comprensible que la gente se sienta
más afín a sus propios compatriotas que a otros miembros del género humano. En
Estados Unidos, el racismo tanto de blancos como negros podría estar por
producir estallidos parecidos a aquellos que tanta destrucción provocaron en
los años sesenta del siglo pasado; es lo que teme el presidente Barack Obama,
razón por la que, después de la muerte de cinco uniformados en Dallas a manos
de un vengador negro, acortó su visita a España para solidarizarse con la
policía y quienes se sienten víctimas del gatillo fácil policial debido al color
de su piel. De todos modos, aunque en el fondo las causas de la frustración ya
generalizada que ha hecho de Estados Unidos un hervidero sean “estructurales”,
en todas las sociedades occidentales está haciéndose más tirante la relación
entre los distintos grupos étnicos, políticos y religiosos.
Otra grieta que está ocasionando preocupación es la que
separa a los jóvenes de sus mayores. Merced a la caída abrupta de la tasa de
nacimiento en los países desarrollados, un fenómeno que de por sí es síntoma de
una crisis cultural similar a la que tanto debilitó al Imperio Romano antes de
la desintegración de la parte occidental, y el envejecimiento resultante de la
población, sistemas previsionales creados en circunstancias muy diferentes de
las actuales han dejado de ser sostenibles, pero son pocos los gobiernos que se
animan a reformarlos. Temen la reacción de quienes aprovecharían sus votos para
castigarlos si intentaran privarlos de lo que creen suyo.
En el Reino Unido, el triunfo del Brexit fue posibilitado
por la nostalgia de los ancianos; la mayoría de los jóvenes quería permanecer
en la Unión Europea. En los días que siguieron al referéndum, muchos
europeístas aprovecharon la oportunidad para tratar como estafadores mezquinos
a los productos del “baby boom” de la posguerra. Otro motivo de queja consiste
en los precios altísimos de las viviendas; hace algunas décadas, cualquier
miembro de la clase media podía comprar una; para sus hijos o nietos, sin
excluir a los que perciben salarios envidiables, se trata de un sueño
irrealizable.
De más está decir que el hecho de que, en algunos países del
sur de Europa, casi la mitad de los menores de treinta años no encuentre un
empleo estable está creando una situación amenazadora. Aunque parecería que la
mayoría se ha resignado mansamente al destino que le ha tocado, tal vez por
suponer que sólo sea cuestión de una etapa pasajera, algunos por lo menos se
sentirán tentados por diversas formas de activismo político que, ante el
fracaso patente de las corrientes moderadamente conservadoras e izquierdistas
que, a partir de la implosión del comunismo y el fin menos traumático de las
dictaduras derechistas de España, Portugal y Grecia, dominan Europa, podrían
tener más en común con el nihilismo decimonónico que con los credos
totalitarios que sedujeron a generaciones anteriores.
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