Por Carlos Fuentes |
¿Y la izquierda? ¿Tiene razón de ser después de sus
terribles fracasos, oportunismos, traiciones, pasividades, a lo largo del siglo
XX? Quiero recordar aquí, porque en ello creo, sus victorias también, en su
lucha contra los fascismos, en Europa, en los Estados Unidos, en Latinoamérica.
Pero también en su combate contra las dictaduras de izquierda. La democracia de
izquierda se manifestó en gente tan diversa como el poeta Osip Mandelstam en
Rusia, el periodista Carlos Franqui en Cuba, los escritores Milán Kundera,
Geórgy Konrad y Leszek Kolakowski en la Europa Central...
¿Y hoy? Cayó el muro de Berlín. Se derrumbó la Unión Soviética. Lo que no se derrumbó fue la injusticia social. Lo que no cayó fue la explotación del hombre por el hombre.
¿Y hoy? Cayó el muro de Berlín. Se derrumbó la Unión Soviética. Lo que no se derrumbó fue la injusticia social. Lo que no cayó fue la explotación del hombre por el hombre.
Han concluido, con el siglo y el milenio, dos teorías
reductivistas de la economía y la sociedad. El llamado «socialismo real», que
no era ni socialismo ni real, sino la fachada totalitaria y dogmática de una
economía sin libertad ni eficiencia, murió al caer el muro de Berlín en 1989.
En su lugar, otro dogma, el de la libertad irrestricta del mercado, fue puesto
en práctica por los gobiernos de Ronald Reagan en los Estados Unidos y Margaret
Thatcher en la Gran Bretaña. Supuestamente abandonadas a la mano divina del
mercado, las fuerzas económicas, concentradas en la cúspide, poco a poco
(trickle down) irían goteando sus beneficios hacia las mayorías. Tampoco
sucedió así. La concentración en la cima se quedó en la cima y, como
oportunamente —como siempre— lo indicó John Kenneth Galbraith, la ausencia del
Estado se convertía en brutal presencia del Estado apenas se trataba de
aumentar los gastos militares o salvar a bancos defraudadores o quebrados. Al
cabo, la derecha poscomunista aumentó las distancias entre ricos y pobres,
desprotegió a éstos, concentró la riqueza y consagró la filosofía neodarwinista
expresada por Reagan: el que es pobre es porque es holgazán.
La gobernanza de los movimientos de centroizquierda en los
países europeos representa, ciertamente, una reacción contra ambos dogmatismos.
Pero todos han vivido una realidad inescapable que es la de la globalización
económica y —a diferencia de la derecha thatcherista y reaganista— deploran, no
el hecho de la globalización, sino el hecho de una globalización sin ley,
abandonada a su capricho especulativo y superior a toda normatividad nacional o
internacional.
Si algo une a la nueva izquierda europea es su decisión de
sujetar la globalización a la ley y la política. El «darwinismo global» sólo
genera inestabilidad, crisis financiera y desigualdades crecientes. La misión
de la nueva izquierda es controlar la globalización y regular democráticamente
los conflictos que de ella se derivan. Ello no significa que la izquierda tema
a la globalización. Al contrario, ve en los procesos de mundialización un nuevo
territorio histórico en el cual actuar.
La globalización le permite a la izquierda llamar la
atención sobre la distancia creciente entre espacio económico y control
político. Existe, en otras palabras, una economía veloz y una adaptación
política lenta. En estas circunstancias, el control democrático se vuelve
difícil, pero ello mismo obliga a la izquierda a combatir las distorsiones del
mercado en la distribución de recursos, a equilibrarlo con medidas de
solidaridad social, defensa del medio ambiente, creación de bienes públicos y
prioridad a la política como instrumento de decisión racional. La globalización
da enorme influencia a los agentes no políticos y despoja de poder a los
poderes electos a favor de los no electos. El peligro no es ya el «ogro
filantrópico», el Estado devorador criticado por Octavio Paz, sino el «ogro
desatado», el mercado sacralizado cuando, en palabras de Milos Forman, «salimos
del zoológico y entramos a la selva». Que el mercado y la política se apoyen
mutuamente. Tal es el desiderátum de la nueva izquierda. «Vivimos en una
economía de mercado, pero no en una sociedad de mercado.» Esta consigna de
Jospin es central a la filosofía de la nueva izquierda. Pero precisamente
porque han surgido nuevas desigualdades al lado de las antiguas, la izquierda
reafirma el valor de la igualdad y, lejos de temerle a la globalización, ha de
ver en ella un nuevo territorio histórico en el cual actuar. Norberto Bobbio no
ha dejado de insistir en la centralidad del tema igualitario para definir las
políticas de izquierda como valores iguales y oportunidades iguales para cada
individuo. La globalización, lejos de arrumbar el concepto de la igualdad, lo
debe revalorizar en un horizonte ampliado, sin dogmas deterministas, pero con
políticas tan concretas como puedan serlo, en primerísimo lugar, la oportunidad
educativa en todas sus dimensiones modernas: educación básica, superior y,
desde ahora, vitalicia.
Quienes se oponen a la innovación, conducen a los obreros al
fracaso. La nueva izquierda no puede ser un neoluddismo sino una política de
oportunidades crecientes para el trabajo mediante arreglos contractuales que
tomen en cuenta no sólo la flexibilidad de las empresas, sino la de los
trabajadores. Han muerto el fordismo capitalista y el estajavonismo soviético.
Más que políticas de pleno empleo, la izquierda debe definirse a favor del
empleo satisfactorio que puede conducir a un creciente empleo con más trabajos
temporales, de duración limitada y movilidad mayor, lo cual, para regresar a la
base misma del proyecto, implica contar con sistemas de educación y
entrenamiento continuos. El gobierno francés de Jospin es el que más
rápidamente se dio cuenta de que la economía moderna multiplica el destino del
trabajo e implica mejor salario con menos horas en más ocupaciones.
Más crecimiento con más igualdad. Ello requiere medidas tan
concretas como la modernización de la infraestructura regulatoria de la
economía, reformas fiscales, reformas de los mercados financieros, del sector
bancario y de las empresas. Ello requiere una constante negociación social para
combatir la inflación aumentando los ingresos reales de los trabajadores. La DS
italiana hace notar que entre 1996 y 1998, la izquierda italiana logró un
aumento del ingreso real del trabajo del 3 por ciento sin inflación, en tanto
que los precedentes gobiernos tecnocráticos permitieron un gran deterioro del
salario.
La izquierda puede atestiguar que la globalización no es ni
un monstruo ni un valor en sí. No se trata de sujetarla a un juicio de valor,
sino de someterla a poderes políticos responsables y elegidos. Hace falta, como
insiste Massimo d’Alema, crear una dimensión política supranacional para
gobernar a la globalización. Gobernada, la globalidad es una oportunidad para
todos. Sin gobierno, redunda en la anarquía y desigualdad para todos. Hoy,
globalidad e irresponsabilidad fraternizan en exceso. La izquierda deberá
insistir en la necesidad de un ordenamiento político internacional que «regule
la expansión y la haga conciliable con los valores de la democracia, de la
libertad individual y colectiva, así como la justa distribución de la riqueza»
(D’Alema).
El futuro de la izquierda, ha dicho el ex primer ministro
italiano, es idéntico a su capacidad de proponer y transformarse. No hay
izquierda que no sepa proyectar el futuro sin sacrificar valores permanentes de
igualdad (no igualitarismo o nivelación) junto con valores de libertad para
escoger; junto con valores que nos liberen de la necesidad. El capitalismo
propone las razones de la economía. Pero la democracia propone los valores del
consenso político. En el compromiso entre ambos, la izquierda es el espacio
político en el que los más débiles de la sociedad y del mercado pueden combatir
y negociar sus conquistas.
El desafío, por supuesto, es muy grande. Otra parte, más
radical, de la izquierda italiana argumenta que el capitalismo global ha dejado
de buscar consensos y vive en constante contradicción con su propio Estado de
derecho y sus propias declaraciones de derechos humanos. No hay derechos del
hombre. Hay derechos del mercado.
Esta crítica radical no excluye, al cabo, las metas de
primacía política y gobernanza de la globalidad que propone la izquierda
reformista. Pensar lo contrario, es darle todas las ventajas al statu quo y
animar, incluso, el desaliento ante lo supuestamente inevitable. En Italia,
Walter Veltroni y la democracia de izquierda ofrecen, en cambio, múltiples
pautas para seguir distinguiendo, como nos lo pide Bobbio, a derecha de
izquierda, otorgándole a ésta el proyecto de más crecimiento con más igualdad.
No paso por alto, sin embargo, la saludable actitud de mi
amiga Rossana Rosanda: Es preferible tener más dudas que razonables certezas.
Ello, quizás, también es parte de una nueva izquierda que abandona los
terribles lastres de los dogmatismos que han conducido, una y otra vez, a su
fragmentación, ayuno propositivo y, al cabo, derrotas. Duele admitir que el
caso de la izquierda mexicana es particularmente ilustrativo en este respecto.
Después de las elecciones democráticas del 2 de julio de
2000, que pusieron fin a setenta y un años de gobierno por un partido único (el
PRI o Partido Revolucionario Institucional), la vida partidista mexicana reveló
su anacrónica insuficiencia. El PRI vivía de su simbiosis con el Presidente de
la República. PRI sin presidente es como huevo sin sal: una gallina descabezada
corriendo a tontas y a locas por un corral cercado de nopales. El PRD (Partido
de la Revolución Democrática) representó la oposición de izquierda al PRI pero,
como éste, da muestras de desfallecimiento interno. Sus consignas contra el PRI
ya no tienen sentido: ambos son partidos de oposición. Pero las propuestas del
PRD se parecen demasiado a las de la vieja izquierda nacionalista, hambrienta
de un macroestado, grande por su tamaño aunque pequeño por su eficacia.
Renuente a aprovechar las ventajas del mundo moderno e inclinada a condenarlas
en bloque como parte de un complot contra la nación, exonerante de las
dictaduras extranjeras si se dicen de izquierda, la izquierda mexicana requiere
una puesta al día que la conduzca por el camino de la socialdemocracia. Hay una
parte del viejo PRI sin redención: son los llamados dinosaurios incapaces de
abandonar sus añoradas prácticas del fraude electoral.
Pero hay otra parte de talante socialdemócrata que preserva
las mejores tradiciones de la Revolución Mexicana pero las pone al día en un
país abierto al mundo, a la modernidad crítica y a las oportunidades de
construir globalidad y modernidad a partir de la localidad.
Escribo en el 2001. El centroderecha (el Partido Acción
Nacional del presidente Vicente Fox) está en el poder. Frente a él, la única
oposición viable es la socialdemocracia de centroizquierda.
La transición democrática española ha sido el gran ejemplo
del paso de una dictadura mucho más dura que la del PRI a un Estado
democrático. Cuatro décadas de guerra civil y dictadura franquista impusieron
obligaciones a España que sus actores políticos supieron cumplir con el ánimo
de servir al país y a la democracia, no a sus intereses partidistas. El rey
Juan Carlos fue el gran mediador de todas las tendencias, el fiel de la
balanza.
La izquierda posfranquista sólo llegó al poder en 1982 con
un político excepcional, Felipe González, a la cabeza. Durante trece años,
González y el Partido Socialista en el poder enfrentaron y resolvieron el gran
problema del posfranquismo: equiparar las estructuras políticas al desarrollo
económico y social, adecuando las tres fuerzas —política, economía y sociedad—
a la Europa que se preparaba para dejar atrás tanto los simplismos maniqueos de
la guerra fría como las fórmulas vencidas del llamado socialismo real al este
del río Elba.
El gobierno de Felipe González animó el desarrollo del
mercado interno español, pero siempre acompañado de políticas sociales a favor
del empleo, el salario, la producción y la salud. Demostró que la izquierda
moderna puede satisfacer las demandas del crecimiento junto con las de la
justicia, allí donde la derecha recalcitrante sólo contempla, sea la
restauración de añejos privilegios, sea la exclusión pura y llana de las
demandas sociales. Al integrar a España en la Comunidad Económica Europea,
González obtuvo para su país ventajas enormes a fin de equiparar cuanto antes
los retrasos de la Península Ibérica en materia de comunicaciones,
modernización de la planta industrial y capitalización, a los adelantos del
occidente europeo. La España socialista no perdió soberanía: ganó cooperación.
Como toda obra política, la de Felipe González y sus
compañeros del PSOE fue imperfecta, tuvo altibajos y sufrió la usura del
tiempo. Pero yo veo en González y el socialismo español los perfiles de una
izquierda democrática para el siglo XXI, una izquierda que no satanice ni a la
empresa privada ni al Estado, sino que a ambos les dé sus funciones propias y
éstas se sostengan sobre el vigor y pluralidad de la sociedad civil, la vida
partidista y el ejercicio efectivo y vigilante de los procesos democráticos.
América Latina, donde los estragos del estatismo excesivo
por una parte y del mercado salvaje por la otra, han demostrado sus respectivas
insuficiencias para atender la pavorosa miseria y desigualdad de un continente
de cuatrocientos millones de seres donde doscientos millones se encuentran
sumidos en la pobreza, tiene el derecho de confiar en una izquierda democrática
postsoviética que le devuelva poder a la gente en un marco de atención a las
prioridades del orden social: salud, educación, techo, trabajo, salarios,
infraestructuras, derechos de la mujer, cuidado para la tercera edad, respeto a
las minorías sexuales y a la libertad de expresión, protección a las etnias,
combate al crimen, seguridad ciudadana. Una izquierda menos ideológica y más
temática.
La izquierda añorante de lo que ya no fue no puede ser una
izquierda constructiva de lo que debe ser. Pero la izquierda en el poder debe
admitir siempre la existencia de otra izquierda fuera del poder: la que resiste
al poder, hasta cuándo (incluso cuándo) es el poder de izquierda. Éste será el
desafío para la izquierda del siglo XXI. Aprender a oponerse a sí misma para
nunca más caer en los dogmas, falsificaciones y arbitrariedades que la
mancillaron durante el siglo XX.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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