Expulsadas de la
historia del pensamiento
Hypatia. |
Por Mónica Miroslava
Salcido M.
No son juegos de
palabras. Los juegos de palabras no me han interesado nunca. Más bien son
fuegos de palabras: consumir lo signos hasta las cenizas, pero sobre todo, y
con mayor violencia, a través de un brío dislocado, dislocar la unidad verbal,
la integridad de la voz, quebrar o romper la superficie “tranquila” de las
palabras, sometiendo su cuerpo a una ceremonia gimnástica […] al mismo tiempo
alegre, irreligiosa y cruel.
—J. Derrida
Hay una relación que no puede romperse entre el arte, la
filosofía y la guerra: guerra declarada a aquello que uniforma y desplaza las
perspectivas, apartándonos de nuestra fuerza y de nuestro carácter en
detrimento de la vida. El artista filósofo y el filósofo–artista se pronuncian
contra el modelo binario que separa al pensador del arte y al artista del
pensamiento, preguntándose por cuáles fuerzas animan a las obras y cuál es el
significado de éstas. Tal filosofía se vierte en la obra y, antes que la
historia y que la estética, busca acortar la posible brecha que separa a
ciertas formas de arte de la vida, permitiendo su irrupción en formas de vivir
concretas y cercanas, no solamente ideales y normativas. “El arte es cercano al
fenómeno de la vida”; radicalicemos esta proposición haciendo vivir a la
filosofía del arte en el centro de un músculo cardiaco. Pensemos en sístole y
diástole por las vías del arte como filosofía matérica, intermitente y
fragmentaria. Las principales tesis de esta filosofía cardiaca serán puestas en
marcha por nuestra vida misma hasta hacer coincidir, como señaló Nietzsche, las ideas del filósofo, las obras del
artista y las buenas acciones. Asumo pues la línea que busca acercar el
pensamiento a la vida, escribo desde los habitáculos de la experiencia
personal; hablo del arte acción desde la vivencia pura de mi propio devenir y
finitud.
La asunción del propio cuerpo como materia de nuestro
pensamiento es una tarea que como filósofa me impongo a mí misma para saltar
por encima de las murallas académicas, la trinchera del que no vive como
piensa. Toda una tradición racionalista se ha empeñado en disociar a la
filosofía del cuerpo del pensador, pero, aclaremos, seamos pensadores o
pensadoras, toda idea y concepto nuestro es un flujo que emana del cuerpo, del
acontecer de fuerzas que lo atraviesan.
“Soy cuerpo y pienso”, dijo Voltaire, resumiendo la idea
clara del materialismo atomista para el que la materia es la base de todos los
fenómenos y contra el cual el iracundo antimaterialismo habrá de lanzar su
ofensiva. Platón no habrá de mencionar a Demócrito en su obra para aplastarle
con el silencio; se dijo que acaso en un momento de fanatismo quiso comprar y
quemar todos sus escritos. Demócrito afirmó que los actos de los seres
racionales se circunscriben a las leyes generales del mundo; que nuestra
inteligencia es sólo un fenómeno resultante de una relación entre átomos; que
el intelecto cumple con la misma finalidad de las formas orgánicas… En una
filosofía antiplatónica la vida teje su eje gravitatorio en nuestro cuerpo: ni
caverna ni cárcel ni despojo vacío que el alma abandona después de la muerte,
para convertirse, según un verso de la Ilíada, “en botín de los perros y las
aves de rapiña”. El cuerpo es la antena radial de nuestra existencia. Yo tengo
un mantra: “Soy cuerpo y pienso, existo como átomos y vacío que se deslizan en
un halo de luz”. Mi cuerpo no DICE YO, HACE YO. Soy un hacer, un
entrecruzamiento de fuerzas y niveles llamado cuerpo. No podré sostenerme
infinitamente porque, como dijo Aristipo, “es ley de la eflorescencia misma el
que las flores se marchiten y las plantas se desequen”.
El idealismo es un movimiento reaccionario para el que la
más grande certidumbre es la máxima abstracción; preguntémosle a Sócrates y a
Platón si hay alguna definición del bien que se aplique a todos los seres
humanos en todas las circunstancias. Aunque es razonable pensar que mientras
más lejana está la idea general más incierta y que pensar no tiene que ser un
ejercicio de desnaturalización, la apuesta por el idealismo fundamentalista ha
sido decisiva. De entre la limpieza occidental de la mácula corporal para poder
pensar, las principales expulsadas de la historia del pensamiento hemos sido
las mujeres, las filósofas, las que dedicamos nuestra vida a pensar, a hacernos
preguntas, a expandir los horizontes de sentido. Occidente se ha preguntado —y
dudado, ciertamente— si puede una mujer pensar desde ese cuerpo sanguinolento.
Pocos esfuerzos se han hecho para conservar de las filósofas sus nombres, sus
obras, sus fragmentos, su pensamiento, pero las ha habido desde la Antigüedad:
filósofas de escuelas inciertas, académicas, dialécticas, cirenaicas, megáricas,
cínicas, peripatéticas, epicúreas, estoicas, pitagóricas. Pocas historias de la
filosofía nos han incluido en los anales del pensamiento inteligente y, como
escribió Gilles Menage a finales del siglo XVII, “No es que no hayan existido
mujeres que filosofaran. Es que los filósofos han preferido olvidarlas, tal vez
después de haberse apropiado de sus ideas”.
Querida Hypatia, tú nos representas a todas. Expulsada o no,
sanguinolenta, preñada, amamantadora, sexual, profunda, sabia, madre, yo
pensadora —Eudocia, Julia Domna, Catalina de Alejandría. Yo Temistoclea,
Arignota, Aspacia y Diótima—, necesito de mi cuerpo para hacerme las que
considero preguntas radicales sobre la existencia. Tengo una necesidad visceral
por profundizar en aquello de lo que no puedo escapar pese a los sueños de la
razón occidental masculina: el dolor y la presencia ineludible de mi cuerpo. La
cuarta lumbar desviada, el adormecimiento de mis miembros, el ardor nervioso de
mi pierna derecha, un sistema urinario débil que no me permite los excesos, me
son elementos necesarios para ejercer el pensamiento como materialización de
mis ideas.
Catapultada del teatro hacia la filosofía, busco el
acontecimiento escénico para dar piel, tiempo y espacio a lo que concibo desde
esta razón que no me deja. Las mujeres somos un solo órgano abierto al mundo:
como filósofa, soy mi propia madre, el cordón umbilical entre lo que pienso y
lo que siento. Dado que mis procesos fisiológicos son la medida de mi verdad,
¿cómo podría sostener filosóficamente un mundo metafísico desde esta
radicalidad de la carne que soy y cuyo profundo logos no alcanzaré jamás a
comprender? Si, según la psicología homérica, el thymós, las phrenes y el nous son funciones de los órganos del
cuerpo, ese conglomerado de miembros, me siento más cerca de la Ilíada que de Platón. Ha sido Sócrates
el primero en postular que la persona verdadera no es el cuerpo sino el alma,
concebida ya después de un recorrido histórico como opuesta al cuerpo. ¿De
dónde habrá de nutrirse desde entonces la filosofía? ¿Cuál será la fuente de la
que abrevará en su camino hacia las ideas? De la metódica negación del cuerpo y
el trabajo sobre el perfeccionamiento del alma en sus tres niveles. Aunque
Sócrates partió del hombre para explicar al mundo y renuncia a las leyes
naturales para explicar al hombre, hay que preguntarnos si él y Platón, quien
desarrolló su influjo sobre nuestra organización psicológica occidental,
pudieron escapar, aun en su amor fundamentalista por las causas primeras, a las
causas eficientes.
Platón expulsó a los artistas de la ciudad ideal porque,
dijo, el arte arroja al hombre a la hoguera de las pasiones, debilita las
partes más nobles del alma, fragua cadenas más duras para retenerle en la
caverna de la ignorancia. Platón dijo que el arte construye apariencias con
apariencias, alimentándose del nivel más bajo e irracional de la conciencia,
fraguando las cadenas que hacen del hombre un habitante de cavernas, hermano
ciego de las sombras. ¿Puede el artista explicar su obra de la misma manera en
que un carpintero explicaría una mesa? ¿No ha copiado el artista en su pintura
la cama que el carpintero ha construido teniendo en mente la idea de la misma?
¿No ha mentido el artista ya tres veces? ¿Podría construir aquello que
representa? ¿Curar a un enfermo a partir del médico al que encarna en un
escenario? El arte y la imitación pueden desecharse como un juego que aumenta
el mal en el mundo: hace crecer el contacto con lo bajo, con lo complejo, induciendo
al alma a aflojar sus defensas y consentir en sentimientos que nos arrojan a
las llamas. Pero no juzguemos a Platón como el gran villano que ha sido para la
filosofía contemporánea: si consideramos a la metafísica una empresa ficticia
que puede ser justificada como una forma de poesía, Arístocles fue también un
artista y su construcción una bella apariencia, y ¿no es la creación del mundo
como apariencia la actividad propiamente metafísica del hombre artista y
filósofo? Aunque Platón nunca me hubiera permitido entrar a la academia, creo
que no debemos tomarlo como si fuese a un toro por los cuernos, para vencerlo y
derrumbarlo. Tampoco estaríamos en lo cierto: el mundo, la filosofía, el arte…
todos ellos en eterna metamorfosis de visiones de ficción creadas por el
artista. Le otorgo el perdón por no pensar al arte como la creación consciente
de una ilusión estética, y, más aún, le agradezco el Banquete como uno de mis
manjares preferidos.
Si la apariencia es lo que Nietzsche concibió como el proceso
artístico originario y el mundo en devenir nos miente de muchas maneras, es
preciso desatar al texto del texto y buscar otras interpretaciones a sabiendas
de que toda filosofía, toda obra, toda construcción del lenguaje, todo esfuerzo
humano son juegos, barreduras que el azar y la necesidad dispersan. Así como la
vida nos arroja al hambre para perseverar en la existencia, la filosofía y el
arte son instintos que compelen a sobrevivir en una vida caótica, circundada
por la nada.
Filosofía y arte, pensamiento y creación: dos arterias del
mismo sistema circulatorio en el que la vida quiere sostenerse a sí misma como
apariencia: ni copia ni sombra, sino fuerza configuradora que territorializa
mapas en el caos. Platón ha expulsado a los artistas de la ciudad, ¿se ha
expulsado a sí mismo —escritor, poeta— como tal? No, antes bien ha construido
en esta expulsión su propia ironía: el rey filósofo es un filósofo artista, un
creador de formas que, desde su condición poética, pueden abrirse a un
conocimiento siempre al borde de lo incognoscible. La filosofía, que como
philía es impulsada por eros, esa fuerza productiva que impele a la eternidad,
crea formas y despliega aporías: grandes cuestiones necesarias de plantear pero
irresolubles. Así, el filósofo y el artista somos amigos del enigma.
Liberemos al texto del texto, a Platón del platonismo. Es el
arte imitativo, el arte carente de pensamiento, apto para mostrar imágenes y
anécdotas, y la filosofía–glosa–de–filosofías, la filosofía sin antenas
poéticas, creadoras, las que deberán ser expulsadas de la ciudad ideal. En el
aire helado de las altas montañas, donde vive el águila y el hombre es un
anhelo de sí mismo, Zaratustra es un pentatleta del espíritu: filósofo, poeta,
artista, ejercicio autoescritural que se retuerce en las llamas de su
carne–materia. El mundo como apariencia no es producto de un arte imitativo: no
es copia, facsímil, cliché. Es un juego de fuerzas.
Como pensadora entablo una relación problemática entre
filosofía y arte acción porque no creo en disociar mi pensamiento de esta
carne–cuerpo que soy, este cuerpo en el que se soportan las sanciones de la
Verdad, de la Razón, la Racionalidad, específicamente en Occidente, cuyo mito
cultural se fundamenta en la deslegitimación de los instintos, las sensaciones,
los afectos, las pasiones. Pensar al cuerpo desde el arte corporal nos lleva a
encontrarnos con preguntas ontológicas y existenciales que no podemos eludir.
La experimentación artística con el cuerpo, con lo absolutamente vivo, es un
acontecimiento en el que la materialidad —que nos liga al deterioro, a la
enfermedad, a lo precario y, finalmente, a la muerte— funciona para
desmarcarnos de un campo de valores filosóficos, históricos, estéticos, para
respirar en la dimensión radical del dolor y el placer, de la abyección, de la
carne imperfecta, reventando la identificación ideológica del arte con lo
bello. El cuerpo como desfasaje, borramiento, traslape entre interpretación,
función y materialidad. Como quiera que sea, cuerpo inefable, reflejo de potencias
divinas, sombra de un arquetipo ideal, cárcel del alma, cúmulo de carne
despreciable, objeto de conocimiento científico, de intercambio, de emoción
estética, lugar de la alienación y la explotación capitalista, máquina e
instrumento de trabajo, proyección del propio deseo e internalización de los
deseos del colectivo social, lugar de transgresión moral, el cuerpo —como
materia— es, ineludiblemente, impermanencia, devenir, precariedad. Hacer
filosofía a partir del encuentro con la materia conduce a una guerra inevitable
con la teología y el sentido más allá de la carne porque reconocerse como
cuerpo es saber que se muere.
Concibo la filosofía como un pensar a martillazos sobre el
problema de la existencia, como pensamiento en acto sobre esta vida que
transcurre entre dos nadas. Hacer filosofía desde aquí es ya una toma de
postura: la de un materialismo que conduce a una guerra inevitable con la
teología y el sentido más allá de la carne. Las filósofas amamos la libertad de
nuestra naturaleza ígnea. Quemamos la burka monoteísta. Soy una filósofa en
llamas que marca la retirada del cura y de dios para quedarse en tierra baldía,
cual cáscara de hueso y piel, para ejercer su propia decantación espiritual,
bañándose bajo las siete cascadas de la tierra fértil. La mujer filósofa, la
nocturna, la que nada a contracorriente. Contraje nupcias y exequias con la
tierra mundana, obedeciendo a la ley de gravedad que nos sujeta al flujo
constante; intento desatar los nudos mientras la vida se deshace entre mis manos.
Como artista, yo también me expulsaría de la ciudad ideal si mi pensamiento
fuera un deleite de la glosa y la escena el simple terreno de la anécdota. Mi
tarea es hallar un nexo entre la poiesis fecundada por eros y la reflexión
filosófica: pasiones y tormentos, lanzamiento de dados.
Para terminar, imagino la fábula de una mujer de fuego que
ha depositado a dios en la tierra —donde cada hombre vive en el hielo—
caminando lentamente bajo la tormenta y atacando a ciegas causas para las que
no encontrará aliados, tomándose a sí misma como fatum. La tierra antes yerma, con el cuerpo de dios sepultado,
transmutado en Zagreo, dará a luz las raíces de un árbol de copa generosa, bajo
la cual los principios generadores masculino–femenino concebirán, bajo la gracia
de una soledad auténtica, el corazón ardiente del artista, materializado esta
vez en cenizas. El ser entero —carne, huesos, latido, pneuma—, ya no hombre ni
mujer sino ambos fundidos en un círculo imperfecto, habrá decidido. De la
tierra brotará el fuego; de la carne encendida las mieles embriagadoras de
Tonantzin; de la ceguera la efímera luz de una tierra ignota.
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