Por Román Lejtman |
A esta altura del Siglo XXI, se debería pensar si la elite
política que conduce a los principales países del mundo está en condiciones de
entender y responder a los desafíos de un tiempo que pone a la sociedad global
contra las cuerdas. La incapacidad para conducir las aspiraciones geopolíticas
de Alemania y la ausencia de una hoja de ruta bilateral para terminar con la
Guerra Fría, condicionaron nuestra existencia durante el Siglo XX.
Y el Brexit,
los sobresaltos políticos en Estados Unidos, el cambio climático, los
refugiados e ISIS tienen la suficiente capacidad para complicar al planeta en
las próximas décadas.
Ya aprendimos que el apaciguamiento de Munich en 1938 y la
contención de la Unión Soviética actuaron como paliativos tácticos de escaso
alcance y grandilocuente sabor amargo. Al final del ciclo, esos paliativos
fueron instrumentos de una elite que operaba en un escenario caliente con pocas
variables de resolución.
Tras la Segunda Guerra Mundial, las alternativas de
gobernanza se redujeron a una agenda binaria: economía liberal versus economía
de estado; o democracia versus regímenes totalitarios. Todo cubierto con la
pátina de una ideología que, supuestamente, apuntaba a satisfacer la voluntad
popular. Ni Washington, ni en Moscú se cumplieron esas metas del deber ser.
En 2016, la agenda internacional aparece acosada por una
atomización de temas estratégicos que aún escapan al control de las elites que
manejan los hilos del sistema mundial. Y esa ausencia de manejo, la incapacidad
que se exhibe para conducir las variables, introduce la peor de las
posibilidades: que los líderes globales no entiendan qué está sucediendo afuera
de sus plácidos despachos oficiales.
"Estoy aquí para repartir helados", le dijo el
terrorista de Niza a la policía francesa, que le creyó. Pudo haber sido una
masacre evitable, si Francia ya hubiera asumido que ISIS es una plaga fundamentalista
que opera en todos los escenarios, camuflada para atacar blancos blandos que causen conmoción mundial. El terrorista se disfrazó de
heladero, y Niza cambió para siempre.
Estados Unidos, la OTAN, los países árabes, China, Rusia e
Israel, cada uno con sus propios métodos y tácticas políticas, van a la caza de
ISIS desde una perspectiva militar. Pero ponen poca tensión en los hechos
culturales y económicos que fraguan la decisión de los terroristas que se inmolan
en los cinco continentes.
No hay una mirada amplia, comprensiva del fenómeno político:
cuando Washington puso en marcha el Plan Marshall, su sentido no fue únicamente
aliviar la crisis extrema de Europa. Estados Unidos sabía que la hambruna
facilitaba los planes de Moscú y dispuso ese plan para que Stalin no avanzara
desde el río Moscova al Tevere. Esa mirada táctica, aún no se encuentra a esta
altura del Siglo XXI.
Con el Brexit, sucedió lo mismo. La Unión Europea y la Casa
Blanca consideraron que los conservadores británicos podían manejar la crisis
de su propio partido, vencer a laboristas y euroescépticos, y evitar la salida
de la UE. Cometieron un error de cálculo político que dejó a Londres en manos
de una primer ministro que no tiene límites de poder y que ha plagado su gabinete
con improvisados que juegan al aprendiz de brujo en Downing Street 10. El
Brexit puede arrasar la economía europea y generar una ola de resentimiento
mundial capaz de sentar a Donald Trump en el Salón Oval.
Y Trump, que ya demostró su capacidad para saltarse los
guiones que escribe el establishment, juega este partido en la convención
republicana que delibera en Cleveland. El magnate apuesta al aislacionismo, a
la xenofobia, al populismo y a la crítica despiadada contra la dirigencia
mundial que pasa sus tardes tomando vino tinto en los restó de Bruselas.
Si no hay señales sobre la reactivación de la economía
global y la solución a la crisis de ISIS y los refugiados, Trump puede montar
un numerito con capacidad para llevarlo hasta la sucesión de Barack Obama.
Estados Unidos fracturó a Irak y Afganistán, hizo poco para contener a Turquía “una bomba de tiempo”, dio
margen de maniobra a Egipto, Qatar y Arabia Saudita, y convirtió en su aliado a Irán, que se
relame con la posibilidad de transformarse en un boxeador peso pesado en Medio
Oriente.
Esta agenda provocó una crisis de refugiados que tiene como
escenario a Europa y preocupa al mundo. Millones de personas enfrentan hambre,
miseria y desolación porque las grandes potencias sólo optaron por entregar esta
cuenta geopolítica a Turquía y sus ambiciones de integrar la Unión Europea.
Pero ahora Estambul exhibió su naturaleza ideológica, tras
una asonada que causó muertos, heridos y un indescifrable daño institucional.
La UE le otorgó a Turquía la decisión de resolver el problema de los refugiados
en Europa, mientras Estambul viola las normas básicas de la ONU para resolver
una crisis política que sorprendió al mundo. Si Erdogan hace con sus tropas
golpistas, lo mismo que con los refugiados, la Unión Europea se habrá
transformado en una mascarada e ISIS en una potencia fundamentalista con
crecimiento geométrico.
En el Siglo XX, los liderazgos mundiales diseñaron una
fórmula de gobernanza que implicó dos guerras mundiales y un esquema de tensión
mundial que puso entre paréntesis el concepto de libertad, desarrollo y
cooperación global hasta la caída del Muro de Berlín.
Después sucedió una transición geopolítica que implicó la
aparición de bloques estratégicos que buscaban un equilibrio en el poder
mundial. Un juego en el campo de arena que hacía las delicias de los asesores
civiles y militares en Washington, Moscú, Pekín y Bruselas.
Ese juego se terminó. Las elites se encuentran al borde del
abismo. Brexit, ISIS, refugiados, cambio climático, Trump, son conceptos,
palabras, problemas que impactan en la sociedad global. Si no se encuentra una
hoja de ruta para estos desafíos, el siglo XXI podrá ser peor que el siglo XX.
Para considerar verosímil esta posibilidad, alcanza con leer las noticias de
cada día. No importa en qué capital del mundo.
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