Por James Neilson |
Para el pronto a ser ex primer ministro David Cameron, el
resultado de aquel referéndum sobre la permanencia de su país en la Unión
Europea fue un desastre sin muchas atenuantes, pero puede consolarse pensando
en los problemas que significa para ciertos líderes de la campaña triunfante,
comenzando con sus rivales en la interna conservadora, Boris Johnson y Michael
Gove.
No esperaban ganar. Querían perder por poco; entendían que no les sería
nada fácil alcanzar una relación amistosa con la gente de Bruselas y que, si
bien a la larga la economía británica podría verse beneficiada por el Brexit,
en el corto plazo las dificultades que enfrentaría serían enormes.
Al darse cuenta de que la mayoría de los votantes había
aprovechado la ocasión para rebelarse contra un statu quo exasperante, Johnson,
un clasicista pintoresco que salpica sus discursos con latinajos y alusiones a
los filósofos griegos, aseguró que en verdad ama a Europa y que, de todos
modos, no hay ningún apuro. Lo mismo que Cameron, “Bojo” cree que convendría
estirar las negociaciones lo más posible para que un eventual acuerdo dejara
las cosas más o menos como están. Ya se habla de un proceso que podría durar
cuatro o incluso cinco años, tiempo suficiente como para que amaine la tormenta
que se ha desatado. Al fin y al cabo, señalan los optimistas, el Reino Unido no
forma parte de las zonas del euro o de Schengen y nunca ha mostrado interés en
“la unión cada vez más estrecha” soñada por los ideólogos bruselenses, de
suerte que, en el fondo, un divorcio no cambiaría mucho.
Por lo demás, la UE no podrá expulsar a Gran Bretaña sin
violar sus propias reglas; le corresponde al gobierno del país deseoso de irse
poner en marcha el mecanismo previsto por el artículo 50 del Tratado de Lisboa,
algo que Cameron dice podría hacer su eventual sucesor hacia fines del año
corriente. Aunque asevera estar decidido a respetar la voluntad popular, el que
el referéndum no sea vinculante podría resultar ser algo más que un detalle
jurídico.
Si bien es factible el desenlace nada traumático que tienen
en mente tanto los partidarios más sensatos del Brexit como los representantes
doloridos del círculo rojo británico, primero les será necesario apaciguar a
los eurócratas furibundos que, encabezados por el luxemburgués Jean-Claude
Juncker, están resueltos a castigar con dureza a los isleños por haberlos
desairado. Les asusta la posibilidad de que los demás europeos se sientan
tentados a acompañarlos. Temen que, de celebrarse referéndums en Holanda,
Francia, Dinamarca, Finlandia, Italia y Suecia, los resultados serían aún más
contundentes que en el Reino Unido. Las instituciones de la UE, dominadas como
están por una elite progre decidida a eliminar las diferencias entre los
distintos países, se han alejado tanto de los pueblos europeos que el edificio
que habían construido ya corría peligro de desplomarse antes de que los
británicos optaran por privarlo de uno de sus pilares.
Los comprometidos con lo que llaman el proyecto europeo
tienen buenos motivos para no permitir que la plebe les arruine sus planes.
Saben que es peligroso el voto popular, es decir, la democracia; en diciembre
de 2007, manifestaron su desprecio por el rechazo algunos años antes por los
franceses y holandeses en sendos referéndums a una propuesta constitución europea
al rebautizarla “el Tratado de Lisboa” para que lo firmaran políticos menos
caprichosos que los votantes.
También se han manifestado indiferentes ante la resistencia
de los irlandeses y griegos, húngaros y polacos a obedecer sin chistar órdenes
procedentes de Bruselas y, últimamente, Berlín. Frente a los esporádicos brotes
de rebeldía, siempre reaccionan afirmando que lo que se precisa es “más
Europa”, o sea, más poder a la elite bruselense, pero son cada vez más los
convencidos de que, para sobrevivir, la UE tendrá que someterse a una serie de
reformas profundas que, entre otras cosas, pongan fin a la hegemonía de quienes
fantasean con desempeñar roles estelares en una federación equiparable con
Estados Unidos. En su lugar, los reformistas preferirían ver un arreglo
parecido al reivindicado por el general Charles de Gaulle: “La Europa de las
patrias”.
El triunfo del Brexit se debió en gran medida al rencor que
sienten los muchos que se han visto rezagados por los cambios socioeconómicos
de los años últimos. De no haber sido por los habitantes de las ciudades
desindustrializadas del norte de Inglaterra y de Gales, la nostalgia de
aquellos ancianos que quisieran regresar al país de su juventud habría seguido
siendo un fenómeno meramente folclórico. Asimismo, al igual que sus
equivalentes en Estados Unidos y, desde luego, en el resto de Europa, millones
de británicos de la clase obrera tradicional están hartos de ser blancos del
desdén de una elite política y cultural de pretensiones cosmopolitas que se ha acostumbrado
a tratarlos como brutos inferiores, xenófobos ignorantes y parasitarios que
sencillamente no están a la altura de los tiempos que corren.
En el mundo desarrollado, progresistas de ideas
izquierdistas ya no idolatran al proletariado como la reserva moral de un mundo
contaminado por la burguesía. Puesto que sus integrantes se aferran a su propio
estilo de vida y protestan contra la llegada masiva de inmigrantes que ha
llenado a muchas ciudades de grandes “guetos” vedados a los nativos, el proletariado
actual les parece reaccionario y racista, cuando no neonazi. En Francia, los
que décadas atrás votaban a candidatos comunistas respaldan al Frente Nacional
de Marine Le Pen, en Alemania se ensañan con los inmigrantes extracomunitarios,
en Italia apoyan a Silvio Berlusconi o a la Liga Norte.
En buena lógica, no sirve para mucho culpar a “Europa” por
el destino ingrato de quienes carecen de los recursos necesarios para prosperar
en sociedades avanzadas, pero la incapacidad patente de los eurócratas de manejar
los problemas ocasionados por el desarrollo despiadadamente selectivo que
beneficia a los más dotados pero perjudica mucho a una proporción creciente de
los demás, los ha desacreditado a ojos de los perdedores.
No sólo en el Reino Unido sino también en otros países
europeos levanta ampollas la soberbia de personajes como Juncker. También está
teniendo consecuencias muy negativas la voluntad de la alemana Angela Merkel de
abrir las puertas de su propio país para que entraran millones de inmigrantes
tercermundistas, para entonces procurar obligar a sus vecinos a emularla.
Aunque los británicos que hicieron campaña a favor de la salida se opusieron
formalmente sólo al ingreso irrestricto de polacos, rumanos y otros europeos,
no ignoraban que, tanto en su propio país como en los del continente, los
inmigrantes menos populares son los musulmanes, de ahí las acusaciones de
“racismo”.
Mucho dependerá de lo que suceda en los meses próximos en el
Reino Unido y en otras partes de Europa. Si los pronósticos más sombríos acerca
de la evolución inmediata de la economía británica se confirman en la realidad,
pero la de la Eurozona se recupera de sus muchas dolencias, el apoyo al Brexit
en las islas se debilitaría con rapidez, lo que crearía una situación
paradójica, ya que en tal caso los más interesados en forzar la salida serían
los miembros más fervorosos de una “casta” política europea desprestigiada.
Pero si, como es más probable, todos sufren a causa de la postura vengativa
asumida por los eurócratas, se intensificarían las presiones de los del Sur y
Este de Europa que están pidiendo reformas drásticas.
Sin los británicos, el poder relativo de Alemania aumentaría
mucho. Ya se han ido para siempre los días en que los franceses, cuya economía
está tambaleando, podían encargarse de la estrategia política de la UE, de tal
modo limitando la influencia de su vecinos del otro lado del Rin; no sólo ellos
sino también los griegos, italianos y otros están cansados de tener que
someterse a la rígida disciplina teutona. No extrañaría, pues, que el euro
resultara ser una víctima del Brexit. Tampoco extrañaría que los franceses, que
son tan nacionalistas como los británicos y que, según una encuesta reciente,
propenden a ser aún más “euroescépticos”, empezaran a mostrarse reacios a
seguir compartiendo una casa con socios tan fuertes como los alemanes.
En el transcurso de la campaña que culminó con el triunfo
del Brexit, los asesores de conservadores como Johnson y Gove dieron a entender
que en su opinión, Francia e Italia se dirigían hacía una catástrofe financiera
y que por lo tanto sería mejor que el Reino Unido se distanciara todavía más
del escenario del derrumbe que preveían. Puede que haya sido cuestión de una
fantasía maligna, pero el que, hasta hace poco más de una semana, el consenso
era que el estado económico de la Eurozona era llamativamente peor que aquel
del Reino Unido, significa que en una guerra político-comercial entre los
isleños y los continentales, los costos se verían repartidos. Así las cosas, lo
más racional sería que, una vez superado el estupor inicial, los protagonistas
del drama europeo optaran por intentar minimizar los daños ocasionados por la
decisión de Cameron de consultar a sus compatriotas para que tuvieran la
penúltima palabra sobre un asunto de importancia mundial pero, como sabemos, en
política el corazón puede más que el cerebro.
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