Por Rubén Blades (*) |
Ayer (NdeR: Esta columna fue escrita el 22 de julio pasado) concluyó la Convención del Partido Republicano de los
Estados Unidos, con la nominación de Donald Trump como candidato a la
presidencia por ese partido, para las elecciones de noviembre de este año. Como
colofón de la Convención, Trump dio su discurso de aceptación.
Las reacciones a favor y en contra reflejan lo esperado: los
simpatizantes Demócratas, en contra de todo lo que expresó y los seguidores
Republicanos, algunos a favor y otros mostrando abierta indiferencia a su
figura, o incluso sugiriendo que no votarán por él. Lo que debe resultar obvio
es que nada va a continuar igual para ese partido, después del espectáculo
expuesto en las pasadas primarias republicanas. Los argumentos utilizados por
Trump durante la campaña, esgrimidos como si fueran un bate de béisbol, fueron
devastadores para figuras que poseían influencia y peso dentro del partido y
sus estructuras de poder. Jeb Bush, Marco Rubio y Ted Cruz, para nombrar a tres
aspirantes, fracasaron en alcanzar la nominación y se han visto relegados a un
tercer plano de importancia. El partido en si ha sido sacudido por el
improbable triunfo de Trump y las repercusiones totales de esa sorpresiva
realidad están por verse.
Ayer durante la Convención, el candidato republicano no se
desvió de la fórmula que lo ayudó a obtener el triunfo dentro de su partido. En
su intervención, una de las más largas en la historia de estas convenciones, una vez más hizo ostentación de
una tortuosa retórica, acompañada por una frecuente falta de apego a los
hechos, utilizando esas inexactitudes y abiertas falacias para describir la
realidad de Estados Unidos, en una versión apocalíptica que en muy poco se
corresponde con los hechos. Su narcisismo y el contenido de sus
pronunciamientos me recordó en ocasiones a Benito Mussolini y a la retórica
fascista de la década de los treinta, que aprovecho el descontento mundial
provocado por los problemas económicos de
la era para introducir una nueva version de gobierno totalitario, fundamentado
en una política populista, arropada bajo un falso patriotismo.
Escuchando los comentarios de los comentaristas de
televisión sobre la presentación de Trump, algunos de ellos republicanos, me
pareció que muchos continúan pretendiendo negar la realidad del nominado,
rehuyendo su responsabilidad por haberlo ayudado a alcanzar la posición que
ahora deploran. En estas elecciones primarias, Trump obtuvo 14 millones de
votos, cifra que representa la mayor cantidad de votos alcanzada por un
candidato de ese partido, en un evento pre-electoral. El hecho claramente
indica que los votantes que acudieron a las urnas lo hicieron porque encuentran
en la figura de Trump una voz y representación que consideran inexistente en
las otras figuras, esos que compitieron por la nominación amparados por los
usuales postulados de la partidocracia de corte tradicional.
Este punto parece totalmente soslayado por los analistas
políticos. Trump es el resultado, corregido y aumentado, del estilo de
politiquería llena de mentiras, exageraciones, racismo, mito y exclusión social
que han practicado los republicanos y sus aliados por décadas. Lo que nunca fue
considerado, en el ejercicio de esa manipulación corrupta de la verdad, es que
a los creadores del monstruo se les podría escapar el control sobre sus actos.
Ni siquiera Fox News pudo evitar el ascenso del renegado.
Desde que Lyndon Johnson perdiera a los demócratas del Sur,
al apoyar la necesidad de legislación que garantizase derechos civiles a los
negros estadounidenses, Estados Unidos ha sido una nación dividida emocionalmente pero unida artificialmente por
la Constitución y las leyes vigentes. Durante distintas elecciones, los dos
partidos políticos, Demócrata y Republicano, continuaron disputándose los votos
mediante la adopción de plataformas filosóficas que diferían en cuanto a la
proporción de su oferta de solidaridad social, pero que resultaban extrañamente
semejantes en cuanto a su distanciamiento de las necesidades y realidades internas
de la población. Ese proceso, que ignora tal exigencia social y espiritual,
pretendiendo sostener el status quo imponiendo simples paliativos, sin entrar
verdaderamente a discutir la interioridad de las emociones que la sustentan y
enfrentar honestamente su frustración, es lo que ayudó a producir la viabilidad
electoral de figuras como Barack Obama, Bernie Sanders y ahora, Donald Trump,
todos inicialmente considerados como improbables candidatos a la presidencia de
su país.
Esta corriente de cambio popular ha venido gestándose desde
hace tiempo de forma casi imperceptible a la sociedad estadounidense. Con pocas
excepciones, los medios difunden noticias definidas por intereses especiales,
de dueños y de anunciantes y la población es periódicamente distraída con
entretenimientos, falsas apariencias y reportes de orden y progreso. Es más, la
irrevocabilidad del cambio ocurrido parece no haber sido registrada aún por
estos dos partidos, a pesar de los resultados que a partir del triunfo de
Barack Obama indican una alteración de la conducta esperada del votante
usual. Es probable que una tercera
fuerza política surgirá en Estados Unidos en los próximos diez años y esa
alternativa expondrá públicamente temas que hoy no se discuten por razón de lo
que se denomina como "political correctness". Los efectos que
producirá esa nueva fase de examen de la realidad nacional y política son
impredecibles. Las consecuencias, a nivel nacional e internacional, serán
inicialmente abrumadoras.
De esa exposición surgirá seguramente una fea verdad, oculta
la mayor parte de las veces y otras veces maquillada para ser expuesta cada
cierto tiempo, pero sin revelar su interior: Estados Unidos hace tiempo dejó de
ser el país que dice ser. Las contradicciones en que ha vivido y vive hoy,
política y económicamente, no pueden ya ser sostenidas ni apoyadas por la
simple retórica. La diversidad cultural y racial de su población y los nuevos
intereses introducidos y definidos por ésta, escapan a la manipulación política
tradicional y a una interpretación maniquea clásica. Lo que era convencional,
como lo ha probado esta Convención Republicana, ha dejado de serlo. El nuevo
orden de cosas que Trump representa es sustentado por una apelación a la
angustia y al miedo de aquellos que sienten que su país se les escapa de las
manos, de los que no aceptan la noción de una "América" diversa, de
los que necesitan culpar a otros, por sus fracasos o por la deriva de sus
expectativas, aferrados a la nostalgia por una época que nunca vivieron pero
que les ha sido presentada por demagogos como una edad dorada que puede ser
repetida, si la voluntad del líder así lo ordena. Una variante de tal fórmula
fue aplicada por Nixon con éxito en la elección de 1968, al proclamar su
candidatura como la del representante de la Ley y del orden, el único capaz de
enfrentar y arreglar a un país y a un mundo en crisis.
El discurso de Trump recuerda con increíble similitud a las
propuestas fascistas de los años anteriores a la Segunda Gran Guerra. Cuando le
dice al país que solo él sabe lo que está mal y que solo él puede arreglarlo,
escucho el eco del discurso del Hitler de 1938, cuando este aspiraba a ser el
líder máximo de los alemanes. Su fantasía y xenofobia ("construiremos el
Muro!"), que funcionó para asegurarle la nominación continuara
funcionando, mientras no exista en el electorado la inteligencia, fortaleza
espiritual y la educación necesarias con las que poder reconocer la falacia y
así negar la racionalidad o posibilidad de que estos cantos de sirena puedan
realmente concretarse.
Trump alcanzó la candidatura por la imagen de éxito que
proyectó, a través de ocho años, en un programa de "reality” ("The
Apprentice”), y por el cuidadoso manejo que le dio a su imagen a lo largo de la
campaña. Pero esto no hubiera logrado el éxito, si del otro lado no existiera
una población golpeada por la inequidad y hastiada del discurso político
tradicional. A pesar de sus estrepitosos fracasos como empresario, sus
bancarrotas, su evidente falta de conocimiento sobre el mundo, a pesar de su
pomposidad y la costumbre de exagerar, mentir abiertamente o de expresar
verdades a medias, un enorme número de personas lo identifican hoy como el
antídoto a la mentira, a la venalidad y a la falta de visión de la política
usual.
En este sentido, votar por Trump es utilizar el sufragio
para castigar al estado de la política tradicional.
Que no quede la menor duda, Trump tiene una clara
oportunidad de ganar, porque ni la razón, ni el análisis, ni los hechos
importan cuando el alma popular está mareada por la rabia que produce la
percepción del abandono oficial injusto. Un importante sector de la población
estadounidense siente que ha sido convertido en una simple comparsa,
esclavizada para sostener y celebrar intereses controlados por y para otros,
pero paradójicamente, no culpan a los capitalistas como Trump. Culpan a los
políticos.
Este hecho nos revela que su sensación de injusticia no
posee un fundamento ideológico sino emocional, y por eso quizás escapa al
enfoque acostumbrado de un análisis estrictamente definido por la razón.
Trump, como lo han hecho los demagogos a través de las
épocas, culpa a los "otros", una denominación en código que
responsabiliza a los negros, los latinos, los inmigrantes ilegales, los chinos,
los europeos, los no verdaderamente "americanos" por el supuesto
estado negativo del país. La expectativa anhelada por este grupo, según la
interpretación que Trump sugiere, representa una visión de organización social
ideal, modelada por la experiencia del abolido "Apartheid"
sudafricano, aunque tal aislacionismo carezca de una posibilidad real de
aplicación práctica.
"América primero" es primariamente el grito de los
blancos que se sienten desplazados en su propia casa por intereses extraños y
que añoran un regreso a los "buenos tiempos", algo que en la
narrativa republicana mítica es singularmente representado por la presidencia
de Eisenhower y Nixon. Pero en esta "nostalgia" no existe el
análisis. En el revisionismo actual que define a esos periodos, los negros
ocupaban su lugar, los latinos no éramos un problema, América Latina hacía lo
que Estados Unidos les exigía hacer y Europa estaba agradecidamente subordinada
y era dependiente a los intereses yankees. El único y claro enemigo eran los
Soviéticos y esos, bueno, esos también eran blancos y "hablando (entre
blancos) se entiende la gente", por blancos, no por razonamientos. En cada
una de las manifestaciones del discurso de Trump, esas ideas se encontraban
implícitas y nunca explícitas. Su intención, como la de todo demagogo exitoso,
fue la de dirigirse a una masa que entiende por el alma, no por el cerebro.
Por eso, no veo a Trump debatiendo a Hillary Clinton antes
de la próxima elección. Imagino que piensa que no lo necesita, y sus consejeros
seguramente tratarán de evitar un escenario en donde aparezca insultando a una
mujer, ofendiendo con ello a un porcentaje electoral de importancia, sin el
cual no podrá ganar en Noviembre. Además, Trump domina con la emoción, no con
la razón. En un debate formal, con una rival de la inteligencia de Hillary
Clinton, las inexactitudes, mentiras y exageraciones de Trump serían expuestas
nacionalmente y su credibilidad, aun entre sus fanáticos, se vería afectada.
A pesar de los cuatro letreros que decían “Latinos para
Trump” y de los tres o cuatro afroamericanos estratégicamente colocados para
las cámaras, en una Convención completamente llena de anglosajones, será
difícil para Trump convencer a la comunidad de que sus insultos dirigidos a los
latinos no fueron sinceros. Tampoco creo que lo apoye la comunidad negra, luego
de su continua descalificación de Barak Obama, empezando por su absurda
afirmación de que nació en Kenya y de que es Musulmán, a su desconocimiento del
éxito del presidente en rescatar al país de la ruina económica heredada de las
políticas del republicano George Bush, y de su éxito rebajando el desempleo al
4.9%.
Resultó patético su intento de integrar a la comunidad gay
en su discurso. Lo único que pudo decir es que protegería a "la comunidad
gay" de los ataques de los terroristas, refiriéndose a los sucesos de
Orlando. Pero se cuidó de mencionar que el verdadero problema en Estados Unidos
para ese grupo es la homofobia, algo que justamente caracteriza a su partido.
Me pareció un "faux pas" su decisión de no aprovechar la oportunidad
de exposición nacional para apoyar la demanda de respeto e igualdad ante la ley
formuladas por el grupo LGBTQ a nivel nacional, otro ejemplo de como Trump
imita a los políticos tradicionales que denuncia. Decir que luchara para
impedir que terroristas Musulmanes nuevamente ataquen a la comunidad LGBTQ como
ocurrió en Orlando, en vez de pronunciarse claramente en contra de la homofobia
que nacionalmente caracteriza el sentir de su propio partido me pareció un acto
de monumental deshonestidad.
Imagino que la Convención Demócrata se encargará de rebatir
con datos las exageraciones y mentiras vertidas por Trump. Sin embargo, los
charlatanes, los demagogos y los inescrupulosos siempre poseen una ventaja en
este tipo de situaciones. A Hillary Clinton, con un nivel de rechazo popular
que solo supera Trump, no le bastará decir la verdad y aclarar las
inconsistencias del candidato republicano. Tendrá que motivar a los votantes que
no tiene y sostener el apoyo de los que posee, expresando una emoción que no
sea sustentada por clichés y falsas memorias. Y eso es mas difícil para alguien
que como ella ha permanecido distante e inescrutable por décadas, optando por
definirse y distanciarse de sus rivales políticos con argumentos,
planteamientos no apoyados por el recurso de la manipulación, o por la
honestidad emocional.
Demóstenes, el gran orador Ateniense, al finalizar uno de
sus debates con su archirrival Aeschines, recibió una gran ovación de parte del
público. Cuando Aeschines finalizó su intervención atacando todo lo expresado
por Demóstenes, también recibió un aplauso semejante. Alguien preguntó a
Demóstenes cómo era posible que la gente aplaudiera con igual entusiasmo dos posiciones
tan diametralmente opuestas.
Y él respondió: la gente siempre aplaudirá las cosas cuando
son bien expresadas.
En el caso de Trump, espero que la gente preste atención a
lo que dice, mas allá de la emoción que sientan al verlo. Porque este no es el
momento para empezar a oír las cosas con los ojos.
Atención, orejas!
(*) Cantante, compositor, músico, actor, abogado y excandidato
presidencial de Panamá.
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